1 de marzo de 2010

un largo camino al cielo

19.2.2010

Lo que yo no sabía –había quedado estupidizada por mi amor fugaz hacia el marroquí- era que el viaje que estaba emprendiendo implicaba una lucha contra los conceptos de tiempo, espacio y CLIMA.

Una vez llegada a Tánger, me tome el segundo micro hacia Meknes. Decidí no salir del micro en las siete horas que duraba el viaje porque el contraste entre el aire fresco de afuera y el tufo a humedad, comida, chivo y pañales sucios que había adentro era tan grande que si lo experimentaba una vez más, probablemente no volvería a subir. Me quede en mi asiento y deje que mis sentidos se aclimataran a su nuevo ambiente.

Resulta que el viaje de 7 horas se convirtió en una odisea eterna a través de enormes inundaciones. A las 5 horas de viaje, mi sentido del olfato estaba destruido y mis nervios de punta. Mis planes de llegar a Fes de día se demolieron cuando vi que se hacía de noche y no estábamos ni a mitad de camino. Me empecé a poner muy nerviosa pensando en llegar a una ciudad enorme, de noche y bajo la lluvia. El chico sentado al lado mío lo empezó a notar y se me puso a charlar. Se llamaba Takner, tenía 25 años, vivía en un pueblo cerca de Meknes. A los cinco minutos de charla, apagaron la luz del micro y nos encontramos rebotando en nuestros asientos en la oscuridad más oscura, sintiendo la tormenta. A cada rato, Takner y varios hombres del micro se inclinaban, apoyando la cabeza sobre el respaldo de adelante durante un rato; estaban rezando. Por momentos sentía la increíble sensación del viaje y las cosas nuevas; por momentos me sentía más y más nerviosa.

Finalmente llegamos a Meknes (unas 4 horas después); mi felicidad duro hasta el momento en que me di cuenta que el micro atravesaba toda la ciudad y hacia unos dos kilómetros más para llegar a la terminal (este será mi fin). Takner sintió mis nervios y me ofreció ayuda; me invito a su casa a conocer a su familia (tentador, pero no, gracias, esta vez no). Bajamos del micro, se ofreció a acompañarme en el taxi a un hotel (¿Qué hacer? ¿Qué hacer?); me quiso dar plata (¡no! Tengo, gracias); me dijo que me quería ayudar, que se iba a ir cuando yo le dijera que se fuera. Viendo la lluvia caer a baldazos, la zona turbia turbia, la noche oscura me debatía que corno hacer. Le dije que no necesitaba ayuda, que estaba bien. Sin más, se dio media vuelta y se fue. Siguiendo las leyes básicas de la histeria, en ese mismo momento me di cuenta de que lo necesitaba: por favor, acompañarme. Paro un taxi, le dijo adonde ir y partimos. En el camino, me sintió nerviosa, me agarro la mano y me dijo: siento lo que vos sentís, no estás sola. Después –cuando no me alcanzaban las palabras para agradecerle su generosidad- me explico que ayudar al prójimo y sentir como él era parte de su religión, casi una obligación para el musulmán. Me hizo sentir bien y acompañada.

Nos despedimos en el hotel –no sin que antes me ofreciera plata de nuevo- y el se volvió a la terminal donde tenía que tomar otro micro para llegar a su casa. A los pocos días le escribí un mail agradeciéndole su ayuda (me pidió que lo llamara o le escribiera para saber que estaba bien), y me contesto lo siguiente:

A veces es más difícil entender la bondad que cualquier otra cosa. Qué raro.

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