A
la mañana siguiente, Lidia abrió los ojos y vio la cama de su hermana vacía y
deshecha. afuera era de día, pero las persianas bajas guardaban la oscuridad de
la habitación. Lidia se estiró en la cama de un lado a otro, recordaba a su
abuela que la llamaba gato perezoso; soy un gato perezoso, mis garras filosas
podrías rasgar estas sábanas, podría saltar por la ventana y acabar con todo
esto, deslizarme hasta la casa, pasearme por sus pasillos. Entonces giró su
cuerpo y ahora pudo ver las cortinas de tela blanca que parecían flotar por la
habitación, empujadas por un viento suave que entraba por la ventana. Lidia se
levanto de golpe. Sintió un fuerte mareo en la cabeza, su vista nublada; quizás
era el momento de la transformación. Cuando volvió a si, lamentó con tristeza
no haberse encontrado cubierta de pelo. Caminó hasta la ventana y se paró
detrás de las cortinas. Ahí estaba, como todos los días, como toda la vida: la
casa. Cuando posaba sus ojos sobre ella, Lidia no podía dejar de mirarla. ¿Y si
saltara y fuera hacía allá? Ahí estaba, al alcance de su mano; pero entonces a
imagen de su madre y su hermana sentadas bajo el altar, su pobre madre sola en
la búsqueda y los diarios, ya nadie escribiría los diarios. Corrió las
cortinas, fue hacía la mesa de luz y abrió el cajón. El olor a sangre atestó la
habitación. En una esquina, un puñado de dientes viejos empezaban a pudrirse. Lidia
sacó su diario y cerró el cajón con fuerza. Se tiró sobre la cama y empezó a
escribir, apretando demasiado el trazo contra el papel. Lo que escribía se
marcaba, entonces, no solo en la hoja que estaba usando, sino en todas las
hojas del diario que recibían, heridas, la presión de su mano.
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