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1 de marzo de 2014

La canción de los muertos

-Acá dentro está Facundo, le dijeron esa tarde, mostrándole una panza redonda como una luna. Lucía estaba convencida de que este era otro de los juegos de sus padres en los que todos terminaban riéndose de ella.
Sin embargo, pensaba con frecuencia en Facundo. Le habían dicho también que era un varón y que iba a vivir con ellos cuando naciera. Lucía se imaginaba que un chico como sus compañeros iba a llegar a alterar las cosas de la casa, ¿dónde iba a dormir? No había lugar en la mesa para uno más haciendo los deberes a la tarde y, además, ahora Guido iba a querer jugar al futbol y esas cosas en las que no las iban a incluir. La llegada de Facundo la dejaría con Anita como única aliada.
La panza de la madre le causaba un profundo terror. Se encerró en la habitación durante el resto de la tarde, no quería que le hablaran más del tal hermano. Acostada en su cama, con las piernas cruzadas, miraba hacia adelante sin pensar. La luz del pasillo entraba por debajo de la puerta. Unas patas largas y de andar lento hicieron sombra sobre el fondo luminoso. Después de las patas, una cola.
Lucía vio la sombra de Palmiro ir y venir varias veces antes de acordarse súbitamente de la invitación de Guido. Sonrió sin quitar la mirada de la mancha de luz sobre el piso.
-¿Venís al final?, le preguntó Guido cuando la vio en la punta de las escaleras con la mochila puesta.
-Sólo un rato, dijo Lucía. Quería con todo su corazón acompañar a Guido esa tarde, pero por nada del mundo quería volver a pisar el Huerto.
La abuela había decidido que Guido sí tendría que ir al Huerto de los Olivos a hacer la secundaria, aunque a Lucía la hubieran tratado tan mal. Tres meses después del comienzo de las clases, su padre murió de cáncer y Guido faltó a la escuela por una semana. Guido viajó al sur con la abuela Celia porque tenía que cargar el ataúd en el funeral.
-¿Para qué llevas el ataúd?
-Lo enterramos bajo tierra, la abuela Celia dije que es un espanto, pero la familia de mi papá era muy religiosa
El mismo día que volvió a la escuela, uno de los curas quiso tomarle un examen al que había faltado. Guido intentó explicarle lo de la muerte de su padre, pero el profesor no escuchó razones. Pasadas las dos horas de clase, Guido entregó su hoja en blanco. Aprovechó el recreo y se escapó del colegio por  la salida del costado de la iglesia.
Cuando el papá de Lucía escuchó la historia, no hubo vuelta atrás. En llamas, encendido, corrió hasta el colegio y directo hasta la oficina del director donde, sin ni siquiera golpear la puerta, entró dando fuertes pisadas y agarró al cura por el cuello de su negra sotana. El encuentro fue tema de conversación de los alumnos durante más de una semana. Los pocos que habían presenciado la escena la contaban con más y más exageración dos o tres veces durante cada recreo. Y los alumnos, fascinados, la repetían, siempre buscando a aquel que no la hubiera escuchado todavía para poder contarla de nuevo.  Por suerte, Guido no fue al colegio esa semana porque los curas lo habían suspendido a raíz de todo el episodio.
Lucía odiaba a los curas y a todo aquel colegio que tanto mal les había hecho a ellos. Pero era la Feria de Ciencia de Guido y era mejor acompañarlo que dejarlo sólo. El papá de Lucía había dicho que si era por él, que no fuera nadie, ni siquiera Guido, pero él quiso ir igual y ella junto valor porque sabía que era una de las últimas oportunidades de estar a solas con su primo antes de que llegara Facundo.
Fueron caminando hasta la escuela, Guido le iba contando sobre cada uno de sus compañeros como para que Lucía los distinguiera ahora que los iba a presentar. Laura era la más linda de la clase para Guido, aunque le parecía más interesante Florencia. Su mejor amigo del curso se llamaba Lucas y había un tal Sebastián al que no había que darle un segundo de atención.
La charla los distrajo y llegaron a la puerta del colegio antes de poder cansarse de caminar. Lucía vio el auto su padre en la puerta y miró a Guido, él no sacaba la vista del auto
-Vamos, la agarró de la mano y corrió hasta la ventanilla
-Suban, dijo el papá, Vamos, suban

Los hicieron esperar en una sala del hospital. Cuando el papá quiso entrar, dejaron a las chicas al cuidado de Guido. Los tres estaban sentados en una fila de asientos grises, mirando hacia el viejo televisor que colgaba de la pared. Guido no se había ni quejado por la feria de la escuela para la que había trabajado tanto. Lucía no entendía por qué ellos también tenían que estar ahí. Anita había conseguido que le dieran un billete de dos pesos y ahora se lo enrollaba entre los dedos. Sabía que los demás sentían celos de su fortuna y quería aferrarse a su premio durante la mayor cantidad de tiempo posible.

El doctor cruzó la puerta con las manos en alto y una gran mancha roja que le cubría todo el pecho. 

5 de febrero de 2014

ni un zapato

No tenía recuerdos de los años que había pasado en Buenos Aires, pero cierto evento atraía su atención de manera fundamental. La prima Elizabeth había estado guardando todo este tiempo la colección de muñecas de Lucía. El posible reencuentro con aquel mundo llenaba su cabeza de fantasías de juegos infinitos y cortes de pelo. Por otro lado, el primo menor,  Leandro,  iba a estar ahí y Lucía no podía aguantarlo más. Leandro tenía su edad pero se portaba como si tuviera 4 en un cuerpo gigante. Los papás le explicaban a Lucía que Leo era diferente, pero esto no la hacía quererlo más o que no le molestara que la tocara todo el tiempo con sus manos pegajosas, que le hablara con ese aliento a humedad o que siempre estuviera parado detrás de ella haciéndole preguntas
-¿Te pusiste bombacha?
Ya se terminaba segundo grado y Lucía, Anita y sus papás iban a ir a Buenos Aires a pasar el verano. Lucía vivía el fin de cada día con emoción, pensando que se acercaba más y más el viaje. La mamá ya no soportaba más los días de invierno y estaba al borde del colapso por pasar tanto tiempo sin ver el sol; cada tarde se quejaba de manera distinta y obligaba a sus hijas a vestirse con todos los mismos abrigos que en el invierno. Lucía odiaba, especialmente, las orejeras rojas que no quería tocar ni con la punta de sus dedos. El tacto del peluche áspero le daba unos escalofríos que la hacían apretar fuerte la dentadura. Fue así que uno de esos días descubrió su primer diente suelto. Con la punta de la lengua, lo movía de un lado a otro con suavidad, llevándolo más lejos con cada vez, midiendo hasta dónde cedía la encía. Se preguntó si recibiría plata aún si se arrancaba el diente con un hilo atado a la puerta, como había visto hacer en las historietas que le regalaba la abuela.
Una de las últimas tardes de clase, Lucía esperaba con su mamá a que el padre las pasara a buscar por la zapatería. Había tardado un rato largo en sacarse la campera de plumas incluso dentro del local; hacía tanto frío que al cuerpo le costaba acostumbrarse al calor. Mientras la mamá atendía clientas, Lucía caminaba con el cuerpo pegado a la vidriera. El vidrio estaba empañado y a Lucía le gustaba apoyarle su dedo índice y arrastrarse de punta a punta. La cabeza miraba hacia afuera, donde su reflejo le devolvía la charla. Hablaban en voz baja, casi balbuceando sonidos que no eran palabras. La campana de la puerta no dejaba de sonar. De la calle entraba un soplo de frio que pronto se distribuía por el ambiente. Las señoras charlaban mientras ojeaban zapatos
-Te digo la verdad, ahora que los veo de cerca no sé bien qué decir
-Hay cosas de mí que no sabes y que son difíciles de explicar, dijo por teléfono una susurrando sin lograr no ser oída, mientras sostenía un zapato de felpa rojo y lo examinaba como si fuera un bicho. De repente lo soltó en la repisa y se fue. Mientras la señora cerraba la puerta, haciendo sonar la campanita, el zapato cayó al suelo. Lucía se distrajo de su juego y miró a la mujer alejarse de la zapatería, gesticulando con la mano del zapato.
La mamá cerró la puerta con llave y abrió la caja.
-¿Cuántos zapatos vendimos hoy, ma?
-Ninguno, respondió mientras contaba billetes de a 100. Los miraba fijo y la lengua le colgaba un poco por fuera de la boca.
-¿Puedo ir a lo de la tía Marta a tomar la merienda?
-Ponete las orejeras
Lucía caminó hasta lo de la tía pensando. Ningún zapato; no vendimos ni un zapato. Y se dio vuelta a mirar a las mujeres que pasaban por la vidriera de la zapatería y ni se paraban a ver. Las resintió. Ni un zapato.
-Siempre tan curiosa, Lucía

En lo de la tía Marta estaba Roxana mirando la tele en la cocina. La casa siempre tenía un olor dulce y riquísimo, como el de los jazmines pero otro. Hicieron tostadas y las comieron con dulce de leche. Con hambre y sin pan, después decidieron mezclar la manteca con el azúcar y lo comieron mientras miraban el show de la tarde. La tía Marta no llegó nunca, estaba trabajando en la librería, dijo Roxana. A Lucía le pareció que Roxana se estaba poniendo redonda pero la mamá le decía que eso pasaba también cuando uno come tanta manteca.
Muy pronto, Lucía escuchó ruido desde la puerta de calle y perdió la curiosidad por Roxana. La prima seguía hablando, pero los pasos sobre la escalera la distraían de la cocina ¿quién llegaba? Guido volvía de futbol. Entró con la cara iluminada por su sonrisa. Saludó a las chicas  y se fue a bañar y cambiar. Entonces Lucía ya no estuvo de la misma manera en la cocina con Roxana, sino todo el tiempo esperando que Guido volviera a aparecer. Cualquier ruido cerca de la puerta bastaba para que su mente se perdiera por los recuerdos de los paseos con el primo.
Vino al rato y dijo que iba a comprar unas hojas para la carpeta y si Lucía lo quería acompañar. Saludaron a Roxana y bajaron juntos las escaleras. Atravesando la puerta de calle y dormido como un tronco estaba el viejo Nahuel, que era parecido a Palmiro, aunque a Lucía le daba un poco más de miedo. Guido se acercó a despertar al perro y Lucía lo quiso abrazar y pedirle que la alzara en brazos. Se contuvo porque sabía que Guido no estaba para estas cosas y ella no quería que pensara que era una pesada miedosa. No fuera cosa que después no quisiera juntarse más con ella y entonces perdería a su tesoro más preciado y a su mejor amigo en este mundo.
Cuando salieron a la calle, Guido hizo un ruido con la garganta, miró para el costado y escupió lejos y con fuerza al piso.
-¿Está bien escupir?
-Sí, no tiene nada de malo
-¿Yo puedo escupir?
-En las mujeres me parece que no está tan bien
Lucía se preguntó si las mujeres de la zapatería escupirían, debía estar atenta con este tema de ahora en adelante. Ella no sabía bien si iba a empezar a escupir o no.
Cuando llegaron a la librería, Guido saludó al librero y le pidió una resma de hojas. Dos pesos le dijo el vendedor y Guido pidió que se lo fiaran, que andaba sin plata. Lucía vio cómo el hombre detrás del mostrador abría un viejo cuadernito que tenía escondido, buscaba entre las páginas hasta encontrar una encabezada por el nombre de Guido seguido por una lista inmensa de números. 2 pesos, anotó al final, cerró el cuaderno y se despidieron.
Al día siguiente, Lucía se despertó con un diente suelto dentro de la boca. Su propia saliva tenía sabor a metal. La clase de danza clásica era temprano y los papás no le dieron tiempo para escribir su carta. Más tarde, dijeron, y Lucía decidió que no iría a la clase de danza porque aquello no era más que una injusticia.

La clase de danza era en el segundo piso de un local vacío
-¡Una confitería tiene que haber! Sino la gente pasa y se va
El papá tenía razón. Alguien tuvo la misma idea y terminaron por poner la confitería en el primer piso del edificio. Mucha gente andaba por ahí y se quedaba tomando café, viendo a la gente pasear en el frio, como bolas de tela, al otro lado de vidrio. A Lucía la dejaban entrar a la cocina cuando el mozo la llevaba. El jugo con la naranja y los tostados eran su debilidad y la abuela le había dicho que podía pedir todos los que quisiera
-La plata hay que gastarla en comer bien, le decía a la mamá cuando se quejaba de las libertades que le daba a las chicas. En la cocina de la confitería, Lucía aprendió cómo se hacían los tostados tan ricos: una plancha enorme de miga de pan, jamón, queso, manteca y otra plancha de pan. La tostadora eran dos redes metálicas que apretaban el sándwich y lo calentaban adentro de un gran horno. Luego, el cocinero, con gran habilidad, cortaba la plancha en cuatro pedazos que echaban vapor. Lucía veía las tiras de queso derretido colgando del cuchillo del cocinero y se le hacía agua la boca.
Con el tiempo habían abierto en el edificio, aparte de la confitería, negocios de ropa y un salón de actos. Vivían ahí, también, dos amigos de Lucía con quienes pasaba las tardes en que los papás trabajaban en la oficina.
Los padres despidieron a Lucía y Anita que, paradas sobre la alfombra marrón del salón, vestidas con sus tutus azules, parecían dos viejas muñecas de porcelana. Cuando desaparecieron de su vista, Lucía agarró a Anita fuerte de la mano y la llevó por los pasillos del edificio hasta la casa de Pipi y Norberto.
Los cuatro amigos encontraron en el salón de actos los preparativos para un desfile de ropa. Una pasarela grande e iluminada se extendía de pared a pared. Detrás de una cortina, muchísimas mujeres altas y atareadas iban de acá para allá descalzas y con hebillas en el pelo. Algunas se maquillaban delante del espejo, haciéndose caras raras, otras cosían y un pequeño grupo fumaba en una esquina. Ninguna notó la presencia de los chicos. Norberto fue el de la idea y los demás estuvieron de acuerdo. Fueron los cuatro hasta la librería donde el día anterior Guido y Lucía habían comprado las hojas y compraron una cajita de chinches.
En silencio, mientras las mujeres altas seguían de acá para allá detrás de la cortina, los cuatro amigos llenaron la pasarela de chinches, siempre mirando hacia arriba. Para cuando habían terminado, ya era la hora del final de la clase de danza y pronto vendrían los papás a buscarlas. Ninguno de los amigos pudo disfrutar la concreción del gran plan.
Lucía llegó a su casa, se puso el pijama y se encerró en la habitación de los papás. Tenía una hoja de anotador y una birome azul. Se sentó en el medio de la cama, apoyando la espalda contra la pared; debajo de la hoja tenía un libro que la mamá guardaba por entonces en la mesita de luz, leyó el título “El amanecer de los brujos”.
Dibujó un uno y después llenó la hoja, del derecho y el revés, de cuantos ceros pudo anotar seguidos por un signo de dólar. Cuando terminó, le dolía la mano y el libro de la mamá estaba cubierto de marcas por la presión de la birome. Dobló la hoja, metió el diente en el medio y la puso debajo de su almohada.
Se recostó sobre la cama armada. Por la ventana entraba el sol y se podía ver la copa de un sauce moviéndose de acá para allá. Pensó que ahora la madre no tendría que estar todo el día encerrada para no vender ni un zapato y que podrían irse por ahí de paseo, que ella tampoco tendría que ir a esas clases de danza con el tutu que le picaba por todos lados y al fin podrían irse al campo y le compararía al primo Guido todas las resmas de hojas del mundo. Con la lengua recorrió su dentadura y exploró el agujero que le había dejado la pérdida. La encía vacía era blanda y suave, conservaba algo de gusto a sangre en la pequeña herida abierta.
La mamá entró en la habitación de súbito. Estaba histérica
-¡Ponete los zapatos, vamos!¡Vamos Lucía!
Anita ya estaba en su asiento, envuelta en una manta. El papá tenía el auto en marcha y en el medio de la calle. Les tocaba bocina mientras Lucía y la mamá corrían desde la casa. La mamá, con su mano sobre la espalda de Lucía, la empujaba para que fuera más rápido.
-¡Vamos! ¡Vamos!
Cuando llegaron al centro, Lucía vio más y más personas en la calle. La mayoría vestidos de entre casa, con pantuflas y una campera abrochada encima del pijama. Las mujeres se juntaban en grupos en las esquinas y conversaban con asombro. El olor a quemado llegó primero hasta el auto. El limpiaparabrisas se movía rápido, arrastrando por el vidrio los copos de nieve que comenzaban a caer. Más cerca empezaron a escucharse los gritos y las sirenas. La gente andaba por la calle conmocionada.  
Cuando llegaron, nevaba fuerte. Las llamas ardían por encima del techo de la zapatería y se mezclaban en el cielo con los copos de nieve. La vidriera estaba destruida y sólo se veían por debajo del techo cuatro vigas carbonizadas que sostenían a duras penas la estructura y se iban cubriendo de blanco. El humo negro tapaba el cielo de la cuadra entera y olía a plástico y cuero quemado. La gente empezó a agruparse alrededor del incendio, algunos caminaban desorbitados, gritando los nombres de sus mascotas o sus hijos, otros se paseaban tranquilos, como si no hubiera nada que hacer.

Lucía se movía entre la gente en brazos de su madre, sus piernas le rodeaban la cintura. Iba viendo la gente que la madre dejaba atrás, las caras de sorpresa y de sueño. Aprovechando la prisa, con una mano se sacó las orejeras de la cabeza y las dejó caer al piso. Cerca del fuego todo se movía a una velocidad tremenda, las personas ya no usaban campera y habían perdido el rumbo. La madre se detuvo exactamente frente a la vieja zapatería y dejó a Lucía en el suelo. De la mano, observaron por un minuto las llamas rojas que ardían sobre el cielo estrellado y llegaban a reflejarse en la bahía. Lucía sintió una soga rasposa que empezó a apretarle el cuello: sabía que su gran plan no había hecho más que atraer a la desgracia y que ahora sí que no quedaba ni un zapato para vender. 

31 de enero de 2014

lo llevaban brazos

Lucía y Natalia se habían hecho amigas y ahora cuchicheaban en el banco cada vez que podían. Lucía iba sintiéndose más cómoda entre sus compañeros; las caras alguna vez desconocidas comenzaban a formar parte de un entorno familiar y le daba cierta calma ya poder relacionar las voces, alguna u otra característica y los nombres de los chicos que la rodeaban. Cada vez que la llamaban Lucía, o mejor Lu, una alegría secreta le subía por las orejas.

Natalia era, de todos, su amiga más cercana. Ese día durante el recreo, Mariano le había pedido de ser novios y ella no lo podía creer. Mariano tenía un hermano en la secundaria. Cuando se acercó en el recreo a hablarle, Natalia se puso colorada y Lucía tuvo que hacerse la que iba al baño para dejarlos solos. También para ocultar los celos que le daba que su amiga estuviera recibiendo tanta atención. El baño tenía los techos bajos y un olor terrible, incluso a la mañana cuando todavía los chicos no lo habían usado. Lucía se encerró y se sentó sobre la tapa del inodoro.

Recién cuando sonó el timbre y volvieron al banco, pudieron hablar. Con las caras apoyadas contra la madera, Lucía escuchaba el susurro de Natalia mientras le contaba su historia. De fondo, la voz fuerte de la señorita Patricia dificultaba la fluidez en la conversación

-¿Y vos qué le dijiste?

-Que lo iba a pensar porque hay otras chicas del grado que gustan de él

-¿Quiénes?

-¿Vos no?

-¿Yo? No

-¡Ustedes dos! ¡Separan sus bancos ya mismo! No lo vuelvo a decir

Y así, en un segundo, la señorita Patricia destruyó lo que a Lucía le había costado semanas construir. Agazapada contra la pared, arrancó una hoja de su cuaderno y se dispuso a continuar la charla como fuera. Empezó a escribirle a su amiga con fervor, se sumergió en el mundo de sus propias palabras, de las letras sobre las líneas del papel. La interrumpió la mano de la maestra sobre su hombro

-Dame ese papel

-Pero

-¡Damelo!

Lucía dobló el papel y se lo entregó. Un calor tremendo le subió a la cara mientras veía cómo se lo guardaba en el bolsillo del delantal. Mil partículas de polvo volaron fuera del bolsillo mientras el papel ocupaba su lugar, Lucía los vio revolverse por el aula llevando una luz siniestra y sospechosa, como prueba de lo que iba a venir. La maestra dio un golpecito sobre su bolsillo

-En un rato la voy a leer. Y Lucía deseó que la tinta se volviera invisible.

El fin de semana fueron a lo de la abuela Celia. El calor de marzo hizo que los papás decidieran frenar en una heladería. Parada debajo de la barra, mirando la gran cartelera que exhibía los gustos, Lucía pensaba qué iba a pedir.

Ya todos tenían su helado menos ella:

-Vos sabes que no te corresponde

Cuando subieron al auto, Anita chupaba su helado provocando. Lucía hubiese querido abrirle la puerta y empujarla, no verla nunca más. Había pedido los sabores que a ella le gustaban, derramaba lágrimas de enojo

-La próxima vez que quieras tomar un helado, pensá antes de escribir que la maestra es una roñosa

Lucia se hundió en el asiento mirando por la ventana, intentando no ver más a su hermana disfrutando de sus gustos preferidos. Recién cuando llegaron a lo de la abuela y vio a la prima Maia, le cambió el humor. Había mucha gente y eso quería decir que iban a poder jugar tranquilas sin que nadie las vigilara.  

En la casa de la abuela todo era posible; una chica como Maia no hubiera sido su amiga en la escuela. Tenía algo especial: su pelo era rubio y largo y tenía la cara llena de pecas. Lucía la conocía bien y sabía que Maia no era tan buena como querida, pero era muy eficiente a la hora de esconderse detrás de su belleza. Ella hubiese deseado poder esconderse ahí también.

Después del almuerzo, los papás, la abuela y los tíos se quedaron tomando café.

Las chicas se entregaron al frenesí de sus experimentos. Lucía amaba con intensidad estos juegos. Sentadas las tres de rodillas, entre las toallas que colgaban de las sogas, aspiraban el olor a polvo de lavar y productos de limpieza. Se sacaron los abrigos porque el termotanque calentaba con vaho toda la habitación. Anita tenía gotas de sudor encima del labio.

Lucia sacó la bolsa de tela de su bolsillo y la abrió sobre el piso en medio de la ronda. Los diez diamantes brillaron sobre el negro. Anita los había conseguido de las lámparas del living y de la salita de música.

-Guau; Maia los acarició con las puntas de los dedos.

Les tenían prohibido ir al lavadero. Quedaba en el último piso de la casa, con muchas puertas que daban a distintas terrazas. Cierto nerviosismo rodeaba a todos cada vez que había que subir al lavadero para algo; era una zona reservada casi exclusivamente a las empleadas de la casa. La prohibición hacía que el último piso fuera para las chicas el ambiente más mágico de la casa. Era alto y silencioso, lejos del comedor donde se juntaban los padres. Si la abuela viera cuantos diamantes había conseguido Anita para el experimento ese día, pondría el grito en el cielo. Ahora sólo se escuchaba al tambor del lavarropas dando vueltas y vueltas y a las prendas mojadas cayendo sobre el fondo con pesadez. Lucía agarró un cristal entre los dedos y se lo acercó al ojo. Con la pared de fondo, el diamante se volvía blanco; si lo inclinaba un poco, largaba rayos de colores como un arcoíris.

 Lucía sintió un golpe de calor en la nuca

-Chicas, vámonos. Guarden todo y vámonos

Tuvieron que ordenar todo el experimento que estaba a medio hacer porque no había manera de calmarla.

-Vamos abajo

Cerraron la puerta del lavadero tal como la habían encontrado y bajaron por la escalera de servicio. Lucía iba primero, seguida por Anita y por último Maia.

-Shh, esperá un poco

Las tres arrastraban sus pies con medias por el piso, podía escucharse el roce de la tela con los azulejos. Lucía estiró el brazo y sujetó el picaporte de la habitación de la abuela. Hizo fuerza para abajo y a la vez, del otro lado, alguien hizo fuerza también. El picaporte cedió con demasiada facilidad.

Un hombre vestido de negro, como una sombra en la oscuridad, agarraba a Lucía y a Maia por el cuello y otro sostenía a Anita por los hombros. Las movieron de acá para allá en la oscuridad, las chicas casi no podían verlos, como si fueran fantasmas que las empujaban.

Las hicieron sentarse sobre la cama de la abuela y encendieron el televisor

-Miren dibujitos

Las chicas se agarraron de las manos; las tres miraban hacia la pantalla de la tele como hipnotizadas, sus ojos habían perdido contenido. Una nube de irrealidad rondaba por la habitación de la abuela y ninguno de los que estaba ahí podía pensar en nada más que el latido del propio corazón. Fue un rato largo de ausencia, hasta que Lucía sintió su mano sobre el acolchado de la abuela. Recordó una tarde en que la abuela estaba enferma, acostada en su cama, y ellos la habían ido a ver. Celia estaba tapada con su acolchado de plumas, los papás la saludaron y salieron de la habitación, llamando a Lucía. Ella, antes de salir, tapó a la abuela con su saquito rojo de lana; desde ese día, la abuela no la llamó más Lucía sino mi dulce.

 

17 de enero de 2014

lo llevaban en brazos


Lucía y Natalia se habían hecho amigas y ahora cuchicheaban en el banco cada vez que podían. Lucía iba sintiéndose más cómoda entre sus compañeros; las caras alguna vez desconocidas comenzaban a formar parte de un entorno familiar y le daba cierta calma ya poder relacionar las voces, alguna u otra característica y los nombres de los chicos que la rodeaban. Cada vez que la llamaban Lucía, o mejor Lu, una alegría secreta le subía por las orejas.
Natalia era, de todos, su amiga más cercana. Ese día durante el recreo, Mariano le había pedido de ser novios y ella no lo podía creer. Mariano era lindo y tenía un hermano en la secundaria. Cuando se acercó en el recreo a hablarle, Natalia se puso colorada y Lucía tuvo que hacerse la que iba al baño para dejarlos solos. También para ocultar los celos que le daba que su amiga estuviera recibiendo tanta atención. El baño tenía los techos bajos y un olor terrible, incluso a la mañana cuando todavía los chicos no lo habían usado. Lucía se encerró en uno de los cuartos de baño y se sentó sobre la tapa del inodoro.
Recién cuando sonó el timbre y volvieron al banco, pudieron hablar. Con las caras apoyadas contra la madera, Lucía escuchaba el susurro de Natalia mientras le contaba su historia. De fondo, la voz fuerte de la señorita Patricia dificultaba la fluidez en la conversación
-¿Y vos qué le dijiste?
-Que lo iba a pensar porque había otras chicas del grado que gustaban de él
-¿Quiénes?
-¿Vos no?
-¿Yo? No
-¡Lucía y Natalia Furlanetto, separan sus bancos ya mismo! No lo vuelvo a decir
Y así, en un segundo, la señorita Patricia destruyó lo que a Lucía le había costado semanas construir. Agazapada contra la pared, arrancó una hoja de su cuaderno y se dispuso a continuar la charla como fuera. Empezó a escribirle a su amiga con fervor, se sumergió en el mundo de sus propias palabras, de las letras sobre las líneas del papel. La interrumpió la mano de la maestra sobre su hombro
-Dame ese papel
-Pero
-¡Damelo!
Lucía dobló el papel y se lo entregó. Un calor tremendo le subió a la cara mientras veía cómo se lo guardaba en el bolsillo del delantal. Mil partículas de polvo volaron fuera del bolsillo mientras el papel ocupaba su lugar, Lucía los vio revolverse por el aula llevando una luz siniestra y sospechosa, como prueba de lo que iba a venir. La maestra dio un golpecito sobre su bolsillo
-En un rato la voy a leer. Y Lucía deseó que la tinta se volviera invisible.
El fin de semana fueron a lo de la abuela Celia. El calor de marzo hizo que los papás decidieran frenar en el camino para tomar un helado. Parada debajo de la barra, mirando la gran cartelera que exhibía los gustos, Lucía pensaba qué iba a pedir.
Ya todos tenían su helado menos Lucía:
-Vos sabes que no te corresponde pedir helado
Cuando subieron al auto, Anita chupaba su helado provocando. Lucía hubiese querido abrirle la puerta y empujarla, no verla nunca más. Había pedido los sabores que a ella le gustaban, derramaba lágrimas de enojo
-La próxima vez que quieras tomar un helado, pensá antes de escribir que la maestra es una hija de puta

14 de enero de 2014

los lápices



 
Cuando se dio cuenta de que si le convidaba a todos los que le pedían, las galletitas no le duraban para toda la tarde, Lucía decidió dejar de compartir comida con sus compañeros

-Amarreta, le dijo una tarde Mariana y se dio media vuelta, llevándose detrás de ella a un grupo de otras cinco compañeras del curso, como el líder de una manada de pájaros volando por el cielo.

Lucía se quedó parada en una esquina del patio donde no daba el sol. Miss Mary salió de su oficina, como todos los mediodías, a tocar el segundo timbre. Era vieja y llegaba hasta el timbre a paso lento; mientras tanto,  los chicos la frenaban por el camino con alguna excusa; algunos la saludaban con un beso, otros le mostraba dibujos o cuentas que habían hecho ese día. Todos querían lo mismo: alargar un poco más el recreo. Esa tarde, se detuvo ella por su voluntad al ver a Lucía llorando en la esquina. Lucía la vio venir cuando ya estaba a unos metros. El tiempo que tardó en atravesar esos metros hizo que Lucía se pusiera nerviosa. Venía Miss Mary encorvada, con sus manos agarradas sobre su panza que era redonda como una pelota.

-Quedate acá que vamos a hablar.

En la oficina de Miss Mary había un escritorio de madera y una biblioteca contra cada pared. Sobre el escritorio había una colectivo inglés rojo en miniatura. Las bibliotecas tenían unos pocos libros en inglés, forrados con plástico transparente, un gran trofeo color bronce sin brillo y, dispersos y casi invisibles por el color marrón de las paredes, cinco ornitorrincos embalsamados que había donado la abuela de uno de los alumnos al colegio. Lucía tuvo que contarle toda la historia de por qué lloraba parada frente a su escritorio. Miss Mary la miraba con sus grandes ojos azules y la boca rígida. Lucía retorcía entre sus dedos el envoltorio vacio de sus galletitas. La cara le ardía.

-Decime los nombres de las chicas

Una a una entraron Mariana y el resto de las chicas a la oficina. Todas miraban al piso. Miss Mary hablaba y Lucía miraba a Mariana que se había parado justo al lado de uno de los ornitorrincos. La luz le daba directo en los ojitos negros y parecía que la estuviera observando. Mariana se agarraba las colitas del pelo mientras se miraba la punta de los zapatos negros. No había visto todavía al animal. Lucía esperaba que el ornitorrinco guiñara los ojos y saltara sobre el nido de pelo de Mariana. En cambio, fue hundiéndose poco a poco en la oscuridad del estante hasta casi desaparecer. Entonces, sus ojos negros dejaron de ser tan simpáticos para Lucia y empezó a sentir los hilos de la oscura influencia del animal dentro de la oficina.

Cuando Victoria le pidió los lápices, Lucía no dudó en prestárselos. Se le venían a la cabeza aquellos ojitos en las sombras como una clara amenaza. En silencio sacó, uno a uno,  los lápices de colores de su cartuchera y los puso sobre la mesa. Los veía rodar banco abajo y llegar a las pequeñas manos de Victoria. Primero el verde, el amarillo, el rojo. El azul no, el azul me lo voy a quedar.

Sonó el timbre y Lucía se agachó para sacar su paquete de galletitas del bolsillo de la mochila. Cuando levantó la vista, vio a Victoria parada frente al tacho de basura.

-¿¡Qué haces?!, corrió hasta el tacho y la vio sacándole punta a su lápiz amarillo. El papá afilaba los lápices sobre la mesa con una navaja. Chac, chac, se escuchaba el ruido del filo contra la madera, los hilitos finos de lápiz volando hacia la mesa. La navaja filosa iba y venía. A Lucía nunca la dejaban sacarle punta a sus propios lápices. Victoria, en cambio,  los metía en su sacapuntas y ni miraba lo que hacía; un largo rulo de madera iba cayendo sobre el tacho.

Sentada en el cantero seco del patio, Lucía cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Su pequeña silueta se recortaba sobre un fondo blanco. Tenía las manos abiertas en su falda y, entre los dedos, todos sus lápices de colores. Repitió en su cabeza la imagen de su amigo agachado sobre el pasto con la cara al cielo, el pelo rubio, lacio y brillante desparramándose con el viento.

-Yo voy a hacer que no te vayas

Pero una hora y media después, Lucía se subió al avión y viajó hasta Buenos Aires.

 

Esa tarde, las chicas tuvieron que esperar en la fila del colegio más de lo común. Cuando la maestra llamó su nombre, Miss Mary detuvo a Lucía por el hombro:

-Esperá un segundo

Se perdió entre la gente. Lucía se preguntaba qué es lo que le diría a los papás, si a ella también la iban a hacer pedir perdón. Al rato volvió y la tomó del hombro de nuevo, empujándola hacia la salida. Miss Mary se acercó a un hombre con un pañuelo largo atado a la cabeza, unos pantalones ajustados, botas de cuero y una camisa ancha de colores.

-Bueno, espero que hable con los papás de las chicas, dijo, extendiéndole la mano.

Lucía había conocido al tío Osvaldo cuando era demasiado chica como para recordarlo. Era alto y caminaba dando pequeños saltos con los pies en punta. Las llevó hasta el auto de los papás que estaba estacionado en la esquina. Caminando atrás del hombre, Lucía podía ver que las llaves del auto le colgaban del bolsillo trasero de su pantalón. El llavero con forma de estrella rebotaba con cada salto de Osvaldo. Llegaron al auto y no había rastros de los padres. El tío abrió la puerta y Anita se metió en cuatro patas al asiento trasero, llevando su mochila pesada. Lucía se quedó afuera, dudando. Quería agarrar a su hermana del brazo y sacarla del auto, escapar de aquella trampa.

En el asiento trasero se abrochó el cinturón sobre las caderas y bajó el vidrio por las dudas. Se acomodó como para poder ver los ojos de Osvaldo a través del espejo retrovisor. Era verdad que eran parecidos a los de la madre. Manejaba con la mano firme agarrando la palanca de cambios. En el dedo anular llevaba un anillo que Lucía admiraba. Era grueso y de color oro intenso, en el medio llevaba una enorme piedra verde rectangular que le recordaba a las estrellas del cielo. Cuando Osvaldo encendió el motor, encendió también el temblor de su pierna derecha. Durante todo el camino fue agitando la pierna como una máquina de nervios.

Lucía no quería quitarle la vista de encima. Al doblar en la esquina, se escucharon tres fuertes golpes desde el baúl del auto. Lucía se enderezó, la cabeza le daba vueltas, estaba sucediendo.

-¡Shhh!, lo escuchó ordenar a Osvaldo. Giro rápido la cabeza y por el espejo vio la sonrisa del hombre, su gran dentadura blanca y despareja y arriba, al costado derecho, un gran y macizo diente de oro brilló ante sus ojos con el sol.

La pierna temblaba con más y más fuerza y el mismo auto parecía querer rendirse y destartalarse mientras pasaban por una calle adoquinada. El ruido de las puertas y los vidrios, de la mochila de Anita contra la ventana y la pierna de Osvaldo batiéndose contra el piso se mezclaban con los ruidos del baúl y se hacía imposible ya saber de dónde venía qué. Osvaldo reía y reía por el espejo y se le notaba hasta el fondo negro de su diente dorado.

El tío, con cuidado, abrió la puerta de calle. El corazón de Lucía latía con fuerza: ¿qué encontrarían tras la puerta? Entrar a aquella casa que ahora era suya todavía le parecía un hecho extraño que carecía de naturalidad. Estaban entrando a las habitaciones y la vida de los demás, que no estaban ahí para defenderse. Qué hechos desconocidos habían sucedido en esa casa, quienes la habitaban, qué secretos guardaban esas paredes.

Osvaldo puso las tostadas sobre la mesa, se sentó frente a la tele y cambió de canal.

Lucía pasó de largo la cocina y fue hasta la habitación. Se sentó en su cama y abrió el cajón de su mesita de luz. Como un arqueólogo con los restos frágiles de un fósil, Lucía sacó con delicadeza un sobre con su nombre escrito en tinta negra. Buscó en el sobre y no había nada. Habían desaparecido todas sus cartas. Giró la cabeza alrededor de la habitación en busca de alguna pista: nada. La invadió la sensación de que alguien había estado ahí, sentado en ese mismo lugar, robándole las cartas. La presencia todavía rondaba por la habitación.

 

Se sacó los zapatos y después todo el uniforme del San Mateo, se vistió con su piyama y se metió en las sábanas. Con los ojos cerrados volvía a existir el abrazo de su amigo y la nieve amontonándose sobre la ventana. Lucía no podía imaginar que las cosas sólo dejaran de ser.

¿Y el ruido del baúl? Salió corriendo de su habitación hasta la de sus padres, se agachó y buscó debajo de la cama: sólo cajas en la oscuridad.

-Lucía, ¡Está la merienda!, gritó Osvaldo desde el principio de las escaleras.

¿Cómo iba a gritar así si no era ni la mamá ni el papá? ¡Ni siquiera vivía con ellos!

-Ya voy

 Cuando entró a la cocina, el tío seguía sentado en la silla frente a la tele y Anita dibujaba en el piso.  Lucía los miró un segundo desde la puerta: Osvaldo se sacaba un moco de la nariz y lo pegaba debajo del asiento de su silla, su pierna seguía rebotando nerviosa. Estaba tan absorto en lo suyo que parecía haberse olvidado de la existencia de Lucía. Ella retrocedió sobre sus pasos y decidió aprovechar la ausencia de los padres para continuar con sus investigaciones.

Cerró la puerta de la oficina del papá con llave y buscó en el cajón la carpeta de recortes. Abierta ocupaba casi todo el escritorio. El olor a cuero de los asientos le llenaba el corazón de adrenalina. Como si estuviera preparada, con la imaginación despierta y los sentidos avivados, Lucía fue abriendo y desplegando los recortes por encima de la carpeta.

Eligió la primera nota para leer: El crimen que estremece a los fueguinos. Le costaba entender el significado de muchas palabras y sentía los ojos muy pesados. Se recostó sobre la carpeta con los brazos cruzados y cerró los ojos un rato. Lucía se quedó dormida sobre el escritorio.

Cuando se despertó, estaba en su cama. Anita dormía en la cama de al lado y afuera era de noche. Todo estaba en silencio salvo el ruido de los grillos y algún auto que se escuchaba pasar a lo lejos. Sacó el brazo de la cama y con cuidado abrió el cajón de la mesita de luz. Sacó de nuevo el sobre con su nombre; lo dio vuelta sobre la almohada. Las cartas no habían vuelto. Lucía se sentó en su cama, decidida a escribir las cartas de nuevo. La trenza de su pelo estaba deshaciéndose y los mechones le molestaban la cara; con ambas manos se tiró toda la cabellera para atrás.

Salió de la cama tranquila y prendió la lámpara de la mesita. Ana dormía profundamente y era imposible despertarla. Lucía trajo su mochila hasta la cama y la abrió en busca de su cartuchera. Tenía un cuaderno de hojas gordas guardado en el cajón. Se sentó sobre sus rodillas, la cama le hacía de escritorio. Con el lápiz negro entre los dedos fue hasta el centro de la primera página y escribió con letra desprolija: las cartas de luc.

Cuando iba a recorrer la curva de la “i”, Lucía apretó demasiado el lápiz contra el papel y la punta negra se partió al medio y voló hasta la cama. La mano de Lucía cayó sobre el cuaderno. La imagen de Victoria sacándole punta a sus lápices le vino rápido a la cabeza.

Luego, el chac, chac de la navaja del padre. La guardaba en el cajón de la cocina. Bajó la escalera raspando los pies contra la vieja alfombra. Hacia la mitad de los escalones supo que la sombra andaba por la casa, que la seguía por la espalda. En el living estaba la tele prendida con el volumen bajo y Osvaldo dormía en un sillón con la boca abierta y la mano dentro del pantalón. Lucía se acercó con el lápiz en la mano, lo miró fijo para asegurarse que estuviera durmiendo. Se acercó a su cara más y más, hasta respirar sobre su nariz. La luz del televisor iluminaba una pequeña parte de la oscuridad con colores brillantes. Osvaldo no se movió. Lucía sintió la sombra y se dio vuelta rápido para no darle oportunidad.

Entró a la cocina y, sin perder el tiempo, buscó la navaja que apretó entre sus dedos y fue hasta su habitación. Sentada sobre su cama, le sacó punta a sus lápices de colores uno a uno. Cuando terminó, tenía un pequeño corte en su mano izquierda. Un hilito de sangre se arrimaba, como una cintita roja. Estaba demasiado cansada como para seguir escribiendo o para limpiar los restos de lápiz del piso.

Debajo de la almohada puso la navaja abierta con pequeñas manchas de su sangre. Apagó la luz de la mesita, se metió en la cama y se quedó un rato ideando cual sería la manera más fácil de salir de la casa en caso de que fuera necesario.

 
 

7 de enero de 2014

los lápices



 
Cuando se dio cuenta de que si le convidaba a todos los que le pedían, las galletitas no le duraban para toda la tarde, Lucía decidió dejar de compartir comida con sus compañeros

-Amarreta, le dijo una tarde Mariana y se dio media vuelta, llevándose detrás de ella a un grupo de otras cinco compañeras del curso. Lucía se largó a llorar y cuando Miss Mary salió al patio, la vio sentada en una esquina y la hizo ir a su oficina. Una vez que le Lucía le había contado todo, mandó a llamar a Mariana y a las otras cinco para obligarlas a pedir disculpas. Nunca había sentido tanta incomodidad como cuando tuvo que pararse frente a Miss Mary, Mariana y las otras compañeras y recibir las disculpas forzadas de cada una de las chicas.

Cuando Victoria le pidió los lápices, Lucía no dudó en prestárselos para evitar repetir aquella escena. En silencio sacó, uno a uno,  los lápices de colores de su cartuchera y los puso sobre la mesa de Victoria. Los veía rodar banco abajo y llegar a las pequeñas manos de Victoria. Primero el verde, el amarillo, el rojo. El azul no, el azul me lo voy a quedar.

Sonó el timbre y Lucía se agachó para sacar su paquete de galletitas del bolsillo de la mochila. Cuando levantó la vista, vio a Victoria parada frente al tacho de basura.

-¿¡Qué haces?!, fue corriendo hasta el tacho y la vio sacándole punta a su lápiz amarillo. Se lo arrebató de las manos, fue hasta su banco, agarró el resto de los lápices y salió al patio.

Sentada en la esquina del cantero seco, Lucía cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Su pequeña silueta se recortaba sobre un fondo blanco. Tenía las manos abiertas en su falda y, entre los dedos, todos sus lápices de colores. Repitió en su cabeza la imagen de Ariel agachado sobre el pasto con la cara al cielo, el pelo rubio, lacio y brillante desparramándose con el viento.

-Yo voy a hacer que no te vayas

Pero una hora y media después, Lucía se subió al avión y viajó hasta Buenos Aires. Llevaba la dirección de todos sus amigos y la promesa de que se escribirían, de que nada terminaba entonces.

Cuando llegó a su casa, la mamá había puesto la merienda en la mesa. Había tostadas, dulce de leche y el yogurt de frutillas de siempre. Lucía pasó de largo la cocina y fue hasta la habitación. Aprovechando que Guido y Anita tomaban la leche, se encerró poniendo una silla contra la puerta. Se sentó en su cama y abrió el cajón de su mesita de luz. Como un arqueólogo con los restos frágiles de un fósil, Lucía fue sacando una a una las cartas de sus amigos y extendiéndolas sobre la cama.

Abrió un sobre con su nombre escrito en tinta negra:

Ushuaia 9-1-95

Querida Lucía: Primero que nada quiero decirte que te quiero mucho y a pesar de que en febrero te voy a ver, te voy a extrañar mucho, sobre todo porque ahora no tengo nadie a quién cantarle.

Cuando este leyendo esta carta quizás estés llorando de tristeza por haberte ido, o estés llorando de emoción porque te escribí o simplemente sientas odio, yo sólo puedo decirte algo que me enseñó una amiga

Dobló el papel y lo guardó de nuevo en el sobre. Se sacó los zapatos y después todo el uniforme del San Mateo, se vistió con su piyama y se metió en las sábanas. Con los ojos cerrados volvía a existir el abrazo de Ariel, la tía y la nieve amontonándose sobre la ventana. En algún lugar estaba sucediendo todo eso, Lucía no podía imaginar que las cosas sólo dejaran de ser.

Los golpes en la puerta cortaron el hilo de su pensamiento

-Lucía, ¡está la leche!

Salió de la cama secándose las lágrimas de los ojos, corrió la silla de la puerta y salió. Sintió en el pecho la angustia de volver de los viajes de su cabeza al mundo de la merienda y la tarea del San Mateo. Abajo, el papá le sacaba punta a los lápices sobre la mesa con una navaja. Chac, chac, se escuchaba el ruido del filo contra la madera, los hilitos finos de lápiz volando hacia la mesa.la navaja filosa iba y venía.

1 de enero de 2014

dios padre


-Esto es una mugre, está todo hecho una mugre

La mamá pasaba la escoba por la cocina de la casa nueva. Barría por sectores, con lentitud y repetición. Ni una pelusa se escapaba del prolijo montículo que iba arrastrando a escobazos por el piso. Lucía la miraba desde la mesa: tenía el entrecejo fruncido, como siempre que se enojaba porque algo estaba sucio. No se le iría hasta que el piso reluciera reflejando la imagen de su cara. Lucía pensaba que la tarea de barrer, como la mayoría de las tareas domésticas que veía a su madre hacer, era un trabajo terriblemente arduo y lleno de secretos que sólo un adulto podía conocer. 

La madre intentaba empezar una conversación con Lucía y Anita a pesar de estar concentrada en su terrible tarea.

-Lucía, ¿te probaste la pollera del colegio ya?

-Sí, pero es grande

-¿y los zapatos?

-No sé

-¿La pollera me dijiste que te la probaste?

Estirando el torso y los brazos, intentaba meterse atrás de la heladera para limpiar. El papá entro en la cocina y, viendo que la hornalla estaba encendida, corrió a apagarla

-¡Esto no es Ushuaia! Nos va a explotar

En el medio de la frase, un ruido fuertísimo, como una explosión, salió de la heladera. Lucía y Anita corrieron asustadas hasta el living.

-¡Acabo de limpiar! ¡Ya está todo lleno de mugre de nuevo!

Lucía prendió el televisor del living y se sentó en un sillón, Anita la siguió. Desde la cocina escuchaban a los padres discutir.

Al día siguiente, empezaron las clases en el San Mateo. La mamá las despertó y el papá las llevó hasta la puerta en el auto. Lucía se había puesto la pollera ajustada con un alfiler de gancho. La tela le hacía picar las piernas. Debían llevar medias hasta por debajo de las rodillas y zapatos negros. Las medias a Lucía le apretaban la pantorrilla y cuando se las bajaba, notaba la marca que quedaba sobre su piel. Los maestros del colegio le llamaban la atención entones y debía volver a subirse las medias y cortarse la circulación. Todos los chicos iban vestidos igual, nunca había visto algo así. Por suerte ya no tenía que avergonzarse del guardapolvo de varón que a veces le tocaba usar en Ushuaia.

La directora de la primaria era una señora de pelo corto marrón y de baja estatura, aunque usaba tacos. Dio un discurso a los gritos, sin micrófono. Dijo que como era el primer día del colegio, todavía no tenían micrófono ni bandera, pero que la semana próxima ya tendrían todo. Dio la bienvenida a todos los alumnos y después dijo que quería presentar a la mujer que había hecho todo eso posible y era Miss Mary, con una mano  extendida señaló hacia su derecha y Lucía, intentando mirar entre todas las cabezas de chicos más altos que había delante de ella, se desesperó por encontrarse con la imagen de la mujer del despacho a oscuras, salvo que ahora a plena luz del día.

¿Cómo sería su cara iluminada, hablando inglés en medio del día?

Lucía no pudo verla ni escuchar lo que decía. Cuando empezó a sonar el himno, ella cantó. Luego siguieron a la maestra al aula.

-¡En los asientos tienen sus nombres! ¡Busquen su nombre en un asiento! ¡Vamos, vamos!

La maestra gritaba, mientras en el aula, los chicos que cargaban inmensas mochilas, se chocaban los unos a los otros como tortugas gigantes. Caminaban entre los bancos, perdidos y asustados.

Lucía buscaba con apuro, no quería ser la última en sentarse.

Su compañera de banco tenía una cara muy rara. Lucía intentaba leer su nombre en la etiqueta del banco, pero ella la estaba tapando con el codo.

-Saquen el cuaderno rojo, dijo la maestra

La compañera se agachó para buscar el cuaderno en su mochila y Lucía leyó el papel: se llamaba Natalia.

Al mediodía no vinieron a buscarlas los papás como habían dicho, sino que vino Graciela. Cuando Lucía vio la cara de Graciela, se dio cuenta de que era igual a la cara de Natalia y por eso le había caído tan mal. Caminaron con Anita hasta la casa nueva. Graciela encendió la tele de la cocina y empezó a juntar sobre la mesa los ingredientes para preparar el almuerzo. Bailaba por la cocina, abriendo la heladera, sorteando obstáculos, revisando los cajones. En la novela, mientras tanto, una mujer venezolana llamada Úrsula escribía una carta confesando el lleva y trae que había estado causando intencionalmente en el último año. Sobre la mesa se amontaban: cinco huevos, la sal, el aceite de maíz, el de girasol, una pila de milanesas de ternera congeladas, un tomate y el frasco de mayonesa. Así empezaba a cocinar siempre Graciela.

Las chicas, mientras tanto, habían ido arriba. Cada una dormía en su cama, desde afuera no entraba ningún ruido, reinaba en todos lados la calma del mediodía. Lucía se retorcía entre las sábanas porque la pollera todavía le hacía picar.

Un rato más tarde, Graciela subió a despertarlas.

-Yo no voy a comer

-¡Vamos Ana! Levantate a comer, ya preparé todo

-No tengo hambre

Lucía temió que aquello no terminara bien. Y, sin más, Graciela caminó a paso firme desde la puerta hasta la cama de Anita donde, con la mano entera, agarró todo su pelo largo y lo sostuvo tirante y con fuerza

-Levantate ya o te llevo de los pelos

Cuando Lucía volvió a la escuela a la tarde, no podía ni ver a su compañera de banco. Fantaseaba con pedirle a la maestra que la cambiara de banco pero aún no encontraba la excusa adecuada. Esperaría hasta el recreo; una maestra con rulos golpeó la puerta del aula y entró. Saludó en inglés, se presentó como Miss Barbie y pidió permiso para llevarse a Lucía y a otros dos alumnos más del aula. Entonces Lucía se levantó del banco y se fue, con su mochila, a parar detrás de la nueva maestra. Respiró aliviada de no tener que sentarse más al lado de Natalia.

-Vengan por acá

Y los chicos la siguieron. Entraron en una sala del jardín de infantes. En la esquina había una mesa baja con muchas sillas de colores. La habitación estaba pintada de verde y por todos lados había afiches y juguetes de colores brillantes.

-¿Esto qué es?, preguntó Sabrina

-Es la salita de tres

-Pero nosotros tenemos ocho

-En inglés no, tienen que empezar de nuevo como si fuera el jardín

Cuando volvió a la clase, confirmó su temor: su asiento seguía vacío esperándola, con su nombre impreso en la etiqueta. Tomó su lugar al lado de Natalia. La clase estaba terminando, pronto sonó el timbre y todos salieron al recreo. Del bolsillo delantero de su mochila, Lucía sacó medio paquete de galletitas que le había mandado la mamá para que no tuviera hambre durante la tarde. Una compañera se acercó y le pidió una. Al verla, otras tres se acercaron a pedirle. Lucía repartió sus galletitas hasta quedarse con sólo una.

Poco tiempo después sonó el segundo timbre y todos volvieron a su lugar. Natalia estaba despeinada y transpiraba. La chica del banco de adelante había estado jugando con ella en el recreo y ahora se daba vuelta cada dos segundos para susurrarle algún secreto a Natalia y que ambas se rieran juntas. Parecían contentas. Y Lucía se arrepintió de haber tratado tan mal a Natalia, podrían haber sido ellas las amigas, podría haber sido Lucía corriendo en el patio con Natalia, jugando a la mancha o la escondida.  

Entró al aula una maestra sin delantal. Era alta y flaca, dijo que se llamaba Glenys y que iba a enseñarles Catequesis. Anotó su nombre en el pizarrón, al lado escribió Catequesis con una letra que no era tan prolija como la de las otras maestras. Esto a Lucía no me gustó y tampoco sabía qué era aprender Catequesis, así que de nuevo se quedo quiera en el banco, mirando a frente, como si supiera exactamente qué hacer.

-Para empezar a conocernos, vamos a rezar un Padre Nuestro, levante la mano el que lo sabe rezar

Todos los chicos, incluida Lucía, levantaron la mano.

-Muy bien, vamos muy bien, ¿a ver? Padre nues…

Y Lucía escuchó, con la cabeza baja y la boca semiabierta, El Padre Nuestro por primera vez en su vida. Hizo la señal de a cruz imitando a sus compañeros.

-Bueno, ¿Quién trajo la Biblia ya?

Todos los chicos menos Lucía y Matías levantaron la mano. Lucía no tenía su biblia porque su mamá no la había querido comprar aquel día en la librería diciendo que los libros estaban muy caros. Ella iba a usar una que le iba a prestar Guido pero todavía no se la había dado. Guido un día le había dicho que esa Biblia la había conseguido en la librería de su mamá y a Lucía le daba vergüenza el que lo obligaran a darle a ella su biblia, encima de que se la había dado la tía Marta, que ahora era un tema tan grande. Se había propuesto cuidarle muchísimo la biblia y cuando terminaran las clases, devolvérsela. No iba a querer ni que la mamá le escribiera el nombre.

-Bueno, ya las deberían ir consiguiendo, chicos. Bueno, yo traje este árbol grande que nosotros vamos a llenar con nuestros pensamientos. Les reparto este pedacito de cartulina y ustedes tienen que escribir acá quién es Dios para ustedes. Después vamos a pegar todos los pedacitos de cartulina en el árbol para llegar a una conclusión.

Cuando Lucía escuchó que la actividad era anónima, se tranquilizó. Nadie iba a saber que ella no tenía idea de quién era Dios para ella. Cuando la maestra llegó a su cartelito leyó:

-Bueno, a ver, para este Dios es mi papá, ¿mi papá?

Todos los compañeros explotaron de risa. Lucía se rió también, protegida por el anonimato. La miraba a Natalia reírse y su cara volvía a parecerle de mala y ya no se arrepentía de lo que pensaba de ella.

-Bueno, lo ponemos igual

Y como una letra escarlata colgaba del hermoso árbol que había hecho Glenys el error enorme de Lucía. Se puso colorada pero nadie la vio, rogaba poder pasar el resto de la tarde sin que nadie se preguntara quién había sido el bruto. En Ushuaia, los amigos de Lucía tampoco hubieran sabido qué responder y entonces ella, por primera vez, deseo no estar en esa clase y estar en la suya, la de siempre, con sus compañeros de verdad. Pasó toda la primera semana de clase sintiéndose así y despreciando más y más a Natalia.

Cuando llegó el sábado, fueron todos a la casa de la abuela Celia. Lucía estaba especialmente contenta porque estaba la prima Maia y los papás las habían dejado quedarse a dormir. La abuela las había dejado dormir en su cama que era enorme y encima tenía televisor. Las primas jugaron toda a tarde y a la noche se bañaron por turnos y se acostaron en la misma cama. Como una imagen de la Santísima Trinidad, la abuela besó en la frente a las tres chicas recostadas una al lado de la otra, tapadas hasta el cuello y con las caras blancas de limpias y el pelo enrulado.

La abuela cerró la puerta. Lucía tenía los ojos cerrados e intentaba dormirse. Maia y Anita se reían por lo bajo de algo que Lucía ignoraba. Eran como Natalia y la del banco de adelante, riéndose solas. Anita y Maia seguro que no sabían nada de Dios tampoco. Eran más chicas que Lucía y no lo iban a poder entender, tampoco sabían nada de lo de la tía Marta, sino no se estarían riendo así, tan tranquilas, en la oscuridad

-Ch, ch, chicas, eu

Las risas pararon.

-¿Les cuento cómo se murió, de verdad, la tía Marta?

 

 

27 de diciembre de 2013

El pájaro de colores





La tía Mari vino un día con el cuento de un colegio que acababa de abrir Miss Mary, una señora inglesa que sabía mucho de educación. Miss Mary había fundado otro colegio hace años, el San Lucas, pero había terminado por abandonar el proyecto cuando un escándalo entre un alumno y la mujer de uno de los dueños llegó a oídos de los padres.

La tía Mari, parada en la entrada de la casa, sostenía a Leo de la mano mientras se despedía de la madre de Lucía. Leo tironeaba intentando soltarse, veía a Lucía sentada en la cocina y quería tocarla, extendía el brazo y la mano sucia se abría como una flor.

-Estas cosas pasan siempre en los colegios privados, pero este promete
El rayo del sol le pegaba en la cara y la tía se tapaba los ojos con su mano libre. Lucía nunca había escuchado un nombre como el de Miss Mary. Le sonaba extraño, como los nombres de las bandas que pasaban en la radio. Imaginaba a Miss Mary sentada detrás de un enorme escritorio en una oficina a oscuras. La luz tenue de la ventana iluminaría sólo sus manos, cruzadas sobre la mesa y sus rodillas, una encima de la otra. El resto permanecería a oscuras, su respiración marcando el escondite justo de su cara.
A los pocos días de la visita de la tía, los papas le avisaron a Lucia y a Anita que entrarían en el San Mateo. El colegio era algo diferente de lo que ellas conocían; ahora iban a ir a la mañana, saldrían al mediodía a comer con los papás y volverían a clase a la tarde.
-¿Por qué? ¿Por qué hay que ir también a la tarde?
-Porque a la tarde van a hablar en inglés, decía la madre. Lucía no podía imaginarse hablar inglés con personas que hablaban castellano como ella, ¿por qué?
Y volvía a imaginar a Miss Mary, sentada en el fondo de la oficina; ahora haciendo sonidos inentendibles, con las manos y las piernas iluminadas, quietas en el lugar.
Con la noticia del colegio nuevo vinieron también los planes de mudanza. Los papás iban todos los días a ver casas y dejaban a Lucía y a Anita con la abuela durante la tarde. Como Lucía ya no tenía que estudiar para entrar al Huerto, podía disfrutar de los paseos a las que las llevaba Celia. Sus tarde preferidas, sin embargo, eran las que podía pasar con Guido. A veces, Lucía no sabía cuándo, Guido la buscaba en el comedor y le decía
-Vamos a dar una vuelta
Entonces Lucía se iluminaba y se entregaba a las aventuras callejeras por las que la guiaba su primo. Un mediodía, la invitó a comer. Por primera vez tomaron el colectivo juntos. Les tocó ir parados y Lucía se sujetaba de los caños con fuerza, pesaba que iban al Botánico quizás, nunca le preguntaba a Guido porque tenía miedo de que no la quisiera llevar más a sus cosas de grande. Bajaron del colectivo pronto y caminaron hasta la puerta de un edificio. No era el de Fito. Una chica bajó a abrirles y Guido la besó en la boca.
Subieron y se sentaron a tomar mates en la cocina, Guido sentó a Lucía sobre sus piernas. La chica trajo a la mesa un repasador azul sobre el que apoyo la pava caliente. Antes de ponerle el agua al mate, removió un poco la bombilla y le echo, con delicadeza, una cucharada de azúcar. Lo hizo antes de cada mate y Lucía se distrajo mirando cómo caían los granos de azúcar sobre la yerba, como la nieve de Ushuaia.
Cuando volvieron a la casa de la abuela, los papás los hicieron cambiarse y prepararse para volver a salir. Tenían que ir a ver una casa. Lucía no dijo nada acerca de la novia de Guido, sabía que era un nuevo secreto entre los dos.
En la puerta de la casa que iban a ver, se encontraron con una señora de la edad de la abuela. Llevaba tacos altos y mucho maquillaje en la cara.
-¡Van a ver! ¡Les va a encantar!
La señora era amable, saludó a Lucía y a la mamá y el papá con un beso fuerte en el cachete a cada uno. Por alguna razón que Lucía buscaba comprender, la mamá actuaba como enojada con la señora amable. Lucía reconocía sus silencios y su indiferencia y se preguntaba si era culpa de ella, con los demás o con la señora.
-Mirá, la entrada tiene pasto alfombra, acá tienen un jardinero del barrio que viene a hacer los arreglos
Silencio de radio. La madre miraba el pasto de reojo y con cara de asco. Fue hasta el patio delantero, se agachó y tocó el suelo con la mano, luego se llevó a la mano a la nariz. La cara de asco se concentro en un gesto de reflexión.
La señora abrió la puerta de casa y esperó a que todos pasaran para entrar. La madre sostenía con ambas manos la cartera de cuero sobre su hombro. El padre fumaba y el humo del cigarrillo apestaba el living de la casa. Entraron al mundo de otras personas. Los muebles del living estaban todos en su lugar, la tele prendida pasando un partido de futbol. En la cocina, los platos sucios y el olor a comida. Sólo un señor grande los esperaba sentado en la cocina comiendo una naranja
-Buen día, dijo
-Buen día, dijo la madre con una sonrisa que Lucía nunca le había visto.
Lucía vio como su mamá abría cada puerta que encontraba en la cocina. Todos los muebles tenían comida y ollas adentro y la madre los movía de acá para allá
-Hay un poquito de humedad, dijo la señora amable.
-Sí, más bien bastante
Desde la cocina salieron al patio y Lucía vio una jaula enorme y blanca que colgaba del techo. En el medio, sobre un palito, había un pájaro enorme y lleno de brillantes plumas verdes y algunas rojas. Lucía se acercó lo más que pudo y extendió el brazo, intentando meter su dedo índice dentro de la jaula. Los padres ahora estaban con la señora amable en el fondo del jardín, la madre sostenía aún su cartera y el señor, adentro, comía su naranja.
-Hola, dijo Lucía
-Hola, hola, le respondió el pájaro de colores
Los padres volvieron hasta la puerta,
-Lucía, no toques nada, vamos para adentro.
La visita no duró mucho más. La señora volvió a saludarlos con un beso afectivo a cada uno y la mamá salió con una cara tan terrible que parecía que había mal olor. El papá apagó otro cigarrillo sobre la vereda y subieron al auto. La próxima parada fue una librería a la vuelta de la casa e la abuela.
-Lucía, bajá con mamá
Lucía bajó y vio un cartel enorme que colgaba del frente del negocio: LIBRERÍA ULTRA. Entraron, la mamá dejó de sostener la cartera con ambas manos y sacó de su agenda un papel doblado.
-¿Qué andan buscando?
La mamá desdobló el papel y desplegó sobre el mostrador una enorme lista. En la esquina del papel, un escudo con palabras que Lucía no entendió.
-¿El manual de Lengua para qué grado?
-Tercero
La empleada del negoció empezó a moverse detrás del mostrador, apilando los libros que iba encontrando al lado de la lista de la madre. Cada tanto, volvía a la lista y la leía con atención.
-Ah, el de matemática lo tenemos agotado
-¿Lo vuelven a traer?
-La semana que viene
-Está bien, ¿hasta acá cuánto es?
-Doscientos Setenta, falta sólo la Biblia
-Dejá, hasta acá nomás
La madre pagó los libros y salieron llevando una bolsa en brazos cada una. Subieron al auto.
-Esto me sale más caro que un hijo bobo
Esa noche Lucía no pudo dormir. En su cabeza daban vuelta los acontecimientos del día: las plumas rojas del pájaro, el pasto alfombra, la pila enorme de libros. Lucía nunca había tenido tantos libros. Y la tía y el asesino. Daba vueltas en la cama. Intentaba descansar, pero la sensación de que algo se acercaba lentamente hacia su espalda con un cuchillo en la mano la hacía sobresaltarse. Entonces se daba vuelta y el espíritu con el cuchillo aparecía del otro lado, estaba hecho de oscuridad, como Miss Mary,  y podía estar donde quisiera. No había manera de vencerlo y Lucía, agotada, se entregaba al miedo de que, al igual que la tía, ella también iba a morir.
Empezaron a embalar sus cosas al día siguiente, se irían a la casa del pájaro de colores. Lucía sintió tristeza por el viejo señor que comía la naranja en su cocina, ¿Adónde iría a vivir? ¿Qué haría con todos esos muebles y toda la comida que tenía en la cocina? Era demasiado pronto, pero la cara fea y el silencio de la madre le impedían a Lucía animarse a decir algo.
Llegaron a la casa nueva un viernes. Guido se había mudado con ellos.
-Esto es pasto alfombra, le dijo Lucía cuando llegaron a la puerta. Los dos se acostaron entonces sobre el pasto, mientras la mamá y el papá descargaban cajas del auto y las apilaban sobre la vereda. Anita lloraba sola a los gritos en el asiento trasero. El papá se acercó a la ventana y la agarró de los pelos largos. La sacó del auto arrastrándola y le pegó tres patadas en las piernas. La volvió a dejar en el auto de los pelos y cerró la puerta
-Ya vas a aprender, pendeja de mierda
 Desde el pasto, Lucía intentaba ignorar la escena. Le daba vergüenza que Guido, que era tan hermoso y bueno, viera las cosas que hacían sus papás. Entonces, con la mirada extraviada en el cielo, vieron pasar  miles de nubes grises que se movían rápido empujadas por el viento.  Lucía sentía ansiedad por que abrieran la puerta de la nueva casa, quería mostrarle todo a Guido.
La mamá fue hacía la puerta con un llavero enrome y la abrió. Lucía, inmiscuida entre las cosas y sus piernas, intentaba entrar. La mamá la agarró del hombro
-¡No! Mocosa, quedate ahí afuera hasta que te diga
Cuando la última caja estuvo adentro, Lucía agarró a Guido de la mano y empezó a correr
-¡Vení! ¡Vení!
Atravesaron el living y la cocina, Lucía abrió la puerta del patio con torpeza. Afuera reinaba el silencio y el vacio. Recién entonces Lucía se dio cuenta de que con los muebles, la comida y el viejo de la naranja se había ido también el pájaro de colores que le había devuelto el saludo.
-Te juro que me habló, Guido, te lo juro
Las lágrimas brotaban de los ojos de Lucía. Guido la abrazó
-Vamos adentro
En la cocina, la madre barría con vehemencia
-Esto es una mugre, que asco, es una mugre -repetía sin parar- Váyanse para arriba, acá tenemos que limpiar, ¡Vamos!
El padre seguía moviendo cajas en el living. De la boca le colgaba un cigarrillo encendido, había acumulado una larga ceniza que amenazaba con caer sobre la alfombra. Lucía agarró las bolsas de la librería.
-¡Arriba dijo su madre!
Subieron y se encerraron en su habitación, donde Anita lloraba arrodillada en una esquina. Guido se puso sus auriculares y se tiró sobre la alfombra. Lucía abrió uno de sus libros. Así que esto era el inglés: letras y más letras unidas de una manera indescifrable. Fue cayendo la tarde en la habitación. Con las sombras, aparecían de nuevo los fantasmas de Lucía. Los pájaros que veía por la ventana no tenían ni voz ni colores. El sonido del llanto de su hermana la atormentaba como el sonido de un fantasma. Y Miss Mary, con este libro en las rodillas, repetía y repetía su mantra oscuro lleno de presagios.