12 de octubre de 2013

Las amigas

-Te vas a ahogar en la pileta y nadie te va a escuchar. No te rías, cambiame esa cara, ¿no sabes lo horrible que es morirse ahogado?
Ella tampoco lo sabía, nunca se había muerto ahogada, pero Francisca ya la había cansado. Griselda tomaba el té con sus amigas en el jardín de su casa. Había quedado encargada del cuidado de su hermana menor mientras los padres paseaban por las sierras cordobesas. Las chicas y sus bártulos se distribuían en tres sillas blancas de almohadones floreados y una mesa redonda de vidrio. Un pasto verde y brillante cubría la tierra. Cerca de ellas, pero no tanto como para oír su conversación con claridad, el hermano mayor sentado sobre el piso rasgaba su guitarra y tarareaba alguna canción. Cada tanto levantaba la mirada a ver si alguna de las chicas le prestaba atención. Qué le importaban a él esas mocosas.
Francisca se movía sigilosa por el jardín. Griselda la había mandado primero a hacer los deberes, después a lavar los platos y más tarde a abrir las ventanas del living para ventilar.
Cuando no quedaba qué hacer, la orden fue: -Averiguame de qué marca son todos los televisores de adentro.
Eran Samsung, Francisca ya lo sabía, como sabía ya todos los secretos de la casa. No le importó ya saberlo, hizo el papel de la tonta y entró a la casa por la cocina, arrastrando los pies. Caminó hasta el televisor y, esquivando la mesa, se paro en frente de él. Luego pasó al living y se fue hasta la tele frente a los sillones y después hacia las habitaciones y etcétera.
Mientras tanto las chicas, libradas de la molesta presencia de la niña, reanudaban su conversación. Victoria intentaba contar cómo había perdido su virginidad y el resto pretendía ignorarla por celos, miedo, o quizás ambos.
Una se pintaba las uñas de los pies de colorado; en vez de hablar, usaba sus labios para soplarse y soplarse los deditos. Se llamaba Natalia pero últimamente había estado intentando que la llamaran PopiPopi era apodo de linda, ella empezaba a sentir que era hora de que la reconocieran como parte de ellas. Intentaba intervenir en el relato de Victoria pero no encontraba el momento o la palabra justa. Siempre, antes de que saliera su voz, la detenía el miedo feroz de ponerse en el centro de atención, arriesgándose a que todos reconocieran su estrictamente oculta precocidad sexual. Seguía soplándose los dedos.
Griselda parecía concentrarse en el vaso ancho que tenía sujeto con su mano derecha: adentro tenía cubitos de hielo y jugo de manzana. Hacía girar el vaso como un tomador de whisky y fantaseaba con ser un gran señor en un club de fumadores de habanos y carreras de perros. Nunca escuchaba las historias de sus amigas de la escuela. Le parecían tontas pero se juntaba con ellas porque también eran lindas y no la envidiaban. En su casa la madre le había enseñado que la envidia era la cosa más asquerosa que podía existir sobre la tierra, teniendo en cuenta que existen el excremento, las cucarachas y los domingos. La envidia era peor que todo. Griselda se amoldaba muy bien al grupo de las chicas porque tenía una imaginación enorme y le gustaba actuar cualquier cosa.
Y Victoria seguía con su relato. No le importaba saber que las otras intentaban ignorarla, lo que quería era decirlo. Escucharla, la iban a tener que escuchar así no les importara.
Las uñas del pie izquierdo de Natalia ya estaban listas, doble capa de esmalte más rojo que la sangre. Se acomodó y ahora dejó sobre la silla al pie derecho, para empezar pintando por el dedo chiquito. Aprovechaba para pintarse en lo de Griselda porque su mamá no la dejaba pintarse en su casa. Se tendría que sacar la pintura antes del paseo del próximo fin de semana. Por supuesto que de esto las demás no sabían nada, a ninguna le gustaba mostrar que más que mujeres, eran como perros siendo adiestrados bajo las órdenes de sus padres.
Griselda meneaba el vaso vacio ya, masticaba en su boca los últimos pedacitos de hielo. Se encogió de hombros, sintiendo el frio que le bajaba por la nuca. Se sacudió. Tenía el pelo mojado con agua de la pileta y una bikini empapada debajo de una camisola amarilla que le cubría los brazos y las piernas hasta las rodillas. Tenía las piernas extendidas sobre una silla y estiraba el cuerpo, hundiendo los pies en el pasto, para tirar la cabeza para atrás y mirar qué pasaba en el cielo. Una nube negra se asomaba a lo lejos.
-Y entonces ya era demasiado tarde para decirle que no, y tampoco quería, me sacó el corpiño, estuvo como cinco horas
Natalia se incomodó tanto que se puso de pie. Las otras dos la miraron, instintivamente sorprendidas. Dijo que iba al baño, se calzó las chancletas que había dejado sobre el pasto y esquivó con secreta vergüenza las sillas del camino. Sólo le quedaba pasar frente al hermano mayor, si miraba hacia abajo, como concentrada en otra cosa, el momento sería rápido, casi imperceptible.
Mientras ella pasaba, el hermano se levantó, apoyó la guitarra contra la medianera y se dirigió, también, hacia dentro de la casa. Coincidieron en la ventana, él la dejó pasar.
Rápido se metió al baño chiquito de la cocina y cerró la puerta movediza. Adentro se miró la cara, se lavó las manos, se volvió a mirar la cara. Salió del baño y vio al hermano de mayor de espaldas. El la escuchó y, ensayado, se dio vuelta.
-¿Querés?, dijo cortando el aire, sosteniendo adentro el humo del porro que le ofrecía a Popi.
Ella lo agarró entre sus dedos y fumó. Una, dos, tres veces. Empezó a toser. Le devolvió el porro con una mano y con la otra se tapaba la boca de la vergüenza. La tos no aliviaba aunque Popi la intentara calmar carraspeando, la garganta irritada le devolvía espasmos y ella pronto perdió control de su propio cuerpo. Cuando se le pasaba un poco, sonreía como loca, no quería mostrar su vergüenza. Si los demás se dieran cuenta de que quería llorar de veras, de cuántos nervios le daba esta tos, de la humillación que estaba sintiendo, si supieran ¿entonces qué? Sonreía, no fuera a ser que pensaran que no podía reírse de si misma.
El hermano, incómodo, largó una carcajada sin gracia. Ella, que ahora temía que a la tos la siguiera el vómito o el llanto, se volvió a encerrar en el bañito. Desde adentro escuchó a el hermano mayor que fumaba y también le dio tos; miró por la cerradura y lo vio largando humo por la nariz y la boca. En los ojos a él también se le notaba el miedo.
Cuando volvió a la mesa, el relato de Victoria ya había terminado. Ahora Griselda peleaba con Francisca que había vuelto de fijarse las marcas de los televisores de la casa. Francisca quería ir a la casa de una amiga a jugar y Griselda se negaba a llevarla. Le daba miedo andar por la calle a esa hora.
Miedo a las luces fuertes y las sombras y al piso caliente y al viento débil que agita las últimas ramas de los arboles. A todo ese escenario siniestro y silencioso. Sus amigas querrían irse a sus casas y ella tendría que volver sola. Resentía el momento de las reuniones cuando algún evento hacía tambalear todo, haciendo incomodar sutilmente a los invitados y recordándoles que había un mundo afuera, que ya era hora de volver a casa. Estaba sucediendo y era culpa de Francisca. Esperó el anuncio de retirada de alguna de sus amigas pero no llegó; frente a este abuso a su hospitalidad, sentía ahora que quería un poco que se fueran.
Francisca finalmente se levantó y caminó hacia el fondo del jardín. Se detuvo un momento, se quito el pelo del hombro. Nadie le prestó atención.
Natalia jugaba con los esmaltes sobre la mesa, hacía chocar los vidrios, cada tanto se limaba un poco las uñas. Griselda maldecía a su hermana que la tenía podrida con un discurso que la hacía parecer más grande y cansada de lo que era. Había un pacto de la hermandad que se rompía en la presencia de las amigas; Francisca fastidiaba el ambiente y violaba constantemente el pacto bajo el cual sólo podía estar ahí si aceptaba hacer de ayudanta de las chicas.
Victoria, aburrida, agarró la tijerita de uñas, dobló la rodilla y subió el pie al asiento. Con suma concentración empezó a cortarse los pelos que le crecían en la pantorrilla. Griselda seguía despotricando mientras se servía más jugo de manzana. Luego, un minuto de silencio.
-Tengo frio, ¿Vamos a depilarnos?
Escondida entre los matorrales, ofendida, Francisca vio cómo las chicas se levantaban de la mesa, dejando el jardín vacío, el mantel bailando con el viento, sostenido solo por el peso de los esmaltes de colores y el vaso de whisky. La nube negra ahora cubría la mitad del cielo.
Las amigas entraron a la habitación de la mamá de Griselda y cerraron con llave. Griselda abrió el placar de madera marrón y sacó un horno naranja con un enchufe y un hueco lleno de cera verde y maciza. La enchufaron debajo de la mesita de luz y se sentaron una a cada lado de la cama a esperar que calentara. A medida que la cera se derretía, motas de pelos cortos emergían hasta la superficie y quedaban ahí, flotando.
-Qué asco, está sucia, dijo Victoria
-No, se usa muchas veces la cera, nena, hasta que haya más pelos que partes verdes
-Yo así no la uso ni loca
Por haber sido la que se quejaba, Victoria fue la elegida para ir a la cocina a buscar el colador. Revisando los cajones, pudo espiar de reojo al hermano mayor tirado en el sillón del living. Tenía el cuerpo como arrojado sin vida, la tele estaba prendida y la miraba hipnotizado, con la boca abierta. Victoria encontró el colador en el cuarto cajón y volvió a la habitación de los padres,
-Cerrá con llave, le ordenó Griselda
-Hay un olor horrible
-¡Cerrá!
Colaron la cera en el baño de la habitación. Popi fue la elegida para sostener la olla y volcar la cera a través del colador que sostenía Victoria. Antes de que todo el líquido hubiera pasado, el calor de la olla empezó a quemar, despidiendo un humo de olor fuerte. Popi soltó las manijas de golpe, soltando la olla a que pegara una vuelta en el aire. Por un segundo, pudo verse la masa verde y blanda suspendida en la altura, tomando distintas formas y largando humo. La masa aterrizó sobre el mármol del baño y sobre las manos y las piernas de las chicas que ahora corrían alrededor del baño gritando y ardiendo con furia.
-¡Pelotudas! ¡Pelotudas!, gritaba Griselda, única sobreviviente al accidente. Pronto agarró el lápiz con el que se untaba y empezó a recuperar cera del mármol; se untó los bigotes y los muslos, quemándose la piel.
El hermano mayor dormía tapado con una frazada en el sillón cuando las chicas habían casi terminado de juntar la cera de nuevo en la olla. Una nube tóxica ahora sobrevolaba el baño, la cera seguía quemando y despidiendo sus humos. Griselda seguía depilándose los bigotes y Popi levantaba los brazos mientras Victoria le untaba las axilas con el lápiz. Las tres se habían acostumbrado al sopor que les producía el baño.

En la cocina, el viento que entraba por la ventana abierta hacía bailar a las cortinas. Afuera los esmaltes se habían caído de la mesa y el vaso de whisky se había partido en mil pedazos sobre el piso. El mantel, ahora suelto, se había volado y aterrizó sobre un arbusto del jardín. Escondida detrás del arbusto, Francisca esperaba la tormenta. La nube gris ahora ocupaba la totalidad del cielo. Hacía rato que no escuchaba a su hermana y sus amigas. Se sacó la remera por sobre los hombros y se desabrochó los pantalones. Con el cuerpo desnudo, se acercó al vértice de la pileta. Esperaba atenta a que alguien la detuviera: nadie. Griselda, Popi y Victoria yacían inconscientes y untadas con cera sobre el piso del baño. El hermano mayor descansaba en el living bajo su gruesa frazada. Francisca los llamó a todos desde el borde de la pileta.
-Chicos, ¿me meto en la pileta? Euu, ¡me meto en la pileta!
Y con el pie izquierdo bajó el primer escalón. Sopló un viento furioso y el mantel volvió a levantar vuelo, ahora levitaba sobre la pileta. Francisca dio un paso más, hundiendo toda su pantorrilla en el agua.
-Me meto, ¡eh!
Así, bajó uno y otro escalón. Reinaba el silencio esa tarde y empezaron a caer las primeras gotas. 





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