-¡Tía, el palo!, le hubiera dicho ella
si hubiese estado caminando a su lado.
Llegaron a Ushuaia en el vuelo de la
madrugada, tomaron un taxi en el aeropuerto, las chicas iban durmiendo. Se
recostaron en la cama sin enterarse. A la mañana siguiente, desayunaron todos
juntos. A Lucía la sorprendió que los papas tomaran los mates fuera de la cama.
Observó la situación del desayuno con ojos desconfiados. Algo nuevo estaba
pasando que aun no tenía nombre y no se le presentaba claro todavía. Buscó en
la cara de la madre y nada. La indiferencia no estaba, la mamá todavía la
miraba, la tocaba y la llamaba Lu, cosas que no habría hecho enojada. ¿Y el
papá? Lo miró desde la mesa. Fumaba su cigarrillo sentado en la esquina,
mirando fijo hacia el televisor, como si pudiera ver más allá de la pantalla,
adentro del laberinto de cables y placas que se escondían por detrás. Apoyaba
la cabeza sobre una mano y tenía la otra mano sobre su rodilla. Rebotaba con la
punta del pie sobre el piso, moviendo todo su cuerpo. Hubo tostadas con
manteca. Por el ventanal, Lucía vio los rayos del sol de verano resplandecer
sobre la punta del Monte Olivia.
La tele estaba encendida, pasando el noticiero
de la mañana. Ana terminó su tostada y pidió más. No había más pan y se largó a
llorar. Lloraba como la primera vez que había perdido a Cocó y los papás habían
tenido que recorrer toda Buenos Aires para encontrar uno exactamente igual. Lucía
la observaba, asustada y en silencio, pero esto tampoco se le aparecía como
algo muy fuera de lo común. En el último mes, Ana había encontrado una razón
para llorar todas las mañanas y noches de cada día. A Lucía le quedaba una
tostada en el plato; la mamá la cortó en dos y le dio la mitad a Anita.
Entonces se escuchó al fin la voz del
señor de la tele,
-Estratégicamente Ushuaia está en el borde del
agujero de la capas de ozono, que se concentra sobre la Antártida, debido
a su movilidad y dinámica hay días que el fenómeno nos afecta.
Anita comía su pedazo de pan mirando al plato, Lucía no le sacaba la
vista de encima.
Sonó el teléfono y la mamá atendió en la cocina. Le alcanzó el tubo al
papá
-Hola…
La voz al teléfono se confundía con el periodista en la televisión
-…el
desconocimiento general lleva a pensar que cuando uno habla del agujero
de la capa de ozono es que tenemos un agujero en la cabeza los 365 días del año,
de que estamos bajo riesgo de salud
-Quedamos
que a las cinco en lo de Marta
Las palabras rebotaban en la cabeza de
Lucía, que imaginaba agujeros en las cabezas de sus papas, pero sobre todo en
la de Anita. Estaba sentada en la mesa con la boca abierta y los ojos perdidos.
El sol ya brillaba por encima del monte y la mala prensa que le habían hecho en
el noticiero hacía que en su luz abundara el peligro, enrareciendo aún más el
clima de la mañana.
Lucía sintió el tac del teléfono colgado
y al padre que salía por la puerta. Esa tarde la mamá las llevó a la clase de
danza y llegó tarde a buscarlas sola. A la clase habían ido pocas chicas. El
tiempo, para Lucía, se había vuelto una masa confusa de acontecimientos. Nada
se parecía a lo que ella había conocido hasta entonces.
De vuelta a la casa, el padre aun no
había llegado. Lucía no sabía ni qué palabras usar para preguntarle algo a su
madre.
Pasaron los días y el papá no volvía. La
madre las acompañaba en el desayuno, salía y volvía a aparecer por la casa
entrada la noche. Durante la mañana, la atención se centraba en la menor, que
ahora parecía levantarse siempre con dolor de panza. Luego las chicas pasaban
el día bajo el cuidado de Cristina; miraban películas, armaban rompecabezas y
ordenaban las habitaciones. Casi no hablaban entre ellas.
Una tarde con Cristina, Lucía se encerró
en la habitación de los papas y revisó la mesa de luz del padre. Una de las
primeras cosas que encontró fue la caja de videos y no revisó más. Le pidió a
Cristina que le pusiera el de la muestra de baile y se sentó sobre el borde de
la cama. Sus pies descalzos no tocaban el piso.
La tele mostraba una imagen oscura con
hormigueo. Se escuchaban voces susurrando, sillas acomodándose y el ruido de la
cámara siendo maniobrada. La imagen se movía hacia arriba, la punta de la
cabeza de algunos padres aparecía iluminada por la luz del escenario. Luego, el
escenario vacío, una cortina cerrada y un reflector que brillaba hasta Lucía,
sentada en la cama. De repente, la cortina se abre y, mientras las voces siguen
susurrado, aparece el color en la imagen. En el medio del escenario hay tres
chicas, todas usan vestidos de charleston con flecos negros. La del medio lleva
uno azul, la de la izquierda uno rojo y la otra uno amarillo. Cuando se termina
de abrir la cortina, se ve a Lucía en la esquina derecha. Es la más baja de las
cinco chicas y además no usa zapatos con taco como las demás. Empieza a sonar
una canción instrumental, se escucha fuerte y distorsionada. Las chicas del
medio, con sonrisas radiantes y mirando al frente, empiezan a bailar. Lucía, en
la esquina, está parada y con la cara mirando al costado. Mueve los brazos de
un lado al otro, pero tiene los ojos fijos sobre la bailarina a su lado,
intenta copiar sus pasos con las piernas. El paso de Lucia siempre está atrasado
respecto al de las demás, no saca la mirada de encima de su compañera. Los
flecos de las bailarinas se mueven de acá para allá, menos los de Lucía que, a
ritmo lento y torpe, desmarcan los pasos del grupo.
Lucía, en la cama, empezaba a
impacientarse. Con las manos apretadas sobre el colchón, por momentos perdía de
vista el video. De repente, la cámara empieza a temblar y se escucha la risa
callada pero continua del padre, como un ahogo. La imagen no recupera la
estabilidad hasta el fin del baile, cuando se cierra el telón y las bailarinas
desaparecen de escena. Entonces la Lucía se levantó de la cama, se acercó al
televisor y lo desenchufó. Cristina pasaba la aspiradora en su habitación y el
ruido se escuchaba por toda la casa.
Lucia entro en su habitación y,
aprovechando que Cristina estaba de espaldas, se escondió debajo de la cama.
Desde ahí, acerco los ojos a la luz para espiar los movimientos de la
aspiradora. Las piernas finas de Cristina estaban apretadas en un jean azul, tenía
una remera grande de anchas rayas blancas y azules. Su pelo era corto y muy
lacio, de atrás hubiese podido parecer una asiática, pero era chilena. Movía los
brazos intensamente hacía adelante y hacia atrás, rebotaban los ruidos de la
muerte adentro del palo de la aspiradora y Lucia pensó en la tía. A la tía le
hubiese encantado verla bailar, le hubiese encantado y a Guido también. el rayo
del sol entraba por la ventana y no la dejaba ver bien.
Revoleó un zapato desde debajo de la
cama. El taco golpeó el costado de la pierna de Cristina antes de caer al piso.
Siguió la lluvia de zapatos atacándola, golpeándole la cabeza, los brazos y las
piernas
-¡Basta, Lucia, basta!
Lucia salió corriendo de la habitación y
bajo las escaleras. Cuando llegó a la cocina, el silencio la hizo darse cuenta
de que Cristina no la había seguido. Con vergüenza caminó hasta la heladera y
agarró una banana. Busco su mochila del colegio, la vació sobre la mesa, guardó
la banana y un lápiz y subió el cierre. Se colgó la mochila al hombro y salió sola
por la puerta de entrada. Sabía adonde quería escapar: iría al árbol de la tía
Marta, a dos cuadras de su casa y subiendo por Piedra Buena. El árbol crecía en
un claro de verde alto, desde donde se veía la bahía y algunos techos de chapa.
Lucía conocía al árbol desde chiquito y sabía que su rincón albergaba una calma
difícil de encontrar en otros lados. Ahí encontraría refugio esa tarde.
Pero Cristina la agarró de la oreja
antes de que pudiera caminar más de media cuadra
-Mocosita, ¿adónde se cree que va?
Lucía no dijo palabra, odiaba esa
pregunta. Se sintió humillada y volvió a su casa sin dirigirle la mirada a Cristina,
que la arrastró de la oreja hasta la cocina y la sentó en una silla
-Ahí te quedas hasta que llegue tu mamá
Esa tarde volvió el papá y la encontró a
Lucía todavía sentada en la mesa. Le dio un beso en la frente. Lucía decidió
extender y prolongar el régimen de silencio y tampoco le habló al padre. La luz
del sol se fue apagando y fue prevaleciendo en la cocina la luz de una lámpara cálida
que colgaba del techo de la cocina hacia el centro de la mesa.
El papa se despidió de Cristina y se fue
arriba. Lucía se quedó sola en la cocina de nuevo. Desde que volvieron de
Buenos Aires que no veía a Guido y lo extrañaba. Quería saber cómo era que se
hubiera muerto su mamá y dónde estaban todos, por qué el verano estaba tan
callado.
El trato de silencio hacia todos los
habitantes de la casa se prolongó durante unos días. A Lucía le costaba mucho
aguantarse las ganas de preguntar, pero tampoco hubiese sabido cómo hacerlo. Una
tarde, el papá la fue a buscar en el auto al colegio con una sorpresa: le había
comprado unos nuevos zapatos para danza. Estos eran negros y los que pedía la
maestra eran rojos, pero el papá dijo que los podía pintar. Lucía sonreía con
felicidad, se le levantó la capa gris que cubría sus ojos y sintió el corazón
liviano de nuevo
-Pero no le vayas a decir a Anita que te
los dimos, ¡nos mata!
El auto se llenó del humo negro de su
cigarrillo y Lucía se irguió, siguiendo la angustia en su pecho. Miró sus
zapatos que debían ser rojos y buscó la cara de su padre. Escuchó de nuevo su
risa seca,
-Ahh, la Anita, decía y se reía solo, y
el sol maldito le daba de lleno en la cara. Se siguió riendo un rato largo, igual
que en el video.

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