-Esto es una mugre, está todo hecho una
mugre
La mamá pasaba la escoba por la cocina
de la casa nueva. Barría por sectores, con lentitud y repetición. Ni una pelusa
se escapaba del prolijo montículo que iba arrastrando a escobazos por el piso.
Lucía la miraba desde la mesa: tenía el entrecejo fruncido, como siempre que se
enojaba porque algo estaba sucio. No se le iría hasta que el piso reluciera
reflejando la imagen de su cara. Lucía pensaba que la tarea de barrer, como la
mayoría de las tareas domésticas que veía a su madre hacer, era un trabajo terriblemente
arduo y lleno de secretos que sólo un adulto podía conocer.
La madre intentaba empezar una
conversación con Lucía y Anita a pesar de estar concentrada en su terrible
tarea.
-Lucía, ¿te probaste la pollera del
colegio ya?
-Sí, pero es grande
-¿y los zapatos?
-No sé
-¿La pollera me dijiste que te la
probaste?
Estirando el torso y los brazos,
intentaba meterse atrás de la heladera para limpiar. El papá entro en la cocina
y, viendo que la hornalla estaba encendida, corrió a apagarla
-¡Esto no es Ushuaia! Nos va a explotar
En el medio de la frase, un ruido
fuertísimo, como una explosión, salió de la heladera. Lucía y Anita corrieron
asustadas hasta el living.
-¡Acabo de limpiar! ¡Ya está todo lleno
de mugre de nuevo!
Lucía prendió el televisor del living y
se sentó en un sillón, Anita la siguió. Desde la cocina escuchaban a los padres
discutir.
Al día siguiente, empezaron las clases
en el San Mateo. La mamá las despertó y el papá las llevó hasta la puerta en el
auto. Lucía se había puesto la pollera ajustada con un alfiler de gancho. La
tela le hacía picar las piernas. Debían llevar medias hasta por debajo de las
rodillas y zapatos negros. Las medias a Lucía le apretaban la pantorrilla y
cuando se las bajaba, notaba la marca que quedaba sobre su piel. Los maestros
del colegio le llamaban la atención entones y debía volver a subirse las medias
y cortarse la circulación. Todos los chicos iban vestidos igual, nunca había
visto algo así. Por suerte ya no tenía que avergonzarse del guardapolvo de
varón que a veces le tocaba usar en Ushuaia.
La directora de la primaria era una
señora de pelo corto marrón y de baja estatura, aunque usaba tacos. Dio un
discurso a los gritos, sin micrófono. Dijo que como era el primer día del
colegio, todavía no tenían micrófono ni bandera, pero que la semana próxima ya
tendrían todo. Dio la bienvenida a todos los alumnos y después dijo que quería
presentar a la mujer que había hecho todo eso posible y era Miss Mary, con una
mano extendida señaló hacia su derecha y
Lucía, intentando mirar entre todas las cabezas de chicos más altos que había
delante de ella, se desesperó por encontrarse con la imagen de la mujer del
despacho a oscuras, salvo que ahora a plena luz del día.
¿Cómo sería su cara iluminada, hablando
inglés en medio del día?
Lucía no pudo verla ni escuchar lo que
decía. Cuando empezó a sonar el himno, ella cantó. Luego siguieron a la maestra
al aula.
-¡En los asientos tienen sus nombres!
¡Busquen su nombre en un asiento! ¡Vamos, vamos!
La maestra gritaba, mientras en el aula,
los chicos que cargaban inmensas mochilas, se chocaban los unos a los otros
como tortugas gigantes. Caminaban entre los bancos, perdidos y asustados.
Lucía buscaba con apuro, no quería ser
la última en sentarse.
Su compañera de banco tenía una cara muy
rara. Lucía intentaba leer su nombre en la etiqueta del banco, pero ella la
estaba tapando con el codo.
-Saquen el cuaderno rojo, dijo la
maestra
La compañera se agachó para buscar el
cuaderno en su mochila y Lucía leyó el papel: se llamaba Natalia.
Al mediodía no vinieron a buscarlas los
papás como habían dicho, sino que vino Graciela. Cuando Lucía vio la cara de
Graciela, se dio cuenta de que era igual a la cara de Natalia y por eso le
había caído tan mal. Caminaron con Anita hasta la casa nueva. Graciela encendió
la tele de la cocina y empezó a juntar sobre la mesa los ingredientes para
preparar el almuerzo. Bailaba por la cocina, abriendo la heladera, sorteando
obstáculos, revisando los cajones. En la novela, mientras tanto, una mujer
venezolana llamada Úrsula escribía una carta confesando el lleva y trae que
había estado causando intencionalmente en el último año. Sobre la mesa se
amontaban: cinco huevos, la sal, el aceite de maíz, el de girasol, una pila de
milanesas de ternera congeladas, un tomate y el frasco de mayonesa. Así
empezaba a cocinar siempre Graciela.
Las chicas, mientras tanto, habían ido
arriba. Cada una dormía en su cama, desde afuera no entraba ningún ruido,
reinaba en todos lados la calma del mediodía. Lucía se retorcía entre las
sábanas porque la pollera todavía le hacía picar.
Un rato más tarde, Graciela subió a
despertarlas.
-Yo no voy a comer
-¡Vamos Ana! Levantate a comer, ya
preparé todo
-No tengo hambre
Lucía temió que aquello no terminara
bien. Y, sin más, Graciela caminó a paso firme desde la puerta hasta la cama de
Anita donde, con la mano entera, agarró todo su pelo largo y lo sostuvo tirante
y con fuerza
-Levantate ya o te llevo de los pelos
Cuando Lucía volvió a la escuela a la
tarde, no podía ni ver a su compañera de banco. Fantaseaba con pedirle a la
maestra que la cambiara de banco pero aún no encontraba la excusa adecuada.
Esperaría hasta el recreo; una maestra con rulos golpeó la puerta del aula y
entró. Saludó en inglés, se presentó como Miss Barbie y pidió permiso para
llevarse a Lucía y a otros dos alumnos más del aula. Entonces Lucía se levantó
del banco y se fue, con su mochila, a parar detrás de la nueva maestra. Respiró
aliviada de no tener que sentarse más al lado de Natalia.
-Vengan por acá
Y los chicos la siguieron. Entraron en
una sala del jardín de infantes. En la esquina había una mesa baja con muchas
sillas de colores. La habitación estaba pintada de verde y por todos lados
había afiches y juguetes de colores brillantes.
-¿Esto qué es?, preguntó Sabrina
-Es la salita de tres
-Pero nosotros tenemos ocho
-En inglés no, tienen que empezar de
nuevo como si fuera el jardín
Cuando volvió a la clase, confirmó su
temor: su asiento seguía vacío esperándola, con su nombre impreso en la
etiqueta. Tomó su lugar al lado de Natalia. La clase estaba terminando, pronto
sonó el timbre y todos salieron al recreo. Del bolsillo delantero de su
mochila, Lucía sacó medio paquete de galletitas que le había mandado la mamá para
que no tuviera hambre durante la tarde. Una compañera se acercó y le pidió una.
Al verla, otras tres se acercaron a pedirle. Lucía repartió sus galletitas
hasta quedarse con sólo una.
Poco tiempo después sonó el segundo
timbre y todos volvieron a su lugar. Natalia estaba despeinada y transpiraba.
La chica del banco de adelante había estado jugando con ella en el recreo y
ahora se daba vuelta cada dos segundos para susurrarle algún secreto a Natalia
y que ambas se rieran juntas. Parecían contentas. Y Lucía se arrepintió de
haber tratado tan mal a Natalia, podrían haber sido ellas las amigas, podría
haber sido Lucía corriendo en el patio con Natalia, jugando a la mancha o la
escondida.
Entró al aula una maestra sin delantal.
Era alta y flaca, dijo que se llamaba Glenys y que iba a enseñarles Catequesis.
Anotó su nombre en el pizarrón, al lado escribió Catequesis con una letra que
no era tan prolija como la de las otras maestras. Esto a Lucía no me gustó y
tampoco sabía qué era aprender Catequesis, así que de nuevo se quedo quiera en
el banco, mirando a frente, como si supiera exactamente qué hacer.
-Para empezar a conocernos, vamos a
rezar un Padre Nuestro, levante la mano el que lo sabe rezar
Todos los chicos, incluida Lucía,
levantaron la mano.
-Muy bien, vamos muy bien, ¿a ver? Padre
nues…
Y Lucía escuchó, con la cabeza baja y la
boca semiabierta, El Padre Nuestro por primera vez en su vida. Hizo la señal de
a cruz imitando a sus compañeros.
-Bueno, ¿Quién trajo la Biblia ya?
Todos los chicos menos Lucía y Matías
levantaron la mano. Lucía no tenía su biblia porque su mamá no la había querido
comprar aquel día en la librería diciendo que los libros estaban muy caros.
Ella iba a usar una que le iba a prestar Guido pero todavía no se la había
dado. Guido un día le había dicho que esa Biblia la había conseguido en la
librería de su mamá y a Lucía le daba vergüenza el que lo obligaran a darle a
ella su biblia, encima de que se la había dado la tía Marta, que ahora era un
tema tan grande. Se había propuesto cuidarle muchísimo la biblia y cuando
terminaran las clases, devolvérsela. No iba a querer ni que la mamá le
escribiera el nombre.
-Bueno, ya las deberían ir consiguiendo,
chicos. Bueno, yo traje este árbol grande que nosotros vamos a llenar con
nuestros pensamientos. Les reparto este pedacito de cartulina y ustedes tienen
que escribir acá quién es Dios para ustedes. Después vamos a pegar todos los
pedacitos de cartulina en el árbol para llegar a una conclusión.
Cuando Lucía escuchó que la actividad
era anónima, se tranquilizó. Nadie iba a saber que ella no tenía idea de quién
era Dios para ella. Cuando la maestra llegó a su cartelito leyó:
-Bueno, a ver, para este Dios es mi
papá, ¿mi papá?
Todos los compañeros explotaron de risa.
Lucía se rió también, protegida por el anonimato. La miraba a Natalia reírse y
su cara volvía a parecerle de mala y ya no se arrepentía de lo que pensaba de
ella.
-Bueno, lo ponemos igual
Y como una letra escarlata colgaba del
hermoso árbol que había hecho Glenys el error enorme de Lucía. Se puso colorada
pero nadie la vio, rogaba poder pasar el resto de la tarde sin que nadie se
preguntara quién había sido el bruto. En Ushuaia, los amigos de Lucía tampoco
hubieran sabido qué responder y entonces ella, por primera vez, deseo no estar
en esa clase y estar en la suya, la de siempre, con sus compañeros de verdad.
Pasó toda la primera semana de clase sintiéndose así y despreciando más y más a
Natalia.
Cuando llegó el sábado, fueron todos a
la casa de la abuela Celia. Lucía estaba especialmente contenta porque estaba
la prima Maia y los papás las habían dejado quedarse a dormir. La abuela las
había dejado dormir en su cama que era enorme y encima tenía televisor. Las
primas jugaron toda a tarde y a la noche se bañaron por turnos y se acostaron
en la misma cama. Como una imagen de la Santísima Trinidad, la abuela besó en
la frente a las tres chicas recostadas una al lado de la otra, tapadas hasta el
cuello y con las caras blancas de limpias y el pelo enrulado.
La abuela cerró la puerta. Lucía tenía
los ojos cerrados e intentaba dormirse. Maia y Anita se reían por lo bajo de
algo que Lucía ignoraba. Eran como Natalia y la del banco de adelante, riéndose
solas. Anita y Maia seguro que no sabían nada de Dios tampoco. Eran más chicas
que Lucía y no lo iban a poder entender, tampoco sabían nada de lo de la tía
Marta, sino no se estarían riendo así, tan tranquilas, en la oscuridad
-Ch, ch, chicas, eu
Las risas pararon.
-¿Les cuento cómo se murió, de verdad,
la tía Marta?
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