Puertas
adentro, todos culpaban a la madre de las niñas –Lidia y su hermana- por  haberles impreso una excéntrica personalidad.
Pero ¿Quiénes eran ellos para opinar? Ellos, que ignoraban los destellos
oscuros de su mirada,  que ni sabían a qué
olían sus comidas ni cómo se sentían sus manos. ¿Ellos qué sabían de la vida de
ella? Ella, que había llegado a este mundo acusada de intrusa y siempre había
que tenido que luchar con uñas y dientes por defenderse, por proteger su
orgullo y dignidad, ¡Sí! Que había sido una persona, ¡una mujer! , digna y
honesta a pesar de su entorno y su crianza, que se había hecho de abajo y había
amasado cada centavo de su pequeña fortuna con el sudor de su frente, que a
pesar de no haber tenido el ejemplo de una familia, decidió parir a su hija a
pesar de haber sido abandonada por el padre y que decidió a parir una segunda
hija cuando el padre decidió volver, sólo para terminar siendo atropellado por
un camión de acoplado la misma noche en que había decidido volver a abandonar a
su familia y cruzaba la calle llevando una valija en cada mano. Ella, que
siempre había estado a la altura de las circunstancias, que abandonó la pena y
la reemplazó por una sólida y consecuente furia contra el número dos en
cualquiera de sus manifestaciones y contra los números pares en general.  Con la frente alta acepta todos los días la
desgracia de la doble vuelta y la existencia de dos, ¡santo diablo!, hijas
nacidas de su vientre. Con cuánta malicia condenan los miserables al fuerte. 
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