III
Era la viva prueba de que podían coexistir la belleza
y la astucia en una persona y el hecho de que su prolija hermosura no
impidiera que se instruyera, que leyera sobre historia, literatura y política,
que supiera de música y matemática, hacía imposible que no lo amara.
Si no lo había amado antes era porque no lo había
visto. Bueno, sí con los ojos, pero no lo había visto realmente, no me había
fijado en usted, César. Vaya ceguera. El amor es así, aparece sorpresivo y de
golpe ¿existe, acaso, manera de predecirlo?
Solté el embrague y el auto avanzó lentamente por la
calle.
Desde el momento en que me ocurrió, no pude parar
de sentirlo. Entre sus ojos y los míos
la electricidad:
-¿Podría pasarme
la sal?
Sus ojos.
La noche de la tormenta tuve un sueño. Éramos usted y
yo:
-No, no, le
decía. Y corcoveando el lomo sobre la cama hacía fuerza para que entrara
entero. Abriendo la boca, la torre de mí se derrumbaba en sus brazos.
-No.
Amanecí acongojada, con el brazo de mi marido
rodeándome el cuello, éramos niños durmiendo en una cuna, que, como una cárcel,
nos mantenía encerrados en los sueños.
No sabía entonces que muchas veces más soñaría con
usted y que mi reacción seguiría las formas de una curva ascendente hacia el éxtasis
absoluto. Dos o tres veces más me llenaría de congoja, luego comenzaría a
invadirme una sensación de intriga y espera de los sueños hasta que finalmente
se convertirían en la única razón por la cual soportaba las 12 horas de
vigilia.
Comencé a asistir a absolutamente todos los lugares en
que sabía que usted estaría. Por momentos sospechaba que usted asistía a los
que pensaba que yo frecuentaría, y yo a los suyos y usted a los míos y así, el
encuentro era constante. Siempre sentí su felicidad al verme, no podía
ocultárseme. Sonreía y me miraba con sus ojitos pícaros. Me acercaba a besarle la mejilla y estallaban como en un cielo despejado las chispas del
roce.
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