A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta. Sin embargo, en el centro de la fiesta no hay nadie. En el centro de la fiesta está el vacío. Pero en el centro del vacío hay otra fiesta. De: Poesía Vertical XII - 21 roberto juarroz
Muchos años antes, la compañía de su padre la había hecho
sentir que todo estaba bien, que nada podía pasarle. Se le ató el nudo detrás
de la lengua. El olor de su papá, su familiaridad, habían sido todo el cobijo y
la seguridad del mundo, con todos los rincones y accidentes que Julia ahora
conocía. Y después se convirtió en aquel señor tierno que no podía leer, y después
en nada. Ahora ella se cobijaba sola. ¿Había yerba? Pensó que podía hacerse
unos mates, leer un rato, y después se encargaría de responder al mail de la
despedida. ¿Iría? Pronto sería su
cumpleaños número treinta y siete. Ya eran más los cumpleaños sin ver a sus
amigas que los que festejaron juntas. Pero ¿por qué aquellos todavía parecían
eternos, cuando los últimos se apilaban ahora uno sobre otro, indistinguibles?
Un viento desprolijo recorrió el jardín, la Santa Rita se sacudió unas cuentas
hojas fucsia de encima. Terminaba el calor, de nuevo el comienzo del fin del
ciclo de trabajo de la naturaleza. Le gustaban los colores del otoño, le
parecía que iban bien con su nombre, Julia.
Amarillo, marrón, rojo. El pasto se cubría de hojas, la Ampelopsis se hacía la
muerta por meses. Cada otoño ella entraba su mecedora al jardín de invierno,
una habitación de vidrio al fondo del terreno. Era el único lugar y momento en
que lograba leer los libros de su mamá, cuya biblioteca había heredado hacía
años. Se había impuesto la misión de leerlos todos, hasta el que menos le
interesara, lo hacía por ella. Estaba fallando y se castigaba por haberse
impuesto una misión que no le implicaba ningún placer. Cerró los ojos y escuchó
la vieja voz de su mamá llamándola a poner la mesa. También la recordaba, años
más tarde, leyéndole a su padre en voz alta, los dos tirados en la cama,
abrazados, él largo y flaco como un árbol. Perdía sus anteojos todo el tiempo,
entonces ella accedía a hacer algunas cosas en su lugar.
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Una tarde en que se iban para el cine, su padre se olvidó los anteojos, no vio al ciclista, intentó esquivar la moto, resbaló contra el cordón, el árbol, la altura. El Citroën blanco de la infancia voló por el cielo como una gaviota invencible. La única que se había enterado era Merry, al menos había sido la única en intentar comunicarse con Julia. Un mail que ella nunca abrió. Recién entonces, con la muerte de su propia familia, se dio cuenta de que nunca había entendido el dolor de Coca al perder a Lidia. Sintió la soledad de la carga, de los rincones que no se pueden compartir, esos que se habitan de a uno. La pregunta que la persiguió durante muchos años era si, a pesar de todo, ellos la habían conocido de verdad. O si la familia había sido una grieta desde el nacimiento, que con el tiempo se abría, nunca lo suficiente como para alertar a nadie, pero con la suficiente constancia como para dejar a cada uno habitando su propia isla desierta. La vida de sus padres era una película que Julia había visto por la mitad.
Poner la pava en
la hornalla le pareció un ritual del pasado. En Lisboa usaban la calentadora
eléctrica, el gas era un mal cada vez más innecesario. A Julia le gustaba mirar
las llamas, una fogata en miniatura. Buscó entre los estantes y encontró el
viejo mate de su abuela, el que había traído de Uruguay. ¿Y su vida? Para sus
padres habría sido como un cuento corto, lleno de elipsis.
Pensaba, sobre todo, en las noches en que se quedaba a dormir en lo de
Gonzalo a escondidas. Inventaba alguna mentira para su mamá, casi siempre
vinculada con alguna de las amigas. Llevaba su mochila del colegio, sus libros,
sus útiles, su pollera cuadrille y la camisa blanca. Bibiana, la mamá de
Gonzalo, no llegaba de trabajar hasta las siete, y tenían la casa para ellos. Era
podóloga. Tomaban la merienda, ¿qué
tomaba ella? Todavía ni había probado el mate y no le gustaba la
leche. Tomaba un vaso de agua y comían galletitas, siempre de chocolate. Ella
se sacaba los zapatos y las medias que el colegio obligaba a llevar altas hasta
la rodilla. Se desabrochaba la camisa e iban arrastrando los pies por el piso
de madera hasta la habitación, sin limpiar la mesa ni apagar la tele. Pasaban
por el living con la ventana abierta de par en par para ventilar, el portarretratos con una foto de ellos
bailando el vals en una fiesta de 15. Era la preferida de Bibiana. El cuarto de
Gonzalo los recibía con los colores brillantes de un poster de Palermo con la
remera de Boca. Se escuchaba el ruido de los autos por la calle, estaban cerca de la
avenida. También estaban cerca del colegio, y le gustaba pensar que alguno de
esos autos fuera el de su padre o, mejor, el de los padres de algún compañero
de colegio que lo había ido a buscar a la salida. Mientras ella, ahí, en ese
limbo de sábanas de autitos y posters de Boca, con las mochilas arrinconadas en
una esquina, el ventilador girando lento en el techo y, bien pegado a la Julia
adolescente, en la cama de media plaza, el cuerpo de Gonzalo. Y entonces
todo el resto, el juego infinito que todavía no se habían animado a concluir, y
a las seis y media vestirse, sentarse frente a la tele del living, comer
galletitas de chocolate de nuevo y esperar a que llegue Bibiana. Después la
cena, hablar de los planes para el fin de semana, del partido, de los amigos
del club, mucho repetir: por favor, gracias. En una de esas sonaba
el teléfono y él atendía, la madre le hacía un gesto porque estaban en la mesa
y el desaparecía por el pasillo, dejándolas en la cocina con el ruido de la
tele de fondo, las noticias de un mundo que Julia todavía no llegaba a entender.
Bibiana le preguntaba por las materias, por las notas y se quejaba de que
Gonzalo se llevaba muchas a diciembre, sugería siempre que él debería aprender
de su novia, así decía: su novia, que era Julia,
que estaba ahí. Nunca la función de novia le volvió a parecer tan fresca como
entonces, se sentía alguien, parte de algo en relación a los demás. Antes de ir a dormir, pasaba por el baño.
Se cepillaba los dientes con el cepillo de Gonzalo, mientras atendía a los
envases con etiquetas rosas que eran las cremas de Bibiana. Entraba a la pieza y cerraban la puerta. Se
cambiaba la pollera por un short de Boca y buscaba abrazarse a él, que ponía el
compact de Rodrigo en el equipo de música y se desnudaba debajo de las sábanas.
Ese sentimiento, que a Julia le pareció que duraría por siempre, había sido
solo un momento. Un recuerdo que ahora duraba lo que tardó en calentarse el
agua para el mate.
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