31 de enero de 2014

lo llevaban brazos

Lucía y Natalia se habían hecho amigas y ahora cuchicheaban en el banco cada vez que podían. Lucía iba sintiéndose más cómoda entre sus compañeros; las caras alguna vez desconocidas comenzaban a formar parte de un entorno familiar y le daba cierta calma ya poder relacionar las voces, alguna u otra característica y los nombres de los chicos que la rodeaban. Cada vez que la llamaban Lucía, o mejor Lu, una alegría secreta le subía por las orejas.

Natalia era, de todos, su amiga más cercana. Ese día durante el recreo, Mariano le había pedido de ser novios y ella no lo podía creer. Mariano tenía un hermano en la secundaria. Cuando se acercó en el recreo a hablarle, Natalia se puso colorada y Lucía tuvo que hacerse la que iba al baño para dejarlos solos. También para ocultar los celos que le daba que su amiga estuviera recibiendo tanta atención. El baño tenía los techos bajos y un olor terrible, incluso a la mañana cuando todavía los chicos no lo habían usado. Lucía se encerró y se sentó sobre la tapa del inodoro.

Recién cuando sonó el timbre y volvieron al banco, pudieron hablar. Con las caras apoyadas contra la madera, Lucía escuchaba el susurro de Natalia mientras le contaba su historia. De fondo, la voz fuerte de la señorita Patricia dificultaba la fluidez en la conversación

-¿Y vos qué le dijiste?

-Que lo iba a pensar porque hay otras chicas del grado que gustan de él

-¿Quiénes?

-¿Vos no?

-¿Yo? No

-¡Ustedes dos! ¡Separan sus bancos ya mismo! No lo vuelvo a decir

Y así, en un segundo, la señorita Patricia destruyó lo que a Lucía le había costado semanas construir. Agazapada contra la pared, arrancó una hoja de su cuaderno y se dispuso a continuar la charla como fuera. Empezó a escribirle a su amiga con fervor, se sumergió en el mundo de sus propias palabras, de las letras sobre las líneas del papel. La interrumpió la mano de la maestra sobre su hombro

-Dame ese papel

-Pero

-¡Damelo!

Lucía dobló el papel y se lo entregó. Un calor tremendo le subió a la cara mientras veía cómo se lo guardaba en el bolsillo del delantal. Mil partículas de polvo volaron fuera del bolsillo mientras el papel ocupaba su lugar, Lucía los vio revolverse por el aula llevando una luz siniestra y sospechosa, como prueba de lo que iba a venir. La maestra dio un golpecito sobre su bolsillo

-En un rato la voy a leer. Y Lucía deseó que la tinta se volviera invisible.

El fin de semana fueron a lo de la abuela Celia. El calor de marzo hizo que los papás decidieran frenar en una heladería. Parada debajo de la barra, mirando la gran cartelera que exhibía los gustos, Lucía pensaba qué iba a pedir.

Ya todos tenían su helado menos ella:

-Vos sabes que no te corresponde

Cuando subieron al auto, Anita chupaba su helado provocando. Lucía hubiese querido abrirle la puerta y empujarla, no verla nunca más. Había pedido los sabores que a ella le gustaban, derramaba lágrimas de enojo

-La próxima vez que quieras tomar un helado, pensá antes de escribir que la maestra es una roñosa

Lucia se hundió en el asiento mirando por la ventana, intentando no ver más a su hermana disfrutando de sus gustos preferidos. Recién cuando llegaron a lo de la abuela y vio a la prima Maia, le cambió el humor. Había mucha gente y eso quería decir que iban a poder jugar tranquilas sin que nadie las vigilara.  

En la casa de la abuela todo era posible; una chica como Maia no hubiera sido su amiga en la escuela. Tenía algo especial: su pelo era rubio y largo y tenía la cara llena de pecas. Lucía la conocía bien y sabía que Maia no era tan buena como querida, pero era muy eficiente a la hora de esconderse detrás de su belleza. Ella hubiese deseado poder esconderse ahí también.

Después del almuerzo, los papás, la abuela y los tíos se quedaron tomando café.

Las chicas se entregaron al frenesí de sus experimentos. Lucía amaba con intensidad estos juegos. Sentadas las tres de rodillas, entre las toallas que colgaban de las sogas, aspiraban el olor a polvo de lavar y productos de limpieza. Se sacaron los abrigos porque el termotanque calentaba con vaho toda la habitación. Anita tenía gotas de sudor encima del labio.

Lucia sacó la bolsa de tela de su bolsillo y la abrió sobre el piso en medio de la ronda. Los diez diamantes brillaron sobre el negro. Anita los había conseguido de las lámparas del living y de la salita de música.

-Guau; Maia los acarició con las puntas de los dedos.

Les tenían prohibido ir al lavadero. Quedaba en el último piso de la casa, con muchas puertas que daban a distintas terrazas. Cierto nerviosismo rodeaba a todos cada vez que había que subir al lavadero para algo; era una zona reservada casi exclusivamente a las empleadas de la casa. La prohibición hacía que el último piso fuera para las chicas el ambiente más mágico de la casa. Era alto y silencioso, lejos del comedor donde se juntaban los padres. Si la abuela viera cuantos diamantes había conseguido Anita para el experimento ese día, pondría el grito en el cielo. Ahora sólo se escuchaba al tambor del lavarropas dando vueltas y vueltas y a las prendas mojadas cayendo sobre el fondo con pesadez. Lucía agarró un cristal entre los dedos y se lo acercó al ojo. Con la pared de fondo, el diamante se volvía blanco; si lo inclinaba un poco, largaba rayos de colores como un arcoíris.

 Lucía sintió un golpe de calor en la nuca

-Chicas, vámonos. Guarden todo y vámonos

Tuvieron que ordenar todo el experimento que estaba a medio hacer porque no había manera de calmarla.

-Vamos abajo

Cerraron la puerta del lavadero tal como la habían encontrado y bajaron por la escalera de servicio. Lucía iba primero, seguida por Anita y por último Maia.

-Shh, esperá un poco

Las tres arrastraban sus pies con medias por el piso, podía escucharse el roce de la tela con los azulejos. Lucía estiró el brazo y sujetó el picaporte de la habitación de la abuela. Hizo fuerza para abajo y a la vez, del otro lado, alguien hizo fuerza también. El picaporte cedió con demasiada facilidad.

Un hombre vestido de negro, como una sombra en la oscuridad, agarraba a Lucía y a Maia por el cuello y otro sostenía a Anita por los hombros. Las movieron de acá para allá en la oscuridad, las chicas casi no podían verlos, como si fueran fantasmas que las empujaban.

Las hicieron sentarse sobre la cama de la abuela y encendieron el televisor

-Miren dibujitos

Las chicas se agarraron de las manos; las tres miraban hacia la pantalla de la tele como hipnotizadas, sus ojos habían perdido contenido. Una nube de irrealidad rondaba por la habitación de la abuela y ninguno de los que estaba ahí podía pensar en nada más que el latido del propio corazón. Fue un rato largo de ausencia, hasta que Lucía sintió su mano sobre el acolchado de la abuela. Recordó una tarde en que la abuela estaba enferma, acostada en su cama, y ellos la habían ido a ver. Celia estaba tapada con su acolchado de plumas, los papás la saludaron y salieron de la habitación, llamando a Lucía. Ella, antes de salir, tapó a la abuela con su saquito rojo de lana; desde ese día, la abuela no la llamó más Lucía sino mi dulce.

 

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