-Acá dentro está Facundo, le dijeron esa
tarde, mostrándole una panza redonda como una luna. Lucía estaba convencida de
que este era otro de los juegos de sus padres en los que todos terminaban
riéndose de ella.
Sin embargo, pensaba con frecuencia en
Facundo. Le habían dicho también que era un varón y que iba a vivir con ellos
cuando naciera. Lucía se imaginaba que un chico como sus compañeros iba a
llegar a alterar las cosas de la casa, ¿dónde iba a dormir? No había lugar en
la mesa para uno más haciendo los deberes a la tarde y, además, ahora Guido iba
a querer jugar al futbol y esas cosas en las que no las iban a incluir. La
llegada de Facundo la dejaría con Anita como única aliada.
La panza de la madre le causaba un profundo
terror. Se encerró en la habitación durante el resto de la tarde, no quería que
le hablaran más del tal hermano. Acostada en su cama, con las piernas cruzadas,
miraba hacia adelante sin pensar. La luz del pasillo entraba por debajo de la puerta.
Unas patas largas y de andar lento hicieron sombra sobre el fondo luminoso.
Después de las patas, una cola.
Lucía vio la sombra de Palmiro ir y venir
varias veces antes de acordarse súbitamente de la invitación de Guido. Sonrió
sin quitar la mirada de la mancha de luz sobre el piso.
-¿Venís al final?, le preguntó Guido cuando
la vio en la punta de las escaleras con la mochila puesta.
-Sólo un rato, dijo Lucía. Quería con todo
su corazón acompañar a Guido esa tarde, pero por nada del mundo quería volver a
pisar el Huerto.
La abuela había decidido que Guido sí
tendría que ir al Huerto de los Olivos a hacer la secundaria, aunque a Lucía la
hubieran tratado tan mal. Tres meses después del comienzo de las clases, su
padre murió de cáncer y Guido faltó a la escuela por una semana. Guido viajó al
sur con la abuela Celia porque tenía que cargar el ataúd en el funeral.
-¿Para qué llevas el ataúd?
-Lo enterramos bajo tierra, la abuela Celia
dije que es un espanto, pero la familia de mi papá era muy religiosa
El mismo día que volvió a la escuela, uno
de los curas quiso tomarle un examen al que había faltado. Guido intentó
explicarle lo de la muerte de su padre, pero el profesor no escuchó razones.
Pasadas las dos horas de clase, Guido entregó su hoja en blanco. Aprovechó el
recreo y se escapó del colegio por la
salida del costado de la iglesia.
Cuando el papá de Lucía escuchó la
historia, no hubo vuelta atrás. En llamas, encendido, corrió hasta el colegio y
directo hasta la oficina del director donde, sin ni siquiera golpear la puerta,
entró dando fuertes pisadas y agarró al cura por el cuello de su negra sotana.
El encuentro fue tema de conversación de los alumnos durante más de una semana.
Los pocos que habían presenciado la escena la contaban con más y más exageración
dos o tres veces durante cada recreo. Y los alumnos, fascinados, la repetían,
siempre buscando a aquel que no la hubiera escuchado todavía para poder
contarla de nuevo. Por suerte, Guido no
fue al colegio esa semana porque los curas lo habían suspendido a raíz de todo
el episodio.
Lucía odiaba a los curas y a todo aquel
colegio que tanto mal les había hecho a ellos. Pero era la Feria de Ciencia de
Guido y era mejor acompañarlo que dejarlo sólo. El papá de Lucía había dicho
que si era por él, que no fuera nadie, ni siquiera Guido, pero él quiso ir
igual y ella junto valor porque sabía que era una de las últimas oportunidades
de estar a solas con su primo antes de que llegara Facundo.
Fueron caminando hasta la escuela, Guido le
iba contando sobre cada uno de sus compañeros como para que Lucía los
distinguiera ahora que los iba a presentar. Laura era la más linda de la clase
para Guido, aunque le parecía más interesante Florencia. Su mejor amigo del
curso se llamaba Lucas y había un tal Sebastián al que no había que darle un
segundo de atención.
La charla los distrajo y llegaron a la
puerta del colegio antes de poder cansarse de caminar. Lucía vio el auto su
padre en la puerta y miró a Guido, él no sacaba la vista del auto
-Vamos, la agarró de la mano y corrió hasta
la ventanilla
-Suban, dijo el papá, Vamos, suban
Los hicieron esperar en una sala del
hospital. Cuando el papá quiso entrar, dejaron a las chicas al cuidado de
Guido. Los tres estaban sentados en una fila de asientos grises, mirando hacia el
viejo televisor que colgaba de la pared. Guido no se había ni quejado por la
feria de la escuela para la que había trabajado tanto. Lucía no entendía por
qué ellos también tenían que estar ahí. Anita había conseguido que le dieran un
billete de dos pesos y ahora se lo enrollaba entre los dedos. Sabía que los
demás sentían celos de su fortuna y quería aferrarse a su premio durante la
mayor cantidad de tiempo posible.
El doctor cruzó la puerta con las manos en
alto y una gran mancha roja que le cubría todo el pecho.
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