Se había
quedado parada en una esquina, detenida por el verde de los semáforos que daban
via libre a los autos. En la impaciente espera comenzó a girar su cabeza alrededor
del eje de su cuello, haciendo crujir despacio y con cautela miles de huesitos,
con el ruido que se hace al caminar sobre hojas secas: crac crac crac.
Y sobre el
cielo celeste estampado al fondo, volaba una gran bandada de pájaros. Se los
veía blancos por arriba y negros por debajo. Volaban tantos que parecía que lo
hacían lento. Primero ascendían en diagonal, a alta velocidad, luego giraban,
desplegando las plumas negras y las patas sueltas al aire. Cerraban el círculo
descendiendo en altura y volviendo a empezar. El descenso era los más bello:
parecía que caerían fluyendo por el aire para siempre, el descenso era suave
como un rio, hacía su propia canción. Y cuando uno menos lo esperaba: hacía
arriba de nuevo, cientos de picos en flecha, y los negros y las plumas yendo y
viniendo, ignorando lo demás: los autos, los negocios, los que ibamos a cruzar.
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