28 de octubre de 2011

don't give me problems that you can't solve



pasaba siempre por la vereda frente a su casa. desde ahí, poniéndose exactamente en medio del grueso tronco del algarrobo -árbol de hoja perenne-, podía verla sin que ella lo viera. su habitación respiraba por una ventana enorme que daba al mundo. por ahí la observaba la gente que viajaba en el colectivo, el chino del almacén, la vecina chismosa y él. había comenzado como de casualidad; pasaba por ahí camino al trabajo y un día se encontró fantaseando con encontrarla yendo al kiosco en chancletas, despeinada, o con engancharla cerrando la puerta de calle con llave y taconeando hacia el auto. después empezó a elucubrar excusas, razones posibles, para el encuentro: la casualidad, el amor, el apuro que lo había hecho tomar esa calle menos transitada y no otra.
la fantasía había tomado vida propia y ahora no podía dejar de darse cita con el algarrobo, la ventana, ella y su vida puertas adentro. llevaba ya meses con la misma rutina y no tenía deseo de abandonarla.
la vio durante incontables tardes, tirada en el sillón, vestida con pantalones grandes y alguna remera sucia, arrastrándose para preparar un mate o apagar la luz para llorar. entonces se abrazaba con fuerza al algarrobo, imaginando que la abrazaba a ella, que le daba consuelo. ella no lo sentía, quizás lloraba más fuerte.
con el tiempo cambió: se puso pantalones cortos y ahora en los horarios del algarrobo se dedicaba a las tareas domésticas como barrer el piso, regar las plantas o lavar los platos. claro que no la veía lavar, pero presentía cómo lo hacía, con amor y hastío, moviendo los pies al ritmo de lo que sonara por la casa.
la vio dejar de fumar, volver, tomar whisky en vaso, vino de la botella, dar vuelta los muebles en busca de algún alivio.
un día le habló al algarrobo. le dijo lo que le hubiera dicho a ella. claro que ella nunca lo supo. y luego las conversaciones fueron tomando colores y formas inusitadas; se encontró diciendo sin pensar, confundido y derrotado. una tarde le dijo que la amaba y que ya no podría vivir sin ella, nunca jamás más. esa tarde ella tenía un pañuelo en la cabeza y las calzas de dormir. se había sentado en el sillón y escuchaba, una tras otra, canciones de amor, algunas de llorar y otras no. la calle se balanceaba con sus sonidos, como su pañuelo.
esa misma tarde llamó por teléfono a algún número y sacó un pasaje hacía algún lugar. abandonó la vereda durante una semana y tres días. cuando volvió, traía un hacha en la mochila. sin demasiada cautela se dispuso a matar al árbol: primero se trepó y fue podando las ramas más altas, las que estaban a la altura de su ventana. después bajó y lo quebró de raíz. el árbol se desplomó sobre la calle, rompiendo la tarde  con su estruendo, temblando la tierra y los cimientos.
el ruido tapó el sonido de la música que ella ya no escuchaba en su casa. desde la ventana, anonadada, miraba cómo el loco del hacha destruía el árbol más lindo de la cuadra.

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