Lidia
y Selva fueron reclutadas como soldados de batalla. Ellas eran piezas claves
para encontrar a la empleada perfecta. Al lado del altar, en el living de la
casa, se construyó el muro estratégico. Beatriz pegó una placa de corcho contra
la pared y contribuyó con el primer grano de arena: en un papel cuadrado
escribió con un marcador negro y grueso el título de la nueva misión: “La
búsqueda”. Alrededor del flamante centro
de comando encendió tres velas que robó del altar del santo. Entonces, Beatriz
y sus dos hijas se hincaron a rezar a la Virgen y todos los santos por que les
enviaran una mucama que fuera el diamante del hogar.
Esa
noche, Selva tuvo dificultades para dormir. En su cabeza, los ojos del santo
que regenteaba el altar del living ardían rojos como el fuego. Pensaba que el
todopoderoso, enardecido, se vengaba por el robo de las velas para una causa
ahora más importante. En la oscuridad de la habitación, Selva sentía como caían
las lágrimas desde la punta de sus ojos, imitando el recorrido recto de la
sangre que se deslizaba cada noche desde sus comisuras hasta la almohada. Se refregó
los ojos con las manos hechas puño y salió de la cama. Se deslizó por la casa
que descansaba, bajando las escaleras y entrando al living. Conocía bien a los
habitantes de la oscuridad, bien sabía que nada podía hacerse en contra o a favor
de ellos, intentaba caminar ignorando el vértigo en la espalda, la tensión en
los hombros y la electricidad en el pelo; consecuencias, sabía, de la vida en
las penumbras.
Llegó frente al centro de operaciones, se agachó, pidió perdón en voz baja y llevó
las velas de un altar al otro. No lo veía, pero sabía que los ojos del santo ya
no echaban fuego y, con esa certeza, atravesó la espesura y volvió a su cama. Lidia
se retorcía en la cama de al lado y Selva sabía que su hermana transitaba las
noches de manera distinta. Ahora que todo había vuelto a su orden habitual, a
lo mejor ambas podrían descansar mejor.
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