5 de abril de 2018

La clase de piano


            A pesar de que la abuela Celia se había tomado el trabajo de destruir casi todas las pruebas de la existencia de su ex marido, Lupe todavía le preguntaba por él. ¿Qué hacía? ¿Cómo era? ¿Fue de él que había heredado ese dedo de martillo? El pasado está hecho de ficción y la abuela Celia lo sabía. Se tomó sus libertades a la hora de responder, era su derecho como sobreviviente reescribir su propia historia.
            Un día compró uno de los cuadros que tenían apilados en el fondo del almacén chino de la esquina de su casa. Era el primer plano de un niño rubio con una lágrima colgándole del ojo. Podría haber estado en cualquier lado. Cuando llegaron los nietos al almuerzo del domingo, ella les contó que lo había rescatado del sótano, era un viejo cuadro pintado por Guillermo. La reproducción de una foto que había encontrado en la Conozca Más, un chiquito de Chernóbil. Todos se le fueron encima, peleando por ser el primero en posar sus ojos sobre el arte del abuelo.
            Una dijo que en su habitación no le quedaban paredes libres, los otros no tenían espacio en el auto para transportarlo, otra se quedó dormida. Todos perdieron interés, salvo Lupe que seguía insistiéndole a su papá para que hiciera un lugar en el living de su casa. Miguel dijo ¡Nunca! Parecía que ese pedido le molestaba más que cualquier otro, pero Lupe ya sabía que a él le encantaba decir que no, sobre todo a ella. Ojalá fuera hija del tío Jorge, le respondía. Jorge vivía en Canadá y nunca veía a sus hijos, que se habían quedado en Ushuaia. Era marinero, viajaba en su velero censando esquimales y buscando material para justificar la teoría de Poirier. Lupe ya le había hecho todas las preguntas mientras jugaban con el globo terráqueo que la abuela tenía en su despacho. Jorge le señalaba con el dedo: había que dibujar sobre la superficie de la tierra un triángulo que ocupara una parte del Ártico, esa masa blanca al norte del planeta. Todo eso pertenecía a Canadá. Pasaba lo mismo con la Antártida, dijo, ese enorme triángulo de hielo debía pertenecer a Tierra del Fuego. Si hubiéramos nacido hace millones de años, vos y yo seríamos antárticos,  le decía con la mirada fija en el globo. Quizás, hasta nos hubiéramos bañado en el lago Vostok. A Lupe se le helaban los pies de solo pensarlo. También le habló de Emilio Palma, la primera persona en la historia conocida por haber nacido en la Antártida, fueguino y argentino como ellos. Quizás todavía paseaba por las montañas de Ushuaia, pensando como ella en la historia de su familia.
            Sobre su otro abuelo, Eusebio, Lupe había escuchado todavía menos. No sabía, por ejemplo, que el ocho de marzo de mil nueve ochenta y tres, mientras ella nacía en el hospital municipal de Ushuaia, él moría solo en una salita en el Impenetrable chaqueño. Eusebio Zaratu había nacido lejos del frío, en San Juan de Gaztelugatxe, País Vasco, hijo de una bruja y un molinero. Fueron cuatro hermanos varones y, como todas las familias, se dividían a la izquierda y a la derecha. Durante la Guerra Civil, Eusebio, Cesario y Manuel se alistaron con el Ejército Rojo mientras que Ramón se unió a la Falange. Solo Eusebio sobrevivió, perseguido, se coló en una embarcación rumbo al sur. Viajó ciento setenta días a través del océano y ni una noche sintió el canto de las sirenas. No se detuvo hasta llegar al Chaco. Un demonio le había contado todo a su madre en un sueño y, no pudiendo soportar la tristeza, ella y su marido se colgaron del asta del molino familiar.
           
            Lupe había heredado la mirada de un abuelo y las manos largas y flacas del otro. Fue por esas manos y por su prematuro amor por los nocturnos de Chopin que decidieron inscribirla en las clases de piano de la profesora Margot. Las clases eran en El Obrero y, aunque quedara a nueve cuadras de su casa, su papá la llevaba y la pasaba a buscar. En Ushuaia hace siempre frío y él andaba de mangas cortas y un cigarrillo encendido entre los dedos. A ella le encantaba caminar con él, aunque a veces iba lento a propósito para que llegaran tarde. No quiero que se me pongan a charlar en la puerta, le decía a Marisol cuando le reclamaba puntualidad.
            A Lupe no le gustaba el momento de llegar o de irse; disfrutaba más cuando ya se había acostumbrado al olor y a la disposición de las cosas, y sabía que todavía quedaba tiempo de disfrutarlas. En la clase de música odiaba también que Margot la besara. La había visto pintarse la boca y con el mismo bastón hacerse marcas rojas en las mejillas que después dispersaba con la punta de los dedos. Sentía que cada vez que sus mejillas se tocaban, algo de esa máscara tenebrosa se quedaba en su piel.
            En la clase no aprendían los nocturnos. En los ejercicios grupales Lupe tenía la libertad de esconder sus errores en el ruido de los demás. Mientras tocaba la tecla equivocada con el dedo chiquito o dos veces la misma vuelta, la punta de la lengua le colgaba al costado de la boca. Prestaba mediana atención a los ejercicios de ritmos y compases. Se distraía con las manos de sus compañeros. Los miraba marcando los dos tiempos, chocando el puño de una mano contra la palma de la otra. Las manos, los dedos, se movían todos distintos. Había dedos de mil tipos y algunas veces no coincidían con sus dueños: dedos cortos y gordos en un flaco, dedos pegajosos en una chica con cara de limpia. A ella siempre le decían que tenía lindas manos, qué dedos más largos y flacos, y se lo creía porque tampoco había visto a nadie con manos más lindas que las suyas. Algún día Chopin dejaría de ser un misterio.
            Hacia el final de la clase el hechizo de la música se desvanecía y el hecho de estar ahí, en una casa ajena cuando afuera se hacía de noche, empezaba a parecer una molestia. Los alumnos se convertían en intrusos y mientras guardaban los instrumentos rogaban por dentro no ser los últimos en ser venidos a buscar. Diez minutos después de la hora, Margot retomaba su rutina y la casa se convertía en un hogar ajeno. Otra señora aparecía como si nada por un pasillo y se movía por los espacios como si también viviera en esa casa.
            A Lupe no le había tocado nunca quedarse sola después de la clase. Esa tarde le había sobrado casi la mitad del paquete de galletitas del colegio y lo compartía con dos compañeras sentadas contra la pared.
            — Mis papás nos van a llevar a patinar sobre hielo. —Faltaba un mes para que se congelara la bahía.
            — ¿Podemos ir? — preguntó la que nunca se animaba a ir a ningún lado sola. La otra miraba de costado porque el plan no le interesaba, el hielo siempre le había dado malos augurios. Lupe asintió con la cabeza aunque no quería que fueran. Actuaba como si entendiera lo que pasaba a su alrededor.
            Un grupo grande de gente pasó por la ventana. Una chica llevaba un megáfono. La mitad de los habitantes de Ushuaia no cuenta con vivienda propia. A pesar de que el artículo 23 de la Constitución de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, cede derechos sin ningún tipo ambigüedad: “Todo habitante tiene derecho a acceder a una vivienda digna que satisfaga sus necesidades mínimas y de su núcleo familiar.” el Estado Provincial procurará… A medida que la muchedumbre se alejaba, la voz fue perdiendo poder. A veces practicaban eso mismo en la clase de música y Lupe lo entendía bien.  
            Primero vinieron a buscar a la que se invitó sola. Tres galletitas después buscaron a la otra. Lupe tiró el paquete vacío en el tacho de basura y volvió a sentarse contra la pared. Los tres hermanos Ochoa salían con las mochilas al hombro, quedaban solo Manuel y ella.
            Manuel estaba sentado en la esquina con las piernas cruzadas, las dos manos ocupadas en su Gameboy. Supo que estaba jugando al Tetris por la música que ya conocía de memoria.
            —El otro día hice cincuenta filas. —Manuel no levantó la vista. Ella pensó en cómo sería estar ahí con Emilio Palma, el único ser humano nacido en la Antártida, y no con el aburrido de Manuel. Seguramente tendría ojos helados, y la piel blanca y suave como la de un siberiano, esa piel que se usaba para mantener calientes a los niños. Voz de lobo. Sabría muchísimo acerca de la nieve. Y ni un poco de miedo al hielo, eso estaba claro.
            Lupe sacó su cuaderno pentagramado y empezó a dibujar. Le gustaba hacer la nota do, que era como un plato volador aunque no le sonara a nada. La dibujaba sobre cada línea y flotando por debajo y por encima del pentagrama. Las blancas le gustaban más que las negras. Después escribió idiota entre el cuarto y el quinto renglón. Alguien se acercaba caminando por el pasillo, cerró el cuaderno y lo guardó. Decidió hacerse la dormida, quizás lograba dormirse en serio.
            El timbre cortó su concentración. Abrió los ojos de golpe, pensó que así podía escuchar mejor quién era. Todo seguía igual: Manuel haciendo su vida en la esquina de la habitación, las manos de Lupe apoyadas en su regazo. Las mujeres no aparecieron y el silencio le hizo dudar si realmente había sonado el timbre.
            Volvió a sonar. Un rayo de luz atravesó la ventana y la habitación. Lupe acercó su cara al vidrio frío mientras los pasos volvieron a atravesar el pasillo. Esperó el sonido tímido de la voz de su papá. El brillo del sol no le permitía distinguir a la persona de pie en la vereda. Era un cuerpo alto cubierto con una capa negra que llegaba casi hasta el piso. Tenía hombros anchos pero no tenía rostro. Las manos largas y flacas.
            El abuelo, pensó Lupe. Vino el abuelo. Metió la cabeza adentro de la mochila. Las líneas del cuaderno pentagramado se veían enormes tan cerca de sus ojos y las notas le bailaban de arriba a abajo. Su propio aliento chocaba contra la cartuchera y lo volvía a respirar. En su boca se dibujó una sonrisa nerviosa.
            Pensaba en todo a la vez: el abuelo pintor, ese cuadro hermoso que nadie sabía apreciar como ella, el calor del denso bosque chaqueño, los dedos largos sobre las teclas del piano, la parrilla al fondo del jardín donde vivían y morían los conejos que le regalaba la abuela Aurelia. Chopin sonando en un piano furioso.
            La voz gravísima del hombre retumbó por las paredes del pasillo. ¡No quiero escuchar más a estos perros tocar! Y después un forcejeo, el quejido de la bisagra de la puerta en tensión.
            — ¡Váyase o llamo a la policía!
            — ¡Perros! ¡Perros!
            Manuel tenía cara de asustado, la música del Tetris seguía sonando. Lupe volvió a mirar por la ventana: el hombre de espaldas y en silencio. Giró sobre su eje y el sol contra la nieve le iluminó la cara, la nariz enorme. Estiró los brazos al costado del cuerpo como un cóndor y, mirando a través del vidrio y adentro de los ojos de Lupe, el gigante pegó un alarido que la hizo saltar y caer al suelo de panza.


2 comentarios:

profwitkowski dijo...

Muy bien logrado.
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el isra dijo...

Buen relato, casi que me trasladó a Ushuaia..ciudad que conozco únicamente por alguna foto de promoción turística. Me gusta escribir pero hace mucho que no encuentro el tiempo ni las ganas suficientes para hacerlo. Si me decido a reactivar mi blog, dudo qu e este salve el mundo aunque capaz salve el mío quilosa.
Chifankai.blogspot.com

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