5 de octubre de 2013

Lidia y Selva

Lidia y Selva fueron reclutadas como soldados de batalla. Ellas eran piezas claves para encontrar a la empleada perfecta. Al lado del altar, en el living de la casa, se construyó el muro estratégico. Beatriz pegó una placa de corcho contra la pared y contribuyó con el primer grano de arena: en un papel cuadrado escribió con un marcador negro y grueso el título de la nueva misión: “La búsqueda”.  Alrededor del flamante centro de comando encendió tres velas que robó del altar del santo. Entonces, Beatriz y sus dos hijas se hincaron a rezar a la Virgen y todos los santos por que les enviaran una mucama que fuera el diamante del hogar.
Esa noche, Selva tuvo dificultades para dormir. En su cabeza, los ojos del santo que regenteaba el altar del living ardían rojos como el fuego. Pensaba que el todopoderoso, enardecido, se vengaba por el robo de las velas para una causa ahora más importante. En la oscuridad de la habitación, Selva sentía como caían las lágrimas desde la punta de sus ojos, imitando el recorrido recto de la sangre que se deslizaba cada noche desde sus comisuras hasta la almohada. Se refregó los ojos con las manos hechas puño y salió de la cama. Se deslizó por la casa que descansaba, bajando las escaleras y entrando al living. Conocía bien a los habitantes de la oscuridad, bien sabía que nada podía hacerse en contra o a favor de ellos, intentaba caminar ignorando el vértigo en la espalda, la tensión en los hombros y la electricidad en el pelo; consecuencias, sabía, de la vida en las penumbras.
Llegó frente al centro de operaciones, se agachó, pidió perdón en voz baja y llevó las velas de un altar al otro. No lo veía, pero sabía que los ojos del santo ya no echaban fuego y, con esa certeza, atravesó la espesura y volvió a su cama. Lidia se retorcía en la cama de al lado y Selva sabía que su hermana transitaba las noches de manera distinta. Ahora que todo había vuelto a su orden habitual, a lo mejor ambas podrían descansar mejor. 

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