Natalia era, de todos, su amiga más
cercana. Ese día durante el recreo, Mariano le había pedido de ser novios y
ella no lo podía creer. Mariano tenía un hermano en la secundaria. Cuando se
acercó en el recreo a hablarle, Natalia se puso colorada y Lucía tuvo que
hacerse la que iba al baño para dejarlos solos. También para ocultar los celos
que le daba que su amiga estuviera recibiendo tanta atención. El baño tenía los
techos bajos y un olor terrible, incluso a la mañana cuando todavía los chicos
no lo habían usado. Lucía se encerró y se sentó sobre la tapa del inodoro.
Recién cuando sonó el timbre y volvieron
al banco, pudieron hablar. Con las caras apoyadas contra la madera, Lucía
escuchaba el susurro de Natalia mientras le contaba su historia. De fondo, la
voz fuerte de la señorita Patricia dificultaba la fluidez en la conversación
-¿Y vos qué le dijiste?
-Que lo iba a pensar porque hay otras
chicas del grado que gustan de él
-¿Quiénes?
-¿Vos no?
-¿Yo? No
-¡Ustedes dos! ¡Separan sus bancos ya
mismo! No lo vuelvo a decir
Y así, en un segundo, la señorita
Patricia destruyó lo que a Lucía le había costado semanas construir. Agazapada
contra la pared, arrancó una hoja de su cuaderno y se dispuso a continuar la
charla como fuera. Empezó a escribirle a su amiga con fervor, se sumergió en el
mundo de sus propias palabras, de las letras sobre las líneas del papel. La
interrumpió la mano de la maestra sobre su hombro
-Dame ese papel
-Pero
-¡Damelo!
Lucía dobló el papel y se lo entregó. Un
calor tremendo le subió a la cara mientras veía cómo se lo guardaba en el
bolsillo del delantal. Mil partículas de polvo volaron fuera del bolsillo
mientras el papel ocupaba su lugar, Lucía los vio revolverse por el aula
llevando una luz siniestra y sospechosa, como prueba de lo que iba a venir. La
maestra dio un golpecito sobre su bolsillo
-En un rato la voy a leer. Y Lucía deseó
que la tinta se volviera invisible.
El fin de semana fueron a lo de la
abuela Celia. El calor de marzo hizo que los papás decidieran frenar en una
heladería. Parada debajo de la barra, mirando la gran cartelera que exhibía los
gustos, Lucía pensaba qué iba a pedir.
Ya todos tenían su helado menos ella:
-Vos sabes que no te corresponde
Cuando subieron al auto, Anita chupaba
su helado provocando. Lucía hubiese querido abrirle la puerta y empujarla, no
verla nunca más. Había pedido los sabores que a ella le gustaban, derramaba
lágrimas de enojo
-La próxima vez que quieras tomar un
helado, pensá antes de escribir que la maestra es una roñosa
Lucia se hundió en el asiento mirando
por la ventana, intentando no ver más a su hermana disfrutando de sus gustos
preferidos. Recién cuando llegaron a lo de la abuela y vio a la prima Maia, le
cambió el humor. Había mucha gente y eso quería decir que iban a poder jugar
tranquilas sin que nadie las vigilara.
En la casa de la abuela todo era
posible; una chica como Maia no hubiera sido su amiga en la escuela. Tenía algo
especial: su pelo era rubio y largo y tenía la cara llena de pecas. Lucía la
conocía bien y sabía que Maia no era tan buena como querida, pero era muy
eficiente a la hora de esconderse detrás de su belleza. Ella hubiese deseado
poder esconderse ahí también.
Después del almuerzo, los papás, la
abuela y los tíos se quedaron tomando café.
Las chicas se entregaron al frenesí de
sus experimentos. Lucía amaba con intensidad estos juegos. Sentadas las tres de
rodillas, entre las toallas que colgaban de las sogas, aspiraban el olor a
polvo de lavar y productos de limpieza. Se sacaron los abrigos porque el
termotanque calentaba con vaho toda la habitación. Anita tenía gotas de sudor
encima del labio.
Lucia sacó la bolsa de tela de su
bolsillo y la abrió sobre el piso en medio de la ronda. Los diez diamantes
brillaron sobre el negro. Anita los había conseguido de las lámparas del living
y de la salita de música.
-Guau; Maia los acarició con las puntas
de los dedos.
Les tenían prohibido ir al lavadero.
Quedaba en el último piso de la casa, con muchas puertas que daban a distintas
terrazas. Cierto nerviosismo rodeaba a todos cada vez que había que subir al
lavadero para algo; era una zona reservada casi exclusivamente a las empleadas
de la casa. La prohibición hacía que el último piso fuera para las chicas el
ambiente más mágico de la casa. Era alto y silencioso, lejos del comedor donde
se juntaban los padres. Si la abuela viera cuantos diamantes había conseguido Anita
para el experimento ese día, pondría el grito en el cielo. Ahora sólo se
escuchaba al tambor del lavarropas dando vueltas y vueltas y a las prendas
mojadas cayendo sobre el fondo con pesadez. Lucía agarró un cristal entre los
dedos y se lo acercó al ojo. Con la pared de fondo, el diamante se volvía
blanco; si lo inclinaba un poco, largaba rayos de colores como un arcoíris.
Lucía
sintió un golpe de calor en la nuca
-Chicas, vámonos. Guarden todo y vámonos
Tuvieron que ordenar todo el experimento
que estaba a medio hacer porque no había manera de calmarla.
-Vamos abajo
Cerraron la puerta del lavadero tal como
la habían encontrado y bajaron por la escalera de servicio. Lucía iba primero,
seguida por Anita y por último Maia.
-Shh, esperá un poco
Las tres arrastraban sus pies con medias
por el piso, podía escucharse el roce de la tela con los azulejos. Lucía estiró
el brazo y sujetó el picaporte de la habitación de la abuela. Hizo fuerza para
abajo y a la vez, del otro lado, alguien hizo fuerza también. El picaporte
cedió con demasiada facilidad.
Un hombre vestido de negro, como una
sombra en la oscuridad, agarraba a Lucía y a Maia por el cuello y otro sostenía
a Anita por los hombros. Las movieron de acá para allá en la oscuridad, las chicas
casi no podían verlos, como si fueran fantasmas que las empujaban.
Las hicieron sentarse sobre la cama de
la abuela y encendieron el televisor
-Miren dibujitos
Las chicas se agarraron de las manos;
las tres miraban hacia la pantalla de la tele como hipnotizadas, sus ojos
habían perdido contenido. Una nube de irrealidad rondaba por la habitación de
la abuela y ninguno de los que estaba ahí podía pensar en nada más que el
latido del propio corazón. Fue un rato largo de ausencia, hasta que Lucía
sintió su mano sobre el acolchado de la abuela. Recordó una tarde en que la
abuela estaba enferma, acostada en su cama, y ellos la habían ido a ver. Celia
estaba tapada con su acolchado de plumas, los papás la saludaron y salieron de
la habitación, llamando a Lucía. Ella, antes de salir, tapó a la abuela con
su saquito rojo de lana; desde ese día, la abuela no la llamó más Lucía sino mi
dulce.
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