Orense era un viejo pueblo de
pescadores donde fuera de temporada vivía una docena de familias. Les habían
asegurado que en esas últimas semanas de noviembre ellos serían los únicos
turistas. Fue Ofelia la que reconoció la casa de la foto frente al mar. En el
balcón había un nene flaco colgando de la baranda, la remera levantada dejaba
su panza a la vista. Junto a la puerta de entrada había un hombre con bigotes y
gorra. Cuando Ofelia bajó del auto, vio que le faltaba una mano. Esperó a que
Manuel abriera el baúl para sacar los bolsos. Sebastián la tomó por los hombros
con cariño. Sopló un viento fuerte que hizo volar la arena. El nene que colgaba
empezó a reír, su risa hacía eco en las casas vacías.
— ¿Qué hora es?
El viento sacudía el pelo largo de Ofelia.
Giró la cabeza hacia el mar. Sebastián agitó la muñeca y se acercó el reloj a
la cara. Su ojo con estrabismo perdió el rumbo.
—Las seis. Clavamos siete horas
justo.
Dos mosquitos se le posaron en el
antebrazo y Sebastián se golpeó pero no pudo matarlos.
—Qué terrible la humedad. —Ella se
sacudió un zumbido de la oreja. —Qué suerte que trajiste el reloj de tu papá al
viaje.
—Es mío, ¿qué te pasa?
—Es un reloj patriarcal.
La risa del nene llegó hasta el mar.
Ofelia se colgó el bolso y trepó el pequeño médano hasta la casa. El hombre de
gorra la esperaba con su única mano extendida. Ella le devolvió el gesto.
—A que estaba muy cargada la ruta
hoy. Buenas tardes, soy el señor Majo. —Tenía una voz gruesa que la sorprendió.
—Llegamos diez puntos. —No pensaba en
lo que decía.
Adentro de la casa todavía estaban
las luces apagadas. Los chicos no subían, ¿por qué se demoraban tanto? Lo
primero era ver la casa y deshacerse del señor Majo.
Mi
casa es la verde de acá al lado fue una de las tantas indicaciones que Ofelia
escuchó a medias. Quería dejar todo adentro y darse una ducha. El cielo tronó y
estalló en blanco y azul. El nene golpeaba el techo con los pies y ahora
colgaba con un solo brazo. Es un mono,
pensó ella. El mono le debe haber comido
la mano al padre.
La casa por dentro era como la
esperaban, una cama arriba, dos abajo, olor a encierro y a mar. Una tele, un
aire acondicionado un poco más rústico del que habían mostrado las fotos. La
heladera ya estaba enchufada. Majo se despidió con un hasta luego y salió.
— ¡Cierro la puerta! Al mar le gusta
llevarse a la gente con días así.
Ofelia la volvió a abrir, el mar
estaba cerca, nadie hubiese querido la puerta cerrada. La niebla nunca entraría
en la casa. El nene tampoco entró. Ella imaginó que habría saltado desde el
techo hasta los hombros de su padre. Desaparecieron.
Dejaron los bolsos al lado de la entrada.
Sebastián se metió en el baño, Manuel desenvolvió el queso, el pan y el salame
que habían comprado en la ruta, y Ofelia descorchó un vino tinto. Sirvió tres
copas, le alcanzó una a Manuel y tomó de la suya. Habían traído tres vinos
tintos más, dos blancos que habían sobrado en navidad, y un gin para hacer gin
tónics.
Sebastián salió del baño.
— ¿A qué hora llegan los demás?
—Ya tendrían que haber llegado.
—No entiendo por qué no nos estamos
preocupando.
— ¿Y si los atacó el loco de Orense?
—No digas pavadas.
Ofelia no quería que la conversación
llegara a un lugar incómodo. Sirvió más vino.
—Esta picada se come en el balcón.
A todos les pareció buena idea,
Sebastián y Ofelia juntaron las sillas y Manuel subió la tabla grande con la
picada y las copas.
—Llevá la petaca que tengo en la
mochila —le dijo a Ofelia.
Ella se puso a buscarla mientras los
otros subían las escaleras. La puerta se cerró de golpe. Un viento helado atravesó
el living, la cortina de la ventana se infló como un fantasma. Ofelia se apuró
a encontrar la botella y subió corriendo.
Armaron la mesa con una puerta de
madera que habían encontrado en la habitación y dos baldes. Las sillas miraban
todas al mar. La figura de los dos amigos se recortaba contra el cielo gris. Se
habían sacado las remeras. Sebastián apoyaba la copa de vino sobre su panza.
Manuel hablaba con las manos detrás de la nuca. Sostenía un cigarrillo. Fumaba
cada día más.
Ofelia ocupó su lugar y destapó la
petaca.
—Delicioso.
Tomó un par de tragos.
—Qué rico está el salame. Les dije
que había que comprar las ofertas de la ruta. Brindaron
mientras el cielo estallaba. Era imposible saber si era de día o de noche. La
bombilla de luz lanzó un zumbido fuerte y se apagó.
—Bien, nos quedamos sin luz.
—Y sin música.
Sebastián terminó el vaso de vino.
Estiró el brazo pidiendo lo que hubiera en la petaca. Manuel se ponía de pie y
levantaba la mirada cada tanto, desde ahí se veía la ruta de tierra por la que
habían llegado.
—Igual no creo que el loco de Orense
ataque con una noche así.
—Basta, ¿podemos hablar de otra
cosa?
—Seguro que se atrasaron con la
niebla, ya vieron cómo maneja Alejandro.
Cayeron un par de gotas sobre el
balcón, juntaron las cosas y volvieron abajo. Comieron en silencio de pie en la
cocina, tenían mucha hambre tras el viaje. Manuel fue el primero en ir afuera,
bajo el techo que cubría la entrada. Ya quería fumar un cigarrillo.
El cielo se encendía irregularmente,
el ruido del mar sonaba de fondo.
— ¿Sabés qué? Encendé un porro.
— ¿Antes de que lleguen?
—No podemos esperarlos para siempre.
Ofelia buscó en su bolso la lata
donde traía armados los porros. Habían acordado fumarlos entre todos, pero este
primero podía ser una excepción. Fumaron y tomaron sentados en el banco de
plaza que había en la entrada. Los tres miraban al cielo, nunca se largó a
llover. Oscureció tanto que desapareció la línea del horizonte. El mar se comía
a la tormenta.
—Los dioses están enojados. —Ofelia volcó
un poco de licor de la petaca sobre la arena. — ¡Les hago mi ofrenda!
Bailaban en el médano bajo la luz de
la luna llena, todos tenían el vaso lleno. Ella se movía con los ojos cerrados.
Manuel se reía solo. Sebastián estaba inquieto.
—Estoy aburrido, vamos a explorar.
— ¡Vamos!
—Traje linterna.
—Llevamos un gin tónic rutero.
—Sí, y dejemos una nota para los
demás.
Manuel cortó la botella de agua
tónica a la mitad y Sebastián preparó el trago.
—No hay hielo todavía, no va a estar
tan bueno.
—Ah, no, entonces no.
Los tres se rieron, las risas de los
tres causaban más risas. Eran imparables, Ofelia apoyó la frente en el hombro
de Manuel, Sebastián se agarraba la panza. Se agachó y golpeó el piso con los
puños. Tenía los ojos apretados. Ofelia empezó a toser, se había atorado con su
propia risa. Se abrazaron, las camperas de cuero hicieron ruido al rozarse.
Salieron de la casa haciendo un trencito. Ella iba adelante, seguida de
Sebastián y Manuel.
La arena estaba húmeda y endurecida,
era fácil caminar. Ofelia al medio iluminaba la bruma que había siempre delante,
Manuel llevaba el rutero y lo iba repartiendo entre los tres.
—Acá vive el señor Manco —dijo Ofelia
y señaló a la casa verde.
Todos se rieron. Avanzaron algunas
cuadras y salieron del balneario. El camino subía hacia el médano atravesando
una arboleda.
—Y también su hijo mono. —El mar
sonaba tan fuerte que nadie escuchó el comentario y la conversación terminó
ahí.
Treparon el médano y siguieron el
camino entre los árboles. Sebastián acompañaba sus esfuerzos con gruñidos. A lo
lejos vieron un cartel cuyas letras brillaron cuando Ofelia las alumbró. Gruta, decía, y una flecha señalaba hacia
el costado del camino. Subieron varios escalones de piedra, atravesaron una entrada
gobernada por dos árboles y en el medio de una ronda de rosales en flor,
encontraron la gruta, un caracol de mar gigante, hecho de cemento y pintado de
blanco. La punta pinchaba el cielo. Caminaron a su alrededor pasándose el rutero
de mano en mano. Ofelia tenía ganas de vomitar.
—Entremos.
Manuel fue primero. Ella lo siguió,
le alumbraba los pies. Sebastián fue detrás, no se había dado cuenta de lo
borracho que estaba hasta que tuvo que subir por la escalera empinada que
giraba alrededor del centro del caracol. El ruido del mar era cada vez más
fuerte. Los tres se agarraban de las paredes, porosas y húmedas. Las plantas de
las zapatillas se les adherían al suelo.
Manuel se detuvo.
— ¿Qué hay?
Se acercó Ofelia.
—Un altar a la virgen.
—No quiero mirar.
— ¡Llora sangre!
Había
estampitas, estatuillas de distintos tamaños y algunas flores de tela. Dos
velas nuevas y una encendida a punto de consumirse. En el fondo había un poster
de la virgen de Guadalupe, dos lágrimas de sangre le caían por las mejillas. El
poster también había sido víctima de la humedad, tenía los bordes redondeados y
varios colores de la imagen borrados.
—Deberíamos dejar el reloj
patriarcal como ofrenda.
— ¡Sí! Dejalo.
—Es ofensivo. ¡Que lo deje, que lo
deje!
Manuel, Ofelia y Sebastián se zarandeaban
de un lado a otro en el pequeño espacio del descanso, se chocaban contra las
paredes y se reían. Ella lo agarró de la muñeca y le desató el reloj. Lo puso
al lado de un rosario, el brillo de la vela parpadeó y se apagó. Alguien gritó.
Una ola rompió tan fuerte que pareció que se los llevaría con la corriente. Los
tres bajaron corriendo y corrieron por el camino alejándose de la gruta hasta
que Ofelia frenó porque se sentía mal. Intentaban recuperar el aliento.
— ¿Qué pasó? preguntó Ofelia.
—Vos gritaste.
—No, yo corrí porque alguien saltó
antes.
Intentaba mirarlo a los ojos en la
oscuridad.
—Mi reloj, no lo puedo dejar ahí. —Sebastián
se agarraba la muñeca desnuda. —Me lo regaló mi abuela. —Estaba al borde del
llanto.
Ofelia encendía y apagaba la
linterna, le daba golpes con la palma de su mano. —Esta
mierda, no pude explorar nada al final. —La guardó en el bolsillo de su
campera.
—No se hagan los boludos,
acompáñenme. —Sebastián empezaba a enojarse.
—Vos dejaste el reloj ese ahí, sabés
que no le estaba haciendo bien a tu machismo tenerlo. —Ofelia dio media vuelta,
se reía. —Por supuesto que vamos todos.
A Manuel ella le pareció un fantasma
moviéndose en la sombra. Dudó si hacían bien en seguirla, tomó a Sebastián por
el hombro pero las palabras no salieron de su boca.
La luz de la luna alumbraba el
cartel de la gruta como si quisiera que la encontraran. Sebastián se sintió
afortunado y tonto por haberse preocupado tanto por el reloj. Recorrieron el
camino por el que minutos antes habían corrido. Ofelia se arrepintió de ser
siempre tan miedosa. El valor era solo cuestión de cambiar la perspectiva,
ahora el sendero se veía inofensivo. La niebla se empezaba a desarmar. Había
paz. La gruta era maravillosa bajo el brillo de la luna.
—Parece un portal a otro mundo.
—No digas boludeces.
—Subo.
—Dale, te esperamos acá.
Manuel agarró a Ofelia del brazo y
empezaron a caminar en círculos. Sebastián subió los escalones sin tocar las
paredes. Tanteó entre las estatuitas, la virgen y sus adornos, todo se le
pegaba a los dedos, las velas, las flores, pero el reloj no estaba. El grito de
Ofelia lo hizo saltar. Gritaba su nombre, una y otra vez.
El cielo estaba despejado y
brillaban muchas más estrellas que en la ciudad.
—Ofelia. Manuel. ¡Ofelia! Dale,
idiota. Manuel. No veo nada. ¿Dónde están? Carajo. Ofelia, Manuel.
Lloró lágrimas de verdad. Su propia
respiración agitada le impedía concentrarse en los sonidos del médano y del
bosque. Caminaba de un lado a otro sin orientación. Agarró una gran piedra del
suelo y buscó el camino de vuelta al bosque y a la ruta. —Manuel, Ofelia. —Ahora susurraba sus
palabras porque no estaba seguro de querer ser escuchado. —Si aparece algo en
la oscuridad, del miedo que tengo lo mato. Lo mato. Incluso si es el nene mono,
lo mato a piedrazos. —Se acariciaba su propio brazo, eso le traía un poco de
tranquilidad. —Ya llegamos, ya llegamos.
Orense seguía sin luz. La luna
reflejada en el agua era una buena guía y le permitió ver el auto gris de sus
amigos frente a la casa. Habían llegado los demás. Corrió médano arriba, lo
alivió que la puerta de la casa estuviera abierta. Entró, buscó en el baño, en
el piso de arriba, tanteó las camas. Se escuchaba el silencio del balneario, el
llamado del mar en el oído de Sebastián.
—Manuel, déjate de joder. Son
boludos, eh.
Dio vueltas sobre su eje, el suelo
crujía. Los sonidos eran más importantes en la oscuridad, cobraban otro
sentido. Decidió que no iba a hablar más. Bajó el médano y corrió hasta la casa
del señor Majo. La puerta estaba abierta, adentro tampoco vio a nadie, cuando entró
a la cocina, sintió algo a sus espaldas. Alguien corría. Sebastián corrió tras
la sombra, que iba hacia el mar. Bajo la luz de la luna reconoció al nene mono.
Iba empujado por el viento. Frenó de golpe y miró atrás, como queriendo
asegurarse de que Sebastián también hubiera escuchado el llamado del mar.
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