11 de noviembre de 2018

Lo que pasó antes sigue pasando para siempre


            Hace tiempo que quiero escribirte aunque no sé tu dirección. Estoy seguro de que te sorprendería que te escribiera tan tarde. Para una tardanza de años debería existir un término más preciso, ni siquiera contable, que implicara también la idea de un caso perdido.
            Empecé a escribir hace algunos años, me levantaba a la mañana con ganas de hablar con alguien las cosas que no quería hablar con nadie. Al principio eran listas, frases sueltas o ideas, después fue un diario que me obligó a repasar mi vida. Volví al día de mi nacimiento y poco a poco fui construyendo mi relato. También tomaba nota de los sueños que tenía cuando dormía y de sus posibles interpretaciones.
            A esa rutina le sumé la de escribir antes de dormir los sueños que me gustaría tener esa noche. Los sueños me llevaban por los caminos de mis ideas, las redes de mis pensamientos, removiendo capas y capas de telarañas. Por momentos había claridad y así pude perdonarme muchas cosas.
            Entonces empecé con las cartas, porque las cartas eran la manera de hacer que los demás me perdonaran lo que yo todavía no podía. Escribí un par de cartas que no me cambiaron nada. Y después llegué a vos, que habías sido sin saber el germen de todo.
            Me acuerdo del día en que me contaste lo de Sagastti (perdóname que saque el tema así nomás, no quiero dar más vueltas sobre el asunto). Es un recuerdo recurrente. Estábamos en el patio de comidas del shopping del Abasto y nos desafiamos a contarnos algo que nunca le hubiéramos contado a nadie. Vos primero me contaste lo de tu primo, yo fui un estúpido en decirte que era normal que los chicos de esa edad experimentaran con esas cosas, que no te asustaras. Te conté lo de Mariana en el sótano de tu casa. No vale, lo sabe también Mariana, me dijiste. Vos siempre fuiste más rápida que yo. Y entonces, en ese contexto terrible, me contaste lo de Sagastti.
            Siento que ahora mismo tengo que aclarar con vos las cosas que me quedaron en el tintero. Tinta seca, me dirás con un poco de razón. No dejes que esta distancia de años te haga olvidar quién soy. Lo que pasó antes sigue pasando para siempre. No tengo vergüenza de admitir que sigo pensando en las cosas que hablamos cuando éramos chicos. Sí tengo vergüenza.
            Vamos a tomar un helado, fue lo único que pude responderte y vos te subiste al tren de la evasión. Era tan difícil de diregir lo que me habías contado que hubiera hecho cualquier cosa por olvidármelo. Me agarró enojo con vos, sentía que me estabas estropeando la vida para nada, ¿qué podía hacer yo con esa información? Era tan solo un estúpido.
            A la semana siguiente era tu cumpleaños, yo llegué hasta la puerta de tu casa pero no pude entrar. Llamé más tarde y hablé directamente con tu mamá, fingí la tos en el teléfono, le dije que no hacía falta que hablara con vos, para qué distraerte del festejo. Me aseguré de llegar tarde a las clases de repaso de diciembre para que te tuvieras que sentar con otra persona, por suerte siempre estaba Mora, que me competía por tu amistad. Me anoté para rendir todas las materias y no tener ni un segundo libre por un par de meses.
Cuando me llamaste para que habláramos pensé en responderte que me había ido a vivir a China, a trabajar en una fábrica, para que nunca más me volvieras a contactar. Me odié a mí mismo por haber atendido el teléfono mientras te escuchaba llorar al otro lado. Al final me junté a tomar un café con vos en un lapsus de debilidad. Fue horrible, te sentaste con esa carga de expectativa en la mirada que me ponía tan nervioso. Nunca olvidé el peso de tus ojos sobre mí. Yo no sabía cómo ayudarte. Me dijiste que te ibas a Francia, que era la única manera de que tu mamá te dejara irte, ya habías elegido el curso en la universidad y todo. Te ibas a estudiar Arquitectura.
—Me gusta imaginar edificios —dijiste y me mostraste el que habías dibujado en la servilleta mientras me esperabas. Yo ya lo sabía, si te la pasabas dibujando edificios y ciudades en las clases del colegio.
 Me pediste que te acompañara y yo me reí. Es verdad que habíamos hablado de irnos muchas veces. Y yo era siempre el más entusiasmado. Empecé con esa historia de los europeos secuestradores de yámanas y otras tonterías que no tenían nada que ver con lo que vos me estabas queriendo contar. Yo ya me había anotado en Ingeniería, y no quería ser un indio secuestrado en Londres. No quería que me hablaras nunca más de lo que había pasado. Te enumeré todas las razones: la plata, los papeles, el miedo al avión. Y mi abuelo, ¿cómo saber cuántos años más iba a vivir? Yo invité los cafés, te di un beso en la mejilla y encaré para la salida. Quedaban pocos días de clase, nos cruzamos pero yo me hacía el ocupado. Y unos días más tarde  creo que vos te fuiste a Lyon.
No sé si fue mucho o poco tiempo después de eso que me crucé con Sagastti por la calle. Yo iba con los auriculares, escuchando lo mismo de siempre, creo que camino a lo de Nadia, y lo vi. Estábamos en la esquina de Rivadavia y Bulnes. Tenía el piloto negro y ese maletín donde guardaba los exámenes. Esa tarde llovía. Me enfermé de rabia, con él y conmigo mismo. Miré la hora: eran las cinco.
En ese momento se enfermó también mi abuelo. Sentí enojo y tristeza, dos sensaciones tan fuertes y diferentes como dos ríos. Si bien yo nunca había querido volver a estar solo con él, me propuse cuidarlo. Nadie más lo iba a hacer.
— ¿Qué esperabas del invierno? —me dijo él cuando le dije que hacía frio en su habitación del hospital—, es tan solo el invierno y hace frío.
Yo esperaba que el invierno se acabara, que llegara el momento de la primavera, de algo que me trajera felicidad. Pero todavía faltaba tiempo, y tendría que soportar muchas más tardes de verlo armar su pipa en silencio mientras yo le acomodaba las cosas como si no estuviera viendo morir a la persona que yo más odiaba en este mundo. Y muchas más tardes de escucharlo respirar como un zombie en la camilla mientras dormía la siesta, que se fue volviendo cada vez más larga. La vida se le estiraba como una goma a punto de quebrarse. Y yo seguía ahí.

Volví a Rivadavia y Bulnes a las cinco de la tarde. Encontré lo que buscaba, jamás me imaginé que sería así de fácil. Sagastti, alto, enorme, con su tapado y el maletín. Compró cigarrillos, encendió uno con el encendedor del kiosco y dobló en la esquina. Yo lo seguí. Caminamos por Bulnes a pocos metros uno del otro. Me puse la capucha de la campera por si las dudas, la verdad es que hacía tanto calor que llamaba más la atención andar con el abrigo puesto. Él frenó un taxi en la esquina de Corrientes y se subió. Yo me volví al hospital.
Me agarró mucho miedo a la muerte. El abuelo no hablaba, estaba postrado y de mal humor. Creo que se hacía el dormido para no mirarme a los ojos. Y yo me sentía mal.
Fui a la esquina a las cinco dos días después. Lo seguí por Bulnes, esta vez estaba preparado. Cuando él se subió a un taxi, yo me subí a otro. Le pedí que siguiera al taxi de adelante, me sentí un ridículo. Mis ojos estaban imantados al baúl del auto que lo llevaba. Le pedí a mi conductor que me dejara en la esquina, no demasiado cerca. Sagastti entró en una ortopedia. Estuvo adentro media hora. Yo me comía las uñas, cosa que no hacía desde cuarto año. Empecé a pensar que lo había imaginado, que Sagastti no estaba ahí, y que mi locura había ido demasiado lejos. Pero entonces salió. Ya no llevaba el sobretodo y eso me pareció sospechoso. Caminaba rápido, me costaba un poco más seguirlo entre tanta gente. Cruzamos un paso a nivel y pensé en empujarlo, hubiese sido tan fácil. Pero nunca fui un buen corredor y me hubieran agarrado. Seguimos un par de cuadras más, hasta que el entró en un Mc Donald´s, pidió un combo grande y se sentó a comer. En el asiento frente a él, su maletín.
 Al lado de su cama del hospital, el abuelo guardaba una caja con las pocas cosas que había querido llevarse con él. Una serie de fotos que yo nunca había visto y el tabaco de su pipa, cortesía de Quique, el almacenero, que lo conocía hacía demasiado como para cobrarle algo.
Una tardé me habló y me pidió que lo ayudara a sentarse en la cama y que le alcanzara la caja. Dijo que quería mostrarme las fotos, y su voz me pareció muy extraña, hacía mucho tiempo que no la escuchaba tan clara. Sentí en ese momento que hubiese preferido que siguiéramos sin hablar. Yo le sostenía la pipa mientras él, con sus manos llenas de manchas y cables, esas manos que todavía me ponían la piel de gallina, abría su caja de tesoros. Repartió las fotos en dos montones, eran fotos de un viaje a Europa. Mi abuelo frente al parque del Buen Retiro, mi abuelo junto a la tumba de Sean Lemac en el cementerio Pere Lachaise, mi abuelo tomando un vaso de vino tinto en un café, todas las sillas mirando hacia la calle. Las fotos eran todas de él, no había nadie más ni con él, ni cerca, ni lejos. Nadie, solo él, igual que en el hospital.
Dijo que habían ido con Edit. Ella se había teñido el pelo de negro antes de ir. Fue la única vez en su vida que estuvo enamorado, sabía que ella un día lo iba a dejar, entonces sufría. Recorrieron Europa y en cada esquina paraban a sacar dos fotos: en una aparecían juntos y en la otra aparecía él solo. Ella se burlaba. Cuando lo dejó, el abuelo quemó las fotos con ella, no quería tener que recordarla para siempre. Se me revolvió el estómago mientras me hablaba. Pensé que quizás me desmayaría.
Ojalá pudiera quemar los recuerdos de Sagastti y los de mi abuelo. Yo en ese momento no quería pensar en vos, hacía tiempo ya que te habías ido, pero mi cabeza estaba fuera de control. Nunca te enojaste conmigo, ni siquiera frente a mi más feroz ausencia, nunca me reclamaste. ¿Cómo podía recuperarte?
Salí de la habitación y en el teléfono público marqué el número de mi hermana. Puse todas las monedas que tenía.
—Bárbara, el abuelo se va a morir —dije ni bien me atendió.
—No sé qué hacés ahí —dijo ella y cortó.
No volví a intentar llamarla, ni a ningún otro miembro de mi familia. Me tomé un café y salí a la calle.
A las cinco estaba en la esquina. Y él también. De nuevo la caminata, el taxi, la ortopedia, el puente. El deseo de tirarlo. Me molestaba que ese deseo fuera controlable. Mis sentimientos siempre fueron tibios. Lo vi comer el combo de Mc Donald´s, la mirada clavada en el maletín. Se limpió la boca, pasó por el baño y volvió a la calle.
Terminamos frente a una escuela primaria. Me temblaban las piernas de verlo entre todos aquellos chicos. Era enorme. Era capaz de cualquier cosa. Algunos se daban cuenta, desde las rodillas de sus mamás no le quitaban los ojos de encima. Una nena de piel blanca como la leche salió de la escuela. Tenía el pelo sedoso atado en dos colitas con moño. Corrió hasta Sagastti con los brazos extendidos. Él se agacho, recibió su abrazo y la alzó en el aire. Ella sonreía y le repartía besos en las manos y en la cara. Él agarró su mochila y empezó a caminar con la nena en brazos, ella descansó la cabeza sobre su hombro y se fue quedando dormida.
Mi abuelo murió un mes después. Yo estaba todo el día pensando en vos. ¿Cómo hubiese sido si me hubiese ido con vos a Lyon? Volví a la esquina de Bulnes varias veces, pero nunca volví a ver a Sagastti. La última vez decidí hacer todo el recorrido. La caminata, el taxi, la ortopedia. El puente me costó. Mientras cruzaba, me invadió el deseo de tirarlo pero él no estaba. Me tendría que haber tirado a mí mismo. Había empezado el verano, ya no había clases y yo había perdido otra oportunidad.
Ojalá pudiera al menos hablarte, convencerte de que hicieras una denuncia con alguien serio. Yo no había sido el indicado. Si tuviera la dirección de alguno de tus edificios imaginarios, ¿cómo voy a encontrarte, si no los puedo imaginar?


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