6 de octubre de 2013

las mañanas de lidia

A la mañana siguiente, Lidia abrió los ojos y vio la cama de su hermana vacía y deshecha. afuera era de día, pero las persianas bajas guardaban la oscuridad de la habitación. Lidia se estiró en la cama de un lado a otro, recordaba a su abuela que la llamaba gato perezoso; soy un gato perezoso, mis garras filosas podrías rasgar estas sábanas, podría saltar por la ventana y acabar con todo esto, deslizarme hasta la casa, pasearme por sus pasillos. Entonces giró su cuerpo y ahora pudo ver las cortinas de tela blanca que parecían flotar por la habitación, empujadas por un viento suave que entraba por la ventana. Lidia se levanto de golpe. Sintió un fuerte mareo en la cabeza, su vista nublada; quizás era el momento de la transformación. Cuando volvió a si, lamentó con tristeza no haberse encontrado cubierta de pelo. Caminó hasta la ventana y se paró detrás de las cortinas. Ahí estaba, como todos los días, como toda la vida: la casa. Cuando posaba sus ojos sobre ella, Lidia no podía dejar de mirarla. ¿Y si saltara y fuera hacía allá? Ahí estaba, al alcance de su mano; pero entonces a imagen de su madre y su hermana sentadas bajo el altar, su pobre madre sola en la búsqueda y los diarios, ya nadie escribiría los diarios. Corrió las cortinas, fue hacía la mesa de luz y abrió el cajón. El olor a sangre atestó la habitación. En una esquina, un puñado de dientes viejos empezaban a pudrirse. Lidia sacó su diario y cerró el cajón con fuerza. Se tiró sobre la cama y empezó a escribir, apretando demasiado el trazo contra el papel. Lo que escribía se marcaba, entonces, no solo en la hoja que estaba usando, sino en todas las hojas del diario que recibían, heridas, la presión de su mano. 

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