A
pesar de que la abuela Celia se había tomado el trabajo de destruir casi todas
las pruebas de la existencia de su ex marido, Lupe todavía le preguntaba por él.
¿Qué hacía? ¿Cómo era? ¿Fue de él que había heredado ese dedo de martillo? El
pasado está hecho de ficción y la abuela Celia lo sabía. Se tomó sus libertades
a la hora de responder, era su derecho como sobreviviente reescribir su propia
historia.
Un
día compró uno de los cuadros que tenían apilados en el fondo del almacén chino
de la esquina de su casa. Era el primer plano de un niño rubio con una lágrima
colgándole del ojo. Podría haber estado en cualquier lado. Cuando llegaron los
nietos al almuerzo del domingo, ella les contó que lo había rescatado del sótano,
era un viejo cuadro pintado por Guillermo. La reproducción de una foto que
había encontrado en la Conozca Más,
un chiquito de Chernóbil. Todos se le fueron encima, peleando por ser el
primero en posar sus ojos sobre el arte del abuelo.
Una
dijo que en su habitación no le quedaban paredes libres, los otros no tenían
espacio en el auto para transportarlo, otra se quedó dormida. Todos perdieron
interés, salvo Lupe que seguía insistiéndole a su papá para que hiciera un
lugar en el living de su casa. Miguel dijo ¡Nunca!
Parecía que ese pedido le molestaba más que cualquier otro, pero Lupe ya
sabía que a él le encantaba decir que no, sobre todo a ella. Ojalá fuera hija del tío Jorge, le respondía. Jorge vivía en Canadá y
nunca veía a sus hijos, que se habían quedado en Ushuaia. Era marinero, viajaba
en su velero censando esquimales y buscando material para justificar la teoría
de Poirier. Lupe ya le había hecho todas las preguntas mientras jugaban con el
globo terráqueo que la abuela tenía en su despacho. Jorge
le señalaba con el dedo: había que dibujar sobre la superficie de la tierra un triángulo
que ocupara una parte del Ártico, esa masa blanca al norte del planeta. Todo
eso pertenecía a Canadá. Pasaba lo mismo con la Antártida, dijo, ese enorme
triángulo de hielo debía pertenecer a Tierra del Fuego. Si hubiéramos nacido hace millones de años, vos y yo seríamos
antárticos, le decía con la mirada
fija en el globo. Quizás, hasta nos
hubiéramos bañado en el lago
Vostok. A Lupe se le helaban los pies de solo pensarlo. También le
habló de Emilio Palma, la primera persona en la historia conocida por haber nacido en la
Antártida, fueguino y argentino como ellos. Quizás todavía paseaba por las montañas de Ushuaia, pensando como
ella en la historia de su familia.
Sobre
su otro abuelo, Eusebio, Lupe había escuchado todavía menos. No sabía, por
ejemplo, que el ocho de marzo de mil nueve ochenta y tres, mientras ella nacía
en el hospital municipal de Ushuaia, él moría solo en una salita en el Impenetrable
chaqueño. Eusebio Zaratu había nacido lejos del frío, en San Juan de
Gaztelugatxe, País Vasco, hijo de una bruja y un molinero. Fueron cuatro
hermanos varones y, como todas las familias, se dividían a la izquierda y a la
derecha. Durante la Guerra Civil, Eusebio, Cesario y Manuel se alistaron con el
Ejército Rojo mientras que Ramón se unió a la Falange. Solo Eusebio sobrevivió,
perseguido, se coló en una embarcación rumbo al sur. Viajó ciento setenta días
a través del océano y ni una noche sintió el canto de las sirenas. No se detuvo
hasta llegar al Chaco. Un demonio le había contado todo a su madre en un sueño
y, no pudiendo soportar la tristeza, ella y su marido se colgaron del asta del
molino familiar.
Lupe
había heredado la mirada de un abuelo y las manos largas y flacas del otro. Fue
por esas manos y por su prematuro amor por los nocturnos de Chopin que
decidieron inscribirla en las clases de piano de la profesora Margot. Las
clases eran en El Obrero y, aunque quedara a nueve cuadras de su casa, su papá la
llevaba y la pasaba a buscar. En Ushuaia hace siempre frío y él andaba de
mangas cortas y un cigarrillo encendido entre los dedos. A ella le encantaba
caminar con él, aunque a veces iba lento a propósito para que llegaran tarde. No quiero que se me pongan a charlar en la
puerta, le decía a Marisol cuando le reclamaba puntualidad.
A
Lupe no le gustaba el momento de llegar o de irse; disfrutaba más cuando ya se
había acostumbrado al olor y a la disposición de las cosas, y sabía que todavía
quedaba tiempo de disfrutarlas. En la clase de música odiaba también que Margot
la besara. La había visto pintarse la boca y con el mismo bastón hacerse marcas
rojas en las mejillas que después dispersaba con la punta de los dedos. Sentía
que cada vez que sus mejillas se tocaban, algo de esa máscara tenebrosa se
quedaba en su piel.
En la
clase no aprendían los nocturnos. En los ejercicios grupales Lupe tenía la
libertad de esconder sus errores en el ruido de los demás. Mientras tocaba la
tecla equivocada con el dedo chiquito o dos veces la misma vuelta, la punta de
la lengua le colgaba al costado de la boca. Prestaba mediana atención a los
ejercicios de ritmos y compases. Se distraía con las manos de sus compañeros.
Los miraba marcando los dos tiempos, chocando el puño de una mano contra la
palma de la otra. Las manos, los dedos, se movían todos distintos. Había dedos
de mil tipos y algunas veces no coincidían con sus dueños: dedos cortos y
gordos en un flaco, dedos pegajosos en una chica con cara de limpia. A ella
siempre le decían que tenía lindas manos,
qué dedos más largos y flacos, y se lo creía porque tampoco había visto a
nadie con manos más lindas que las suyas. Algún día Chopin dejaría de ser un
misterio.
Hacia el final de la clase el
hechizo de la música se desvanecía y
el hecho de estar ahí, en una casa ajena cuando afuera se hacía de noche,
empezaba a parecer una molestia. Los alumnos se convertían en intrusos y
mientras guardaban los instrumentos rogaban por dentro no ser los últimos en
ser venidos a buscar. Diez minutos después de la hora, Margot retomaba su
rutina y la casa se convertía en un hogar ajeno. Otra señora aparecía como si
nada por un pasillo y se movía por los espacios como si también viviera en esa
casa.
A
Lupe no le había tocado nunca quedarse sola después de la clase. Esa tarde le
había sobrado casi la mitad del paquete de galletitas del colegio y lo
compartía con dos compañeras sentadas contra la pared.
— Mis
papás nos van a llevar a patinar sobre hielo. —Faltaba un mes para que se
congelara la bahía.
— ¿Podemos ir? — preguntó la que
nunca se animaba a ir a ningún lado sola. La otra miraba de costado porque el
plan no le interesaba, el hielo siempre le había dado malos augurios. Lupe
asintió con la cabeza aunque no quería que fueran. Actuaba como si entendiera
lo que pasaba a su alrededor.
Un
grupo grande de gente pasó por la ventana. Una chica llevaba un megáfono. La
mitad de los habitantes de Ushuaia no cuenta con vivienda propia. A pesar de
que el artículo 23 de la Constitución de Tierra del Fuego, Antártida e Islas
del Atlántico Sur, cede derechos sin ningún tipo ambigüedad: “Todo habitante
tiene derecho a acceder a una vivienda digna que satisfaga sus necesidades
mínimas y de su núcleo familiar.” el Estado Provincial procurará… A medida que la muchedumbre se alejaba, la voz fue
perdiendo poder. A veces practicaban eso mismo en la clase de música y Lupe lo
entendía bien.
Primero
vinieron a buscar a la que se invitó sola. Tres galletitas después buscaron a
la otra. Lupe tiró el paquete vacío en el tacho de basura y volvió a sentarse
contra la pared. Los tres hermanos Ochoa salían con las mochilas al hombro,
quedaban solo Manuel y ella.
Manuel
estaba sentado en la esquina con las piernas cruzadas, las dos manos ocupadas
en su Gameboy. Supo que estaba jugando al Tetris por la música que ya conocía
de memoria.
—El
otro día hice cincuenta filas. —Manuel no levantó la vista. Ella pensó en cómo
sería estar ahí con Emilio Palma, el único ser humano nacido en la Antártida, y
no con el aburrido de Manuel. Seguramente tendría ojos helados, y la piel
blanca y suave como la de un siberiano, esa piel que se usaba para mantener
calientes a los niños. Voz de lobo. Sabría muchísimo acerca de la nieve. Y ni
un poco de miedo al hielo, eso estaba claro.
Lupe
sacó su cuaderno pentagramado y empezó a dibujar. Le gustaba hacer la nota do,
que era como un plato volador aunque no le sonara a nada. La dibujaba sobre
cada línea y flotando por debajo y por encima del pentagrama. Las blancas le
gustaban más que las negras. Después escribió idiota entre el cuarto y el quinto renglón. Alguien se acercaba
caminando por el pasillo, cerró el cuaderno y lo guardó. Decidió hacerse la
dormida, quizás lograba dormirse en serio.
El timbre
cortó su concentración. Abrió los ojos de golpe, pensó que así podía escuchar
mejor quién era. Todo seguía igual: Manuel haciendo su vida en la esquina de la
habitación, las manos de Lupe apoyadas en su regazo. Las mujeres no aparecieron
y el silencio le hizo dudar si realmente había sonado el timbre.
Volvió
a sonar. Un rayo de luz atravesó la ventana y la habitación. Lupe acercó su
cara al vidrio frío mientras los pasos volvieron a atravesar el pasillo. Esperó
el sonido tímido de la voz de su papá. El brillo del sol no le permitía
distinguir a la persona de pie en la vereda. Era un cuerpo alto cubierto con
una capa negra que llegaba casi hasta el piso. Tenía hombros anchos pero no
tenía rostro. Las manos largas y flacas.
El abuelo, pensó Lupe. Vino el abuelo. Metió la cabeza adentro
de la mochila. Las líneas del cuaderno pentagramado se veían enormes tan cerca
de sus ojos y las notas le bailaban de arriba a abajo. Su propio aliento
chocaba contra la cartuchera y lo volvía a respirar. En su boca se dibujó una
sonrisa nerviosa.
Pensaba
en todo a la vez: el abuelo pintor, ese cuadro hermoso que nadie sabía apreciar
como ella, el calor del denso bosque chaqueño, los dedos largos sobre las
teclas del piano, la parrilla al fondo del jardín donde vivían y morían los
conejos que le regalaba la abuela Aurelia. Chopin sonando en un piano furioso.
La
voz gravísima del hombre retumbó por las paredes del pasillo. ¡No quiero escuchar más a estos perros
tocar! Y después un forcejeo, el quejido de la bisagra de la puerta en
tensión.
— ¡Váyase
o llamo a la policía!
— ¡Perros!
¡Perros!
Manuel
tenía cara de asustado, la música del Tetris seguía sonando. Lupe volvió a
mirar por la ventana: el hombre de espaldas y en silencio. Giró sobre su eje y
el sol contra la nieve le iluminó la cara, la nariz enorme. Estiró los brazos
al costado del cuerpo como un cóndor y, mirando a través del vidrio y adentro
de los ojos de Lupe, el gigante pegó un alarido que la hizo saltar y caer al
suelo de panza.
2 comentarios:
Muy bien logrado.
pedaleoeterno.bogspot.com.ar
Buen relato, casi que me trasladó a Ushuaia..ciudad que conozco únicamente por alguna foto de promoción turística. Me gusta escribir pero hace mucho que no encuentro el tiempo ni las ganas suficientes para hacerlo. Si me decido a reactivar mi blog, dudo qu e este salve el mundo aunque capaz salve el mío quilosa.
Chifankai.blogspot.com
Lo hago?
Publicar un comentario