el segundo tren
No corremos con la misma suerte que la primera vez. El tren ha mutado. Las ventanas son más chiquitas y no se abren, las cortinas más pesadas, más feas. Todo parece más cubierto de polvo. La misma reacción que la primera vez: ¿cómo corno vamos a entrar acá? Dejo que mis compañeros de cuarto se organicen primero y luego entro última y triunfante a mi cucha de arriba, donde puedo camuflar mi quilombo.
Siempre nos toca la habitación al lado de la de las gerontas y se las puede escuchar acomodándose, quejándose y, finalmente, acercándose a nuestra puerta para hablarle al costarricense: Chico, ¿Nos ayudas con las maletas? Es que los compartimentos son más pequeños.
Mentira.
El vagón comedor tiene un aire a pretencioso de los noventas. Nadie quiere tocar mucho nada. El restaurante es atendido por un ruso enorme de unos 50 años y su camarera, una piba joven con pinta de no haberse bañado en una semana. Pasan los dias sobre el tren sin ducha y la mugre que acumulamos todos también la aumula ella sobre la que ya traia. El ritual de la comida es igual al anterior: sopa, ensalada, comida y postre. Siempre pido agua, a veces la traen, a veces no. Te traen la comida pero no la bebida. A veces no te traen algun paso de la comida. Es parte del azar dela aventura.
El publico de este tren es diferente, bastante más local. El vagón está generalmente ocupado por los rusos que vienen en busca de mesas donde beber. Vodka a la mañana, la tarde y la noche. Y ojo: acá si que no existen los límites. Si estás sentado en el vagón comedor es porque querés tomar con ellos. Y así, cada vez que fui a sentarme a escribir o leer o bajar las fotos, terminé, de alguna manera u otra, con los rusos. La primera vez fue en la intersección entre dos vagones. Fui a fumar, tenía tabaco así que me arme un cigarrillo. Un grupo de pibes de veintipico fumaba también por ahí y en menos de un segundo todos me rodearon. Mucho rubio, mucha cara rara, mucha altura y grandeza. Y, sobre todo, mucho ruso: uno tras otro se aventuraban a hablarme, me hacían gestos ininterpetables y hablaban y hablaban. Terminé por concluir que pensaban que me estaba fumando un porro y querían. Así que les armé un pucho y se los dejé. Todos quisieron darme la mano cuando se dieron cuenta deque me iba.
La segunda vez, me había sentado en el comedor a escribir. Un niño de no más de quince se me sentó en frente con una tabla enorme de chocolate. Me la acercó, regalandomela. Le sonreí: gracias. Acto seguido un sermón de tres horas en ruso y un niño borracho que no me dejaba escribir en paz. Pasaban los minutos y los intercambios eran nulos, yo ponía mi mejor cara de desesperación y confusión y el niño no la entendía. Y así pasamos un buen rato hasta que decidí que si yo no me iba, nadie se iba a ir.
Las paradas fueron muchas y las quejas aun más. Cada vez que nos arrimabamos a una estación, el rumor recorría los pasillos de los vagones: VAN A CERRAR LAS BAÑOS. Entonces las gerontas se apilaban sobre las puertas, enloquecidas de ira, queriendo orinar antes que nadie. Y ahí iba yo, ya casi una experta en esto de hacer pis haciendo equilibrio.
En cada estación, Pedro, otro nuevo amigo brasileño, y yo salimos en busca desesperada de señal de internet. Algunas veces lo logramos, otras no, pero el desafio le pone un poco de sal a estos días de encierro.
Terminado el whisky e imposibilitada para escribir, mis diversiones sobre el tren eran pocas. Durante estos dias, las horas de sueño y las de vigilia se mezclaron hasta confundirse por completo. El vaiven del tren era como un arrullo constante y las ganas de dormir atacaban en cualquier momento del día. Así pasaban las horas: durmiendo, tomando o dormitando. Una noche de durante un lapso en un sueño, me enteré de que había "fiesta en el vagón comedor". Me puse las pantuflas y fui.
Feliz, me encontré con vladimir, el brasileño de mi habitación, el dueño del vagón comedor y la moza recontra mamados y bailando. Vladimir toma un vaso de vodka y come pan. Vodka y pan: "beber como ruso", dice y se toma uno tras otro. Me tomo un par yo. Al poco tiempo, me es claro que el brazuca se quiere agarrar a la moza -que está absolutamente dada vuelta y fuera de control-, que la moza es una histerica, que el dueño del restaurante está por caer en coma y que vladimir es un genio.
El brazuca y la moza se ponen a bailar entre las mesas y el espectaculo es realmente asqueroso. Ella llena de mugre, casi no se puede mantener en pie y él, altísimo y pesado, queriendo descontrolar. La alzaba en el aire y le bajaba los pantalones, mostrándonos a todos el culo de la moza desnudo. La música que escuchan los rusos es horrible.
Me pongo a charlar con Vladimir y muy rápido viene el brazuca gediento a romper las bolas: vayanse juntos, dense un beso, dale. Me hincho las pelotas y me voy a fumar un pucho. Al rato se me une Vladimir. Y al rato llega el brasileño pesado a quejarse con Vladimir de que la moza era una histérica y no le había dado pelota.
Yo aprendí, dijo Vladimir, que con las mujeres siempre hay que esperar a que ellas se muestren interesadas.
El brasileño desoyó el gran consejo: besense, me dijo. Y ya no le hablé más por idiota.
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