23 de marzo de 2018

Las guachas

A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta.
Sin embargo,
en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío.

Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.


De: Poesía Vertical XII - 21 roberto juarroz
            Muchos años antes, la compañía de su padre la había hecho sentir que todo estaba bien, que nada podía pasarle. Se le ató el nudo detrás de la lengua. El olor de su papá, su familiaridad, habían sido todo el cobijo y la seguridad del mundo, con todos los rincones y accidentes que Julia ahora conocía. Y después se convirtió en aquel señor tierno que no podía leer, y después en nada. Ahora ella se cobijaba sola. ¿Había yerba? Pensó que podía hacerse unos mates, leer un rato, y después se encargaría de responder al mail de la despedida. ¿Iría?             Pronto sería su cumpleaños número treinta y siete. Ya eran más los cumpleaños sin ver a sus amigas que los que festejaron juntas. Pero ¿por qué aquellos todavía parecían eternos, cuando los últimos se apilaban ahora uno sobre otro, indistinguibles? Un viento desprolijo recorrió el jardín, la Santa Rita se sacudió unas cuentas hojas fucsia de encima. Terminaba el calor, de nuevo el comienzo del fin del ciclo de trabajo de la naturaleza. Le gustaban los colores del otoño, le parecía que iban bien con su nombre, Julia. Amarillo, marrón, rojo. El pasto se cubría de hojas, la Ampelopsis se hacía la muerta por meses. Cada otoño ella entraba su mecedora al jardín de invierno, una habitación de vidrio al fondo del terreno. Era el único lugar y momento en que lograba leer los libros de su mamá, cuya biblioteca había heredado hacía años. Se había impuesto la misión de leerlos todos, hasta el que menos le interesara, lo hacía por ella. Estaba fallando y se castigaba por haberse impuesto una misión que no le implicaba ningún placer. Cerró los ojos y escuchó la vieja voz de su mamá llamándola a poner la mesa. También la recordaba, años más tarde, leyéndole a su padre en voz alta, los dos tirados en la cama, abrazados, él largo y flaco como un árbol. Perdía sus anteojos todo el tiempo, entonces ella accedía a hacer algunas cosas en su lugar.

           
Una tarde en que se iban para el cine, su padre se olvidó los anteojos, no vio al ciclista, intentó esquivar la moto, resbaló contra el cordón, el árbol, la altura. El Citroën blanco de la infancia voló por el cielo como una gaviota invencible. La única que se había enterado era Merry, al menos había sido la única en intentar comunicarse con Julia. Un mail que ella nunca abrió. Recién entonces, con la muerte de su propia familia, se dio cuenta de que nunca había entendido el dolor de Coca al perder a Lidia. Sintió la soledad de la carga, de los rincones que no se pueden compartir, esos que se habitan de a uno. La pregunta que la persiguió durante muchos años era si, a pesar de todo, ellos la habían conocido de verdad. O si la familia había sido una grieta desde el nacimiento, que con el tiempo se abría, nunca lo suficiente como para alertar a nadie, pero con la suficiente constancia como para dejar a cada uno habitando su propia isla desierta. La vida de sus padres era una película que Julia había visto por la mitad.
             Poner la pava en la hornalla le pareció un ritual del pasado. En Lisboa usaban la calentadora eléctrica, el gas era un mal cada vez más innecesario. A Julia le gustaba mirar las llamas, una fogata en miniatura. Buscó entre los estantes y encontró el viejo mate de su abuela, el que había traído de Uruguay. ¿Y su vida? Para sus padres habría sido como un cuento corto, lleno de elipsis.
            Pensaba, sobre todo, en las noches en que se quedaba a dormir en lo de Gonzalo a escondidas. Inventaba alguna mentira para su mamá, casi siempre vinculada con alguna de las amigas. Llevaba su mochila del colegio, sus libros, sus útiles, su pollera cuadrille y la camisa blanca. Bibiana, la mamá de Gonzalo, no llegaba de trabajar hasta las siete, y tenían la casa para ellos. Era podóloga. Tomaban la merienda, ¿qué tomaba ella? Todavía ni había probado el mate y no le gustaba la leche. Tomaba un vaso de agua y comían galletitas, siempre de chocolate. Ella se sacaba los zapatos y las medias que el colegio obligaba a llevar altas hasta la rodilla. Se desabrochaba la camisa e iban arrastrando los pies por el piso de madera hasta la habitación, sin limpiar la mesa ni apagar la tele. Pasaban por el living con la ventana abierta de par en par para ventilar, el portarretratos con una foto de ellos bailando el vals en una fiesta de 15. Era la preferida de Bibiana. El cuarto de Gonzalo los recibía con los colores brillantes de un poster de Palermo con la remera de Boca. Se escuchaba el ruido de los autos por la calle, estaban cerca de la avenida. También estaban cerca del colegio, y le gustaba pensar que alguno de esos autos fuera el de su padre o, mejor, el de los padres de algún compañero de colegio que lo había ido a buscar a la salida. Mientras ella, ahí, en ese limbo de sábanas de autitos y posters de Boca, con las mochilas arrinconadas en una esquina, el ventilador girando lento en el techo y, bien pegado a la Julia adolescente, en la cama de media plaza, el cuerpo de Gonzalo. Y entonces todo el resto, el juego infinito que todavía no se habían animado a concluir, y a las seis y media vestirse, sentarse frente a la tele del living, comer galletitas de chocolate de nuevo y esperar a que llegue Bibiana. Después la cena, hablar de los planes para el fin de semana, del partido, de los amigos del club, mucho repetir: por favor, gracias. En una de esas sonaba el teléfono y él atendía, la madre le hacía un gesto porque estaban en la mesa y el desaparecía por el pasillo, dejándolas en la cocina con el ruido de la tele de fondo, las noticias de un mundo que Julia todavía no llegaba a entender. Bibiana le preguntaba por las materias, por las notas y se quejaba de que Gonzalo se llevaba muchas a diciembre, sugería siempre que él debería aprender de su novia, así decía: su novia, que era Julia, que estaba ahí. Nunca la función de novia le volvió a parecer tan fresca como entonces, se sentía alguien, parte de algo en relación a los demás. Antes de ir a dormir, pasaba por el baño. Se cepillaba los dientes con el cepillo de Gonzalo, mientras atendía a los envases con etiquetas rosas que eran las cremas de Bibiana. Entraba a la pieza y cerraban la puerta. Se cambiaba la pollera por un short de Boca y buscaba abrazarse a él, que ponía el compact de Rodrigo en el equipo de música y se desnudaba debajo de las sábanas. Ese sentimiento, que a Julia le pareció que duraría por siempre, había sido solo un momento. Un recuerdo que ahora duraba lo que tardó en calentarse el agua para el mate.


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