19 de diciembre de 2018

Bruna, sociales

La mañana en que Mario salía de la cárcel, uno de los policías que peor lo había tratado en esos seis años de encierro estaba de turno. Fue él quien buscó las pertenencias del preso en el sótano de la comisaría, quién dio la orden de liberación, y quien, finalmente, firmó el acta. El comisario López lo odiaba, como odiaba a todos los presos que estaban condenados por casos de pedofilia. Ocho años antes, tras la denuncia de un vecino, habían encontrado metros de cintas de pornografía infantil casera, todas filmadas en el monoambiente que Mario compartía con su novia en la ciudad. En muchos de los videos se veía a menores de edad inhalando cocaína. Uno solo se inyectaba heroína en el antebrazo. Una mano peluda y grande lo ayudaba desde detrás de cámara. El director nunca mostraba su rostro, pero una cicatriz blanca y larga que atravesaba su mano como un rayo lo volvía reconocible. Mario y su novia fueron juzgados, también, como consumidores y traficantes de estupefacientes, aunque solo se habían encontrado tres plantines de marihuana en el balcón de su departamento.
            El comisario López se cortó la uñas, leyó el diario del domingo de principio a fin, se tomó un café en la cafetería de la esquina, y revisó algunos viejos expedientes que tenía que ordenar. A última hora bajó al sótano a buscar las pertenencias de Mario. Unas llaves y una billetera. La abrió, le sacó toda la plata, una tarjeta de débito hecha pedazos, y la licencia de conducir. Firmó los papeles y le pidió a un cabo que lo soltara. Él no quería tener que ver a ese hombre salir en libertad.
            —Me voy a cortar la mano —le dijo Mario al cabo cuando se despidió. Estaba tan flaco que los pómulos no se elevaban cuando sonreía.
            Una vez afuera, se encontró con que para el mundo él había dejado de existir. Era un fantasma, todo era posible. Recolectó el dinero que tenía repartido y se puso en marcha. Su destino era un pueblo a cuatrocientos kilómetros de la ciudad. Nunca había estado ahí, pero los relatos de sus compañeros de celda fueron suficiente como para convertirlo en un destino tentador.
            Desde el primer día, Mario había sabido que la única manera de sobrevivir en la cárcel sería unirse a los hermanitos, como llamaban los demás presos a los convictos evangelistas. Eran tantos que habían logrado muchos privilegios dentro del penal, pertenecer implicaba también cierta protección por parte de los demás hermanos, y sobre todo, protección contra ellos. Los hermanitos eran los únicos capaces de aceptar a un pedófilo. Sin ellos, su suerte en la cárcel habría sido terrible. Mario tocaba la guitarra, por lo que su llegada fue muy bienvenida. Aprendió las canciones, participó en las misas y en los bautismos, cumplió con todas las reglas que se le impusieron y, sobre todo, prestó atención.
            Aprendió que en el pueblo había un gran colegio evangelista, que los hermanos siempre protegen a los miembros de su iglesia sin hacer preguntas. Aprendió a predicar y a orar como un pastor, y ese fue su papel de ahí en adelante. Llegó al nuevo pueblo en colectivo. Llevaba solo un bolso con un montón de cintas grabadas a escondidas en la sala conyugal de la cárcel.

            El reloj despertador sonó a las seis cuarenta y cinco como todas las mañanas de los días de escuela. Bruna lo dejó sonar, sabía que su mamá vendría a despertarla por si las dudas. Cuando estaba por volver a quedarse dormida, cruzó su mente una imagen de la noche anterior. Se sentó en la cama, no quería tener que ver a su mamá. Se sacó el piyama, se hizo una trenza y se puso el uniforme más rápido que nunca. Una pollera tableada, camisa blanca manga larga, corbatín y mocasines negros.
            Se miró en el espejo mientras se cepillaba los dientes. Ojalá nunca hubiera bajado las escaleras. Tenía sed, por eso bajó después de cenar, después de haberle dado las buenas noches a sus papás, y de haber cerrado la puerta y apagado el televisor. Cuando entró en la cocina se dio cuenta de que había alguien, se escuchaba una respiración agitada. Eran dos. Dejó la luz sin encender, había alguien adentro del lavadero. Caminó hacia la puerta escondiéndose. Se sorprendió cuando vio al vecino, Tomás, sin remera, iluminado por la luz del farol de la calle que entraba por la ventana. Lo conocía más por el colegio que por el barrio, él iba dos años más arriba. Tenía la panza abultada, su piel parecía hecha de terciopelo, los brazos anchos y esponjosos. Se desabrochaba el botón del pantalón con la lengua afuera y los hombros encorvados, un gesto tan animal que cuando levantó la cabeza y se tiró el pelo hacia atrás, a Bruna le pareció el rey de la selva aunque todavía tuviera granos y los dientes torcidos. Dio un paso adelante lleno de energía, y se lanzó sobre su mamá, que lo esperaba con el camisón rojo y las piernas abiertas de par en par, sentada sobre el lavarropas.
            Bruna corrió escaleras arriba, por suerte tenía las medias y sabía que podía volar por la casa sin hacer un ruido. Su papá estaba dormido en la cama grande con el televisor encendido y el control remoto en la mano. Se encerró en la habitación y arrastró la gran cajonera contra la puerta para bloquearla. Se sentó en el suelo con ambas manos sobre los muslos. Apretó las piernas, empezó a enredar su camisón alrededor de su dedo índice hasta llegar a la bombacha. Se acarició, sintió que el estómago se le daba vuelta, sintió ganas de hacer pis. Cerró los ojos y le volvió la imagen de la panza de Tomás, las manos abiertas corriendo hacia la seda.
            Se volvió a mirar en el espejo, estaba tan dormida que la sorprendió verse con el uniforme puesto. Ya pasó. Corrió escaleras abajo, agarró su mochila que colgaba del perchero, y salió de la casa sin decir nada. Subió al colectivo, y mientras avanzaban calle arriba vio que la luz de la cocina estaba encendida, y la figura de los cuerpos de sus papás se recortaba sobre el fondo. Pronto su mamá subiría a su habitación para asegurarse de que se hubiera levantado. Nunca la dejaban faltar al colegio.
            Llegó temprano, así que se quedó sentada en la esquina esperando a que llegara alguna de sus compañeras. El director apareció cinco minutos después y arruinó su plan, insistiéndole para que entrara, no había que pasar tanto tiempo en la calle siendo una niña. ¿Dónde estaba su mamá? Imagen del camisón rojo. Las chicas ni siquiera deberían andar por la calle solas ¡Y encima en pollera!
            —Pero es el uniforme del colegio.
            Formaron fila como siempre, de menor a mayor, y a ella le tocó en el medio. Desde su lugar se llegaba a ver la cabeza del director cuando saludaba a la mañana y la bandera izándose desde la base del mástil. Los calzoncillos que se asomaban por sobre el pantalón de Tomás eran amarillos como el centro de la bandera. Lo buscó con la mirada entre las filas de alumnos pero no lo encontró.
            El director saludó y todos respondieron al unísono como les habían enseñado.
            —El pastor es conocedor de la verdad y su deber es rescatar almas que están perdidas en el pecado —hizo una pausa para mirar a su alrededor —y sujetas por el diablo a través de la música secular, las telenovelas, llenas de pornografía, fornicación y violencia; hacer entender que el homosexual es transformado por el pecado y no por nacimiento y que el drogadicto necesita a quien le ama: Jesucristo. Un Pastor es un mensajero de Dios. Hoy les presento con alegría al nuevo miembro de nuestro colegio, El Pastor Felici.
            Con un gesto de su mano le dio la bienvenida. El nuevo Pastor caminó por el pasillo como una quinceañera, llegó al mástil y saludó al director. Paseó la mirada entre los alumnos, saludando con una mano abierta en alto. Sus ojos se cruzaron con los de Bruna, un hilo de hielo los unió. Ella apretó las cintas de su mochila.
            —Séptimo grado se va con el Pastor Felici. Los demás como siempre.
            Cada vez que llegaba un nuevo pastor al colegio, pasaba lo mismo. Los alumnos y alumnas se sentaban en los bancos a conversar, todavía comiendo sanguches de la cantina, tomando latas de Coca cola, o limpiándose las lagañas de los ojos. Sin saberlo, medían la paciencia de la nueva figura de autoridad.
            Bruna se sentaba contra la pared en la primera fila. Estaba terminando de leer un libro que debía devolver esa tarde a la biblioteca del colegio. Volvía a empezar una y otra vez el mismo renglón, las palabras le parecían escritas en otro idioma. La imagen de Tomás y su mamá se dibujaba entre las letras.
            El pastor Felici estaba apoyado sobre su banco, los brazos cruzados en el pecho. Dio unos pasos y se detuvo en la ventana. Parecía vencido, buscando afuera un lugar de tranquilidad. Pero entonces enderezó los hombros y soltó los brazos, y empezó a caminar entre los bancos. Tenía la cabeza llena de pelo negro, los ojos negros, y dos cejas enormes que parecían hechas con corcho quemado. Los alumnos fueron recuperando la postura a medida que él avanzaba a través del aula. Hubo silencio.
            —Mi nombre es pastor Federico Felici. Llegué a la tierra con un don: la certeza de que el señor camina junto a mí.
            El pastor siguió hablando durante las dos horas que duró la clase. Nadie lo interrumpió. En la esquina, Bruna intentaba controlar sus pensamientos, pero revisaba el recuerdo de la piel de Tomás, ¿dónde tenía los granos? Dos en la frente, uno en la mejilla. Se lo imaginaba haciendo cosas que no lo había visto hacer, como tocándole las piernas, desde la rodilla hasta el ombligo.
            Contar los números primos, ¿cuáles eran los primos? Los primos, Rodrigo, Oscar, Ernesto, Francisco, Alejandro. Su papá acostado durmiendo con la mano adentro del calzoncillo. La luz azul de la tele iluminando su cuerpo. Y Tomás. Números pares, esos sí. Dos cuatro seis ocho doce diez. El pastor sigue hablando, nos va a hacer decirle nuestros nombres, qué rama cursamos. Bruna, sociales. Bruna, enredada con Tomas sobre la alfombra. Es verdad que mamá llora todos los días, la escucho en la habitación antes de que llegue papá. ¿Cómo había provocado a Tomás? Doce catorce dieciséis Mamá bailando con su camisón rojo. Yo con mi cara, Tomás sacándose la remera en el lavadero.
            El pastor avanzó por su fila y al pasar por su banco le acarició un mechón de pelo. Sucedió tan rápido que Bruna se puso colorada y empezó a preguntarse si había pasado de verdad. Miró a su alrededor pero sus compañeros estaban en sus cosas, nadie lo había visto.
            Cuando sonó el timbre y todos salieron al patio, él la llamó a un lado.
            — ¿Bruna es tu nombre?
            —Bruna María.
            — ¿Sabés qué Bruna María?
            —Me hacés cosquillas.
            —Yo escucho los pensamientos. Escucho todo lo que pensás.
            — ¡Yo no hice nada! —le gritó y salió corriendo por el patio
            Cuando se reunió con sus compañeros, todos hablaban de él. Una dijo que había escuchado que vivía con su mujer en el barrio obrero, otro que su mamá lo había visto en el supermercado con dos hijos, uno era deforme y estaba en silla de ruedas. Bruna pensó que era la única que lo conocía de verdad, porque ella sola le había hablado de uno a uno, y él podía leer sus pensamientos.
            Esa tarde en su casa, se encontró con sus papás tomando mates en la cocina. Puso dos rodajas de pan en la tostadora y encendió la hornalla para calentar agua.
            —No te escuché salir hoy —le dijo su mamá con buen humor.
            Bruna mordió un pedazo de pan para no responder, y ellos se distrajeron conversando de algo que pasaban en el noticiero.
            A la noche no volvió a bajar. Había llenado su botella de agua y la había dejado en la mesita de luz. Se acostó en su cama pero no podía dormir. Intentó apoyarse de un lado y del otro. ¿De dónde venía Felici? La pregunta no la dejaba en paz. Se acarició el ombligo y escondió su mano entre las piernas. Entonces empezó a acariciarse pensando en los dedos del pastor sacudiéndose en sus axilas, hasta terminar diciendo su apellido en voz muy baja.
            Mientras desayunaba, decidió que iba a tener más cuidado con sus pensamientos. No había podido dormir en toda la noche repasando el momento del dedo tocando su pelo. La idea de que él pudiera revisar sus pensamientos como fotografías de un álbum era terrible. ¿Cómo podía esconderse? Recitar canciones, los nombres de sus amigas, los números primos esta vez. La imagen de Tomás se empezaba a volver difusa y se preguntaba si lo había visto en realidad. Pensaba en el pastor sin camisa, ¿cómo sería su pecho desnudo, los pelos enrulados cubriéndolo todo? ¿Quién era el chico deforme de la silla de ruedas?
            Durante la clase, la ola volvió con toda la fuerza de un maremoto. Sentía los brazos grandes del pastor alrededor de su cintura, pensaba en dónde podía conseguir un camisón con un color parecido al de su mamá. Nunca nadie tiene ropa interior roja si no está buscando sexo. El pastor paseaba de nuevo por el aula mientras hablaba, era un discurso monótono en el que participaba solo él. Se puso de pie frente al banco de Bruna y ella clavó la vista en el botón del pantalón. Bajó la mirada y lo recorrió desde las caderas a los pies. Le hubiese gustado poder agacharse y verlo por todos lados de cerca. Ojalá pudiera ver a través de su ropa. Él dio un paso adelante, casi apoyándose en el banco. Ella lo miró a los ojos y se encontró con su mirada. Tres cinco siete nueve. Los pares eran más fáciles. Estiró su brazo hasta el borde del banco, los dedos le quedaron colgando, los sacudió sin quitarle los ojos de encima. Era casi como si lo tocara.
            En el recreo decidió que se confesaría. No aguantaba más el peso de sus pensamientos. Necesitaba recobrar la paz. Se acercó a la puerta del aula, a través del vidrio podía ver al pastor sentado en su silla, con los codos apoyados sobre el escritorio, leyendo una revista de futbol. Estaba en otro mundo. Bruna pensó en golpear a la puerta pero su cuerpo no respondía. Cuando el pastor pasó la página de la revista, la gran cicatriz en su mano brilló como un filo con la luz del sol. Tosió y se tapó la boca con la mano. Escupió una bola de moco verde sobre su palma y la limpió contra uno de los bancos de los alumnos. Bruna salió corriendo.
            Sonó el último timbre, y ella no fue directo a su casa. No quería encontrarse a sus papás tomando mates y no quería volver a encerrarse con sus pensamientos. Esperó en el kiosco tomando una Coca hasta que salieran todos los alumnos. Vio pasar a Tomás con su hermana, la abrazaba por los hombros y se reía, Bruna no llegó a verle los ojos. Después salió el director, algunos profesores, y finalmente, el pastor Felici.

            Dejó pasar un minuto antes de salir del kiosco, lo seguiría bien de lejos, y si la veía, le podía decir que iba a otro lado. Apretaba la botella de Coca en la mano mientras le mordía el pico. Tomó un poco más. Doblaron en la esquina y caminaron hasta Pelliza. Siete cuadras después, Felici entró a un dúplex de ladrillos a la vista. Bruna esperó un rato donde estaba. Bebió los últimos tragos de su Coca hasta que el vacío hizo ruido. Entonces tiró la botella en la calle y se acercó a golpear la puerta, dispuesta a sacar todos esos pensamientos de su cabeza.                     

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