10 de febrero de 2019

El reloj patriarcal


            Orense era un viejo pueblo de pescadores donde fuera de temporada vivía una docena de familias. Les habían asegurado que en esas últimas semanas de noviembre ellos serían los únicos turistas. Fue Ofelia la que reconoció la casa de la foto frente al mar. En el balcón había un nene flaco colgando de la baranda, la remera levantada dejaba su panza a la vista. Junto a la puerta de entrada había un hombre con bigotes y gorra. Cuando Ofelia bajó del auto, vio que le faltaba una mano. Esperó a que Manuel abriera el baúl para sacar los bolsos. Sebastián la tomó por los hombros con cariño. Sopló un viento fuerte que hizo volar la arena. El nene que colgaba empezó a reír, su risa hacía eco en las casas vacías.
            — ¿Qué hora es?
             El viento sacudía el pelo largo de Ofelia. Giró la cabeza hacia el mar. Sebastián agitó la muñeca y se acercó el reloj a la cara. Su ojo con estrabismo perdió el rumbo.
            —Las seis. Clavamos siete horas justo.
            Dos mosquitos se le posaron en el antebrazo y Sebastián se golpeó pero no pudo matarlos.
            —Qué terrible la humedad. —Ella se sacudió un zumbido de la oreja. —Qué suerte que trajiste el reloj de tu papá al viaje.
            —Es mío, ¿qué te pasa?
            —Es un reloj patriarcal.
            La risa del nene llegó hasta el mar. Ofelia se colgó el bolso y trepó el pequeño médano hasta la casa. El hombre de gorra la esperaba con su única mano extendida. Ella le devolvió el gesto.
            —A que estaba muy cargada la ruta hoy. Buenas tardes, soy el señor Majo. —Tenía una voz gruesa que la sorprendió.
            —Llegamos diez puntos. —No pensaba en lo que decía.
            Adentro de la casa todavía estaban las luces apagadas. Los chicos no subían, ¿por qué se demoraban tanto? Lo primero era ver la casa y deshacerse del señor Majo.
            Mi casa es la verde de acá al lado fue una de las tantas indicaciones que Ofelia escuchó a medias. Quería dejar todo adentro y darse una ducha. El cielo tronó y estalló en blanco y azul. El nene golpeaba el techo con los pies y ahora colgaba con un solo brazo. Es un mono, pensó ella. El mono le debe haber comido la mano al padre.
            La casa por dentro era como la esperaban, una cama arriba, dos abajo, olor a encierro y a mar. Una tele, un aire acondicionado un poco más rústico del que habían mostrado las fotos. La heladera ya estaba enchufada. Majo se despidió con un hasta luego y salió.
            — ¡Cierro la puerta! Al mar le gusta llevarse a la gente con días así.
            Ofelia la volvió a abrir, el mar estaba cerca, nadie hubiese querido la puerta cerrada. La niebla nunca entraría en la casa. El nene tampoco entró. Ella imaginó que habría saltado desde el techo hasta los hombros de su padre. Desaparecieron.
            Dejaron los bolsos al lado de la entrada. Sebastián se metió en el baño, Manuel desenvolvió el queso, el pan y el salame que habían comprado en la ruta, y Ofelia descorchó un vino tinto. Sirvió tres copas, le alcanzó una a Manuel y tomó de la suya. Habían traído tres vinos tintos más, dos blancos que habían sobrado en navidad, y un gin para hacer gin tónics.
            Sebastián salió del baño.
            — ¿A qué hora llegan los demás?
            —Ya tendrían que haber llegado.
            —No entiendo por qué no nos estamos preocupando.
            — ¿Y si los atacó el loco de Orense?
            —No digas pavadas.
            Ofelia no quería que la conversación llegara a un lugar incómodo. Sirvió más vino.
            —Esta picada se come en el balcón.
            A todos les pareció buena idea, Sebastián y Ofelia juntaron las sillas y Manuel subió la tabla grande con la picada y las copas.
            —Llevá la petaca que tengo en la mochila —le dijo a Ofelia.
            Ella se puso a buscarla mientras los otros subían las escaleras. La puerta se cerró de golpe. Un viento helado atravesó el living, la cortina de la ventana se infló como un fantasma. Ofelia se apuró a encontrar la botella y subió corriendo.
            Armaron la mesa con una puerta de madera que habían encontrado en la habitación y dos baldes. Las sillas miraban todas al mar. La figura de los dos amigos se recortaba contra el cielo gris. Se habían sacado las remeras. Sebastián apoyaba la copa de vino sobre su panza. Manuel hablaba con las manos detrás de la nuca. Sostenía un cigarrillo. Fumaba cada día más.
            Ofelia ocupó su lugar y destapó la petaca.
            —Delicioso.
            Tomó un par de tragos.
            —Qué rico está el salame. Les dije que había que comprar las ofertas de la ruta.   Brindaron mientras el cielo estallaba. Era imposible saber si era de día o de noche. La bombilla de luz lanzó un zumbido fuerte y se apagó.
            —Bien, nos quedamos sin luz.
            —Y sin música.
            Sebastián terminó el vaso de vino. Estiró el brazo pidiendo lo que hubiera en la petaca. Manuel se ponía de pie y levantaba la mirada cada tanto, desde ahí se veía la ruta de tierra por la que habían llegado.
            —Igual no creo que el loco de Orense ataque con una noche así.
            —Basta, ¿podemos hablar de otra cosa?
            —Seguro que se atrasaron con la niebla, ya vieron cómo maneja Alejandro.
            Cayeron un par de gotas sobre el balcón, juntaron las cosas y volvieron abajo. Comieron en silencio de pie en la cocina, tenían mucha hambre tras el viaje. Manuel fue el primero en ir afuera, bajo el techo que cubría la entrada. Ya quería fumar un cigarrillo.
            El cielo se encendía irregularmente, el ruido del mar sonaba de fondo.
            — ¿Sabés qué? Encendé un porro.
            — ¿Antes de que lleguen?
            —No podemos esperarlos para siempre.
            Ofelia buscó en su bolso la lata donde traía armados los porros. Habían acordado fumarlos entre todos, pero este primero podía ser una excepción. Fumaron y tomaron sentados en el banco de plaza que había en la entrada. Los tres miraban al cielo, nunca se largó a llover. Oscureció tanto que desapareció la línea del horizonte. El mar se comía a la tormenta.
            —Los dioses están enojados. —Ofelia volcó un poco de licor de la petaca sobre la arena. — ¡Les hago mi ofrenda!

            Bailaban en el médano bajo la luz de la luna llena, todos tenían el vaso lleno. Ella se movía con los ojos cerrados. Manuel se reía solo. Sebastián estaba inquieto.
            —Estoy aburrido, vamos a explorar.
            — ¡Vamos!
            —Traje linterna.
            —Llevamos un gin tónic rutero.
            —Sí, y dejemos una nota para los demás.
            Manuel cortó la botella de agua tónica a la mitad y Sebastián preparó el trago.
            —No hay hielo todavía, no va a estar tan bueno.
            —Ah, no, entonces no.
            Los tres se rieron, las risas de los tres causaban más risas. Eran imparables, Ofelia apoyó la frente en el hombro de Manuel, Sebastián se agarraba la panza. Se agachó y golpeó el piso con los puños. Tenía los ojos apretados. Ofelia empezó a toser, se había atorado con su propia risa. Se abrazaron, las camperas de cuero hicieron ruido al rozarse. Salieron de la casa haciendo un trencito. Ella iba adelante, seguida de Sebastián y Manuel.
            La arena estaba húmeda y endurecida, era fácil caminar. Ofelia al medio iluminaba la bruma que había siempre delante, Manuel llevaba el rutero y lo iba repartiendo entre los tres.
            —Acá vive el señor Manco —dijo Ofelia y señaló a la casa verde.
            Todos se rieron. Avanzaron algunas cuadras y salieron del balneario. El camino subía hacia el médano atravesando una arboleda.
            —Y también su hijo mono. —El mar sonaba tan fuerte que nadie escuchó el comentario y la conversación terminó ahí.
            Treparon el médano y siguieron el camino entre los árboles. Sebastián acompañaba sus esfuerzos con gruñidos. A lo lejos vieron un cartel cuyas letras brillaron cuando Ofelia las alumbró. Gruta, decía, y una flecha señalaba hacia el costado del camino. Subieron varios escalones de piedra, atravesaron una entrada gobernada por dos árboles y en el medio de una ronda de rosales en flor, encontraron la gruta, un caracol de mar gigante, hecho de cemento y pintado de blanco. La punta pinchaba el cielo. Caminaron a su alrededor pasándose el rutero de mano en mano. Ofelia tenía ganas de vomitar.
            —Entremos.
            Manuel fue primero. Ella lo siguió, le alumbraba los pies. Sebastián fue detrás, no se había dado cuenta de lo borracho que estaba hasta que tuvo que subir por la escalera empinada que giraba alrededor del centro del caracol. El ruido del mar era cada vez más fuerte. Los tres se agarraban de las paredes, porosas y húmedas. Las plantas de las zapatillas se les adherían al suelo. 
            Manuel se detuvo.
            — ¿Qué hay?
            Se acercó Ofelia.
            —Un altar a la virgen.
            —No quiero mirar.
            — ¡Llora sangre!
            Había estampitas, estatuillas de distintos tamaños y algunas flores de tela. Dos velas nuevas y una encendida a punto de consumirse. En el fondo había un poster de la virgen de Guadalupe, dos lágrimas de sangre le caían por las mejillas. El poster también había sido víctima de la humedad, tenía los bordes redondeados y varios colores de la imagen borrados.
            —Deberíamos dejar el reloj patriarcal como ofrenda.
            — ¡Sí! Dejalo.
            —Es ofensivo. ¡Que lo deje, que lo deje!
            Manuel, Ofelia y Sebastián se zarandeaban de un lado a otro en el pequeño espacio del descanso, se chocaban contra las paredes y se reían. Ella lo agarró de la muñeca y le desató el reloj. Lo puso al lado de un rosario, el brillo de la vela parpadeó y se apagó. Alguien gritó. Una ola rompió tan fuerte que pareció que se los llevaría con la corriente. Los tres bajaron corriendo y corrieron por el camino alejándose de la gruta hasta que Ofelia frenó porque se sentía mal. Intentaban recuperar el aliento.
            — ¿Qué pasó? preguntó Ofelia.
            —Vos gritaste.
            —No, yo corrí porque alguien saltó antes.
            Intentaba mirarlo a los ojos en la oscuridad.
            —Mi reloj, no lo puedo dejar ahí. —Sebastián se agarraba la muñeca desnuda. —Me lo regaló mi abuela. —Estaba al borde del llanto.
            Ofelia encendía y apagaba la linterna, le daba golpes con la palma de su mano.    —Esta mierda, no pude explorar nada al final. —La guardó en el bolsillo de su campera.
            —No se hagan los boludos, acompáñenme. —Sebastián empezaba a enojarse.
            —Vos dejaste el reloj ese ahí, sabés que no le estaba haciendo bien a tu machismo tenerlo. —Ofelia dio media vuelta, se reía. —Por supuesto que vamos todos.
            A Manuel ella le pareció un fantasma moviéndose en la sombra. Dudó si hacían bien en seguirla, tomó a Sebastián por el hombro pero las palabras no salieron de su boca.
            La luz de la luna alumbraba el cartel de la gruta como si quisiera que la encontraran. Sebastián se sintió afortunado y tonto por haberse preocupado tanto por el reloj. Recorrieron el camino por el que minutos antes habían corrido. Ofelia se arrepintió de ser siempre tan miedosa. El valor era solo cuestión de cambiar la perspectiva, ahora el sendero se veía inofensivo. La niebla se empezaba a desarmar. Había paz. La gruta era maravillosa bajo el brillo de la luna.
            —Parece un portal a otro mundo.
            —No digas boludeces.
            —Subo.
            —Dale, te esperamos acá.
            Manuel agarró a Ofelia del brazo y empezaron a caminar en círculos. Sebastián subió los escalones sin tocar las paredes. Tanteó entre las estatuitas, la virgen y sus adornos, todo se le pegaba a los dedos, las velas, las flores, pero el reloj no estaba. El grito de Ofelia lo hizo saltar. Gritaba su nombre, una y otra vez.
            El cielo estaba despejado y brillaban muchas más estrellas que en la ciudad.
            —Ofelia. Manuel. ¡Ofelia! Dale, idiota. Manuel. No veo nada. ¿Dónde están? Carajo. Ofelia, Manuel.
            Lloró lágrimas de verdad. Su propia respiración agitada le impedía concentrarse en los sonidos del médano y del bosque. Caminaba de un lado a otro sin orientación. Agarró una gran piedra del suelo y buscó el camino de vuelta al bosque y a la ruta.          —Manuel, Ofelia. —Ahora susurraba sus palabras porque no estaba seguro de querer ser escuchado. —Si aparece algo en la oscuridad, del miedo que tengo lo mato. Lo mato. Incluso si es el nene mono, lo mato a piedrazos. —Se acariciaba su propio brazo, eso le traía un poco de tranquilidad. —Ya llegamos, ya llegamos.
            Orense seguía sin luz. La luna reflejada en el agua era una buena guía y le permitió ver el auto gris de sus amigos frente a la casa. Habían llegado los demás. Corrió médano arriba, lo alivió que la puerta de la casa estuviera abierta. Entró, buscó en el baño, en el piso de arriba, tanteó las camas. Se escuchaba el silencio del balneario, el llamado del mar en el oído de Sebastián.
            —Manuel, déjate de joder. Son boludos, eh.
            Dio vueltas sobre su eje, el suelo crujía. Los sonidos eran más importantes en la oscuridad, cobraban otro sentido. Decidió que no iba a hablar más. Bajó el médano y corrió hasta la casa del señor Majo. La puerta estaba abierta, adentro tampoco vio a nadie, cuando entró a la cocina, sintió algo a sus espaldas. Alguien corría. Sebastián corrió tras la sombra, que iba hacia el mar. Bajo la luz de la luna reconoció al nene mono. Iba empujado por el viento. Frenó de golpe y miró atrás, como queriendo asegurarse de que Sebastián también hubiera escuchado el llamado del mar.


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