No tenía recuerdos de los años que había
pasado en Buenos Aires, pero cierto evento atraía su atención de manera
fundamental. La prima Elizabeth había estado guardando todo este tiempo la colección
de muñecas de Lucía. El posible reencuentro con aquel mundo llenaba su cabeza
de fantasías de juegos infinitos y cortes de pelo. Por otro lado, el primo
menor, Leandro, iba a estar ahí y Lucía no podía aguantarlo
más. Leandro tenía su edad pero se portaba como si tuviera 4 en un cuerpo
gigante. Los papás le explicaban a Lucía que Leo era diferente, pero esto no la
hacía quererlo más o que no le molestara que la tocara todo el tiempo con sus
manos pegajosas, que le hablara con ese aliento a humedad o que siempre
estuviera parado detrás de ella haciéndole preguntas
-¿Te pusiste bombacha?
Ya se terminaba segundo grado y Lucía,
Anita y sus papás iban a ir a Buenos Aires a pasar el verano. Lucía vivía el
fin de cada día con emoción, pensando que se acercaba más y más el viaje. La
mamá ya no soportaba más los días de invierno y estaba al borde del colapso por
pasar tanto tiempo sin ver el sol; cada tarde se quejaba de manera distinta y
obligaba a sus hijas a vestirse con todos los mismos abrigos que en el
invierno. Lucía odiaba, especialmente, las orejeras rojas que no quería tocar
ni con la punta de sus dedos. El tacto del peluche áspero le daba unos escalofríos
que la hacían apretar fuerte la dentadura. Fue así que uno de esos días
descubrió su primer diente suelto. Con la punta de la lengua, lo movía de un
lado a otro con suavidad, llevándolo más lejos con cada vez, midiendo hasta
dónde cedía la encía. Se preguntó si recibiría plata aún si se arrancaba el
diente con un hilo atado a la puerta, como había visto hacer en las historietas
que le regalaba la abuela.
Una de las últimas tardes de clase,
Lucía esperaba con su mamá a que el padre las pasara a buscar por la zapatería.
Había tardado un rato largo en sacarse la campera de plumas incluso dentro del
local; hacía tanto frío que al cuerpo le costaba acostumbrarse al calor. Mientras
la mamá atendía clientas, Lucía caminaba con el cuerpo pegado a la vidriera. El
vidrio estaba empañado y a Lucía le gustaba apoyarle su dedo índice y
arrastrarse de punta a punta. La cabeza miraba hacia afuera, donde su reflejo
le devolvía la charla. Hablaban en voz baja, casi balbuceando sonidos que no
eran palabras. La campana de la puerta no dejaba de sonar. De la calle entraba
un soplo de frio que pronto se distribuía por el ambiente. Las señoras charlaban
mientras ojeaban zapatos
-Te digo la verdad, ahora que los veo de
cerca no sé bien qué decir
-Hay cosas de mí que no sabes y que son
difíciles de explicar, dijo por teléfono una susurrando sin lograr no ser oída,
mientras sostenía un zapato de felpa rojo y lo examinaba como si fuera un
bicho. De repente lo soltó en la repisa y se fue. Mientras la señora cerraba la
puerta, haciendo sonar la campanita, el zapato cayó al suelo. Lucía se distrajo
de su juego y miró a la mujer alejarse de la zapatería, gesticulando con la
mano del zapato.
La mamá cerró la puerta con llave y
abrió la caja.
-¿Cuántos zapatos vendimos hoy, ma?
-Ninguno, respondió mientras contaba
billetes de a 100. Los miraba fijo y la lengua le colgaba un poco por fuera de
la boca.
-¿Puedo ir a lo de la tía Marta a tomar
la merienda?
-Ponete las orejeras
Lucía caminó hasta lo de la tía
pensando. Ningún zapato; no vendimos ni un zapato. Y se dio vuelta a mirar a
las mujeres que pasaban por la vidriera de la zapatería y ni se paraban a ver.
Las resintió. Ni un zapato.
-Siempre tan curiosa, Lucía
En lo de la tía Marta estaba Roxana
mirando la tele en la cocina. La casa siempre tenía un olor dulce y riquísimo,
como el de los jazmines pero otro. Hicieron tostadas y las comieron con dulce
de leche. Con hambre y sin pan, después decidieron mezclar la manteca
con el azúcar y lo comieron mientras miraban el show de la tarde. La tía Marta no
llegó nunca, estaba trabajando en la librería, dijo Roxana. A Lucía le pareció
que Roxana se estaba poniendo redonda pero la mamá le decía que eso pasaba
también cuando uno come tanta manteca.
Muy pronto, Lucía escuchó ruido desde la
puerta de calle y perdió la curiosidad por Roxana. La prima seguía hablando,
pero los pasos sobre la escalera la distraían de la cocina ¿quién llegaba?
Guido volvía de futbol. Entró con la cara iluminada por su sonrisa. Saludó a
las chicas y se fue a bañar y cambiar. Entonces
Lucía ya no estuvo de la misma manera en la cocina con Roxana, sino todo el
tiempo esperando que Guido volviera a aparecer. Cualquier ruido cerca de la
puerta bastaba para que su mente se perdiera por los recuerdos de los paseos
con el primo.
Vino al rato y dijo que iba a comprar
unas hojas para la carpeta y si Lucía lo quería acompañar. Saludaron a Roxana y
bajaron juntos las escaleras. Atravesando la puerta de calle y dormido como un
tronco estaba el viejo Nahuel, que era parecido a Palmiro, aunque a Lucía le
daba un poco más de miedo. Guido se acercó a despertar al perro y Lucía lo
quiso abrazar y pedirle que la alzara en brazos. Se contuvo porque sabía que
Guido no estaba para estas cosas y ella no quería que pensara que era una
pesada miedosa. No fuera cosa que después no quisiera juntarse más con ella y
entonces perdería a su tesoro más preciado y a su mejor amigo en este mundo.
Cuando salieron a la calle, Guido hizo
un ruido con la garganta, miró para el costado y escupió lejos y con fuerza al
piso.
-¿Está bien
escupir?
-Sí, no tiene
nada de malo
-¿Yo puedo
escupir?
-En las mujeres
me parece que no está tan bien
Lucía se
preguntó si las mujeres de la zapatería escupirían, debía estar atenta con este
tema de ahora en adelante. Ella no sabía bien si iba a empezar a escupir o no.
Cuando llegaron
a la librería, Guido saludó al librero y le pidió una resma de hojas. Dos pesos
le dijo el vendedor y Guido pidió que se lo fiaran, que andaba sin plata. Lucía
vio cómo el hombre detrás del mostrador abría un viejo cuadernito que tenía
escondido, buscaba entre las páginas hasta encontrar una encabezada por el
nombre de Guido seguido por una lista inmensa de números. 2 pesos, anotó al
final, cerró el cuaderno y se despidieron.
Al día
siguiente, Lucía se despertó con un diente suelto dentro de la boca. Su propia
saliva tenía sabor a metal. La clase de danza clásica era temprano y los papás
no le dieron tiempo para escribir su carta. Más tarde, dijeron, y Lucía decidió
que no iría a la clase de danza porque aquello no era más que una injusticia.
La clase de
danza era en el segundo piso de un local vacío
-¡Una confitería
tiene que haber! Sino la gente pasa y se va
El papá tenía
razón. Alguien tuvo la misma idea y terminaron por poner la confitería en el
primer piso del edificio. Mucha gente andaba por ahí y se quedaba tomando café,
viendo a la gente pasear en el frio, como bolas de tela, al otro lado de
vidrio. A Lucía la dejaban entrar a la cocina cuando el mozo la llevaba. El
jugo con la naranja y los tostados eran su debilidad y la abuela le había dicho
que podía pedir todos los que quisiera
-La
plata hay que gastarla en comer bien, le decía a la mamá cuando se quejaba de
las libertades que le daba a las chicas. En la cocina de la confitería, Lucía aprendió
cómo se hacían los tostados tan ricos: una plancha enorme de miga de pan,
jamón, queso, manteca y otra plancha de pan. La tostadora eran dos redes
metálicas que apretaban el sándwich y lo calentaban adentro de un gran horno.
Luego, el cocinero, con gran habilidad, cortaba la plancha en cuatro pedazos
que echaban vapor. Lucía veía las tiras de queso derretido colgando del
cuchillo del cocinero y se le hacía agua la boca.
Con el tiempo
habían abierto en el edificio, aparte de la confitería, negocios de ropa y un
salón de actos. Vivían ahí, también, dos amigos de Lucía con quienes pasaba las
tardes en que los papás trabajaban en la oficina.
Los padres
despidieron a Lucía y Anita que, paradas sobre la alfombra marrón del salón,
vestidas con sus tutus azules, parecían dos viejas muñecas de porcelana. Cuando
desaparecieron de su vista, Lucía agarró a Anita fuerte de la mano y la llevó
por los pasillos del edificio hasta la casa de Pipi y Norberto.
Los cuatro
amigos encontraron en el salón de actos los preparativos para un desfile de
ropa. Una pasarela grande e iluminada se extendía de pared a pared. Detrás de
una cortina, muchísimas mujeres altas y atareadas iban de acá para allá
descalzas y con hebillas en el pelo. Algunas se maquillaban delante del espejo,
haciéndose caras raras, otras cosían y un pequeño grupo fumaba en una esquina. Ninguna
notó la presencia de los chicos. Norberto fue el de la idea y los demás
estuvieron de acuerdo. Fueron los cuatro hasta la librería donde el día
anterior Guido y Lucía habían comprado las hojas y compraron una cajita de
chinches.
En silencio,
mientras las mujeres altas seguían de acá para allá detrás de la cortina, los
cuatro amigos llenaron la pasarela de chinches, siempre mirando hacia arriba.
Para cuando habían terminado, ya era la hora del final de la clase de danza y
pronto vendrían los papás a buscarlas. Ninguno de los amigos pudo disfrutar la
concreción del gran plan.
Lucía llegó a su casa, se puso el pijama
y se encerró en la habitación de los papás. Tenía una hoja de anotador y una
birome azul. Se sentó en el medio de la cama, apoyando la espalda contra la
pared; debajo de la hoja tenía un libro que la mamá guardaba por entonces en la
mesita de luz, leyó el título “El amanecer de los brujos”.
Dibujó un uno y después llenó la hoja,
del derecho y el revés, de cuantos ceros pudo anotar seguidos por un signo de
dólar. Cuando terminó, le dolía la mano y el libro de la mamá estaba cubierto
de marcas por la presión de la birome. Dobló la hoja, metió el diente en el
medio y la puso debajo de su almohada.
Se recostó sobre la cama armada. Por la
ventana entraba el sol y se podía ver la copa de un sauce moviéndose de acá
para allá. Pensó que ahora la madre no tendría que estar todo el día encerrada
para no vender ni un zapato y que podrían irse por ahí de paseo, que ella
tampoco tendría que ir a esas clases de danza con el tutu que le picaba por
todos lados y al fin podrían irse al campo y le compararía al primo Guido todas
las resmas de hojas del mundo. Con la lengua recorrió su dentadura y exploró el
agujero que le había dejado la pérdida. La encía vacía era blanda y suave, conservaba
algo de gusto a sangre en la pequeña herida abierta.
La mamá entró en la habitación de
súbito. Estaba histérica
-¡Ponete los zapatos, vamos!¡Vamos
Lucía!
Anita ya estaba en su asiento, envuelta
en una manta. El papá tenía el auto en marcha y en el medio de la calle. Les
tocaba bocina mientras Lucía y la mamá corrían desde la casa. La mamá, con su
mano sobre la espalda de Lucía, la empujaba para que fuera más rápido.
-¡Vamos! ¡Vamos!
Cuando llegaron al centro, Lucía vio más
y más personas en la calle. La mayoría vestidos de entre casa, con pantuflas y
una campera abrochada encima del pijama. Las mujeres se juntaban en grupos en
las esquinas y conversaban con asombro. El olor a quemado llegó primero hasta
el auto. El limpiaparabrisas se movía rápido, arrastrando por el vidrio los
copos de nieve que comenzaban a caer. Más cerca empezaron a escucharse los
gritos y las sirenas. La gente andaba por la calle conmocionada.
Cuando llegaron, nevaba fuerte. Las
llamas ardían por encima del techo de la zapatería y se mezclaban en el cielo
con los copos de nieve. La vidriera estaba destruida y sólo se veían por debajo
del techo cuatro vigas carbonizadas que sostenían a duras penas la estructura y
se iban cubriendo de blanco. El humo negro tapaba el cielo de la cuadra entera
y olía a plástico y cuero quemado. La gente empezó a agruparse alrededor del
incendio, algunos caminaban desorbitados, gritando los nombres de sus mascotas
o sus hijos, otros se paseaban tranquilos, como si no hubiera nada que hacer.
Lucía se movía entre la gente en brazos
de su madre, sus piernas le rodeaban la cintura. Iba viendo la gente que la
madre dejaba atrás, las caras de sorpresa y de sueño. Aprovechando la prisa,
con una mano se sacó las orejeras de la cabeza y las dejó caer al piso. Cerca
del fuego todo se movía a una velocidad tremenda, las personas ya no usaban
campera y habían perdido el rumbo. La madre se detuvo exactamente frente a la
vieja zapatería y dejó a Lucía en el suelo. De la mano, observaron por un
minuto las llamas rojas que ardían sobre el cielo estrellado y llegaban a
reflejarse en la bahía. Lucía sintió una soga rasposa que empezó a apretarle el
cuello: sabía que su gran plan no había hecho más que atraer a la desgracia y
que ahora sí que no quedaba ni un zapato para vender.
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