Iría a casa de mi marido, le explicaría que todo había sido un lamentable malentendido, que ni siquiera debería pedir disculpas porque no había hecho nada malo, que todo se había confundido, ha llovido sobre mojado y hemos terminado en cualquier cosa, de todas maneras ¡discúlpame, mi cielo, discúlpame!
Será mi propia educación sentimental. Aprenderé
a quererlo sólo a él y a respetarlo a él y a su vocación de sobrevolar. Nunca lo
olvidaré, Cesar, su manera de decirme: “la calma ante todo, Aurora”. La calma,
la calma. Yo siempre fui más de creer en la historia aquella del león y la
gacela, donde al final todos corremos por nuestras vidas. Correr es perder la
calma. Igual que enamorarse.
Corrí hasta
el auto y, como encendida por una hipnosis inescapable, lo encendí. Puse la palanca de
cambios en primera. Sostenía el pie
izquierdo sobre el embrague y el derecho sobre el acelerador, produciendo
un fuerte ruido en el motor. No quería que nadie escuchara mis pensamientos.
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