27 de diciembre de 2013

El pájaro de colores





La tía Mari vino un día con el cuento de un colegio que acababa de abrir Miss Mary, una señora inglesa que sabía mucho de educación. Miss Mary había fundado otro colegio hace años, el San Lucas, pero había terminado por abandonar el proyecto cuando un escándalo entre un alumno y la mujer de uno de los dueños llegó a oídos de los padres.

La tía Mari, parada en la entrada de la casa, sostenía a Leo de la mano mientras se despedía de la madre de Lucía. Leo tironeaba intentando soltarse, veía a Lucía sentada en la cocina y quería tocarla, extendía el brazo y la mano sucia se abría como una flor.

-Estas cosas pasan siempre en los colegios privados, pero este promete
El rayo del sol le pegaba en la cara y la tía se tapaba los ojos con su mano libre. Lucía nunca había escuchado un nombre como el de Miss Mary. Le sonaba extraño, como los nombres de las bandas que pasaban en la radio. Imaginaba a Miss Mary sentada detrás de un enorme escritorio en una oficina a oscuras. La luz tenue de la ventana iluminaría sólo sus manos, cruzadas sobre la mesa y sus rodillas, una encima de la otra. El resto permanecería a oscuras, su respiración marcando el escondite justo de su cara.
A los pocos días de la visita de la tía, los papas le avisaron a Lucia y a Anita que entrarían en el San Mateo. El colegio era algo diferente de lo que ellas conocían; ahora iban a ir a la mañana, saldrían al mediodía a comer con los papás y volverían a clase a la tarde.
-¿Por qué? ¿Por qué hay que ir también a la tarde?
-Porque a la tarde van a hablar en inglés, decía la madre. Lucía no podía imaginarse hablar inglés con personas que hablaban castellano como ella, ¿por qué?
Y volvía a imaginar a Miss Mary, sentada en el fondo de la oficina; ahora haciendo sonidos inentendibles, con las manos y las piernas iluminadas, quietas en el lugar.
Con la noticia del colegio nuevo vinieron también los planes de mudanza. Los papás iban todos los días a ver casas y dejaban a Lucía y a Anita con la abuela durante la tarde. Como Lucía ya no tenía que estudiar para entrar al Huerto, podía disfrutar de los paseos a las que las llevaba Celia. Sus tarde preferidas, sin embargo, eran las que podía pasar con Guido. A veces, Lucía no sabía cuándo, Guido la buscaba en el comedor y le decía
-Vamos a dar una vuelta
Entonces Lucía se iluminaba y se entregaba a las aventuras callejeras por las que la guiaba su primo. Un mediodía, la invitó a comer. Por primera vez tomaron el colectivo juntos. Les tocó ir parados y Lucía se sujetaba de los caños con fuerza, pesaba que iban al Botánico quizás, nunca le preguntaba a Guido porque tenía miedo de que no la quisiera llevar más a sus cosas de grande. Bajaron del colectivo pronto y caminaron hasta la puerta de un edificio. No era el de Fito. Una chica bajó a abrirles y Guido la besó en la boca.
Subieron y se sentaron a tomar mates en la cocina, Guido sentó a Lucía sobre sus piernas. La chica trajo a la mesa un repasador azul sobre el que apoyo la pava caliente. Antes de ponerle el agua al mate, removió un poco la bombilla y le echo, con delicadeza, una cucharada de azúcar. Lo hizo antes de cada mate y Lucía se distrajo mirando cómo caían los granos de azúcar sobre la yerba, como la nieve de Ushuaia.
Cuando volvieron a la casa de la abuela, los papás los hicieron cambiarse y prepararse para volver a salir. Tenían que ir a ver una casa. Lucía no dijo nada acerca de la novia de Guido, sabía que era un nuevo secreto entre los dos.
En la puerta de la casa que iban a ver, se encontraron con una señora de la edad de la abuela. Llevaba tacos altos y mucho maquillaje en la cara.
-¡Van a ver! ¡Les va a encantar!
La señora era amable, saludó a Lucía y a la mamá y el papá con un beso fuerte en el cachete a cada uno. Por alguna razón que Lucía buscaba comprender, la mamá actuaba como enojada con la señora amable. Lucía reconocía sus silencios y su indiferencia y se preguntaba si era culpa de ella, con los demás o con la señora.
-Mirá, la entrada tiene pasto alfombra, acá tienen un jardinero del barrio que viene a hacer los arreglos
Silencio de radio. La madre miraba el pasto de reojo y con cara de asco. Fue hasta el patio delantero, se agachó y tocó el suelo con la mano, luego se llevó a la mano a la nariz. La cara de asco se concentro en un gesto de reflexión.
La señora abrió la puerta de casa y esperó a que todos pasaran para entrar. La madre sostenía con ambas manos la cartera de cuero sobre su hombro. El padre fumaba y el humo del cigarrillo apestaba el living de la casa. Entraron al mundo de otras personas. Los muebles del living estaban todos en su lugar, la tele prendida pasando un partido de futbol. En la cocina, los platos sucios y el olor a comida. Sólo un señor grande los esperaba sentado en la cocina comiendo una naranja
-Buen día, dijo
-Buen día, dijo la madre con una sonrisa que Lucía nunca le había visto.
Lucía vio como su mamá abría cada puerta que encontraba en la cocina. Todos los muebles tenían comida y ollas adentro y la madre los movía de acá para allá
-Hay un poquito de humedad, dijo la señora amable.
-Sí, más bien bastante
Desde la cocina salieron al patio y Lucía vio una jaula enorme y blanca que colgaba del techo. En el medio, sobre un palito, había un pájaro enorme y lleno de brillantes plumas verdes y algunas rojas. Lucía se acercó lo más que pudo y extendió el brazo, intentando meter su dedo índice dentro de la jaula. Los padres ahora estaban con la señora amable en el fondo del jardín, la madre sostenía aún su cartera y el señor, adentro, comía su naranja.
-Hola, dijo Lucía
-Hola, hola, le respondió el pájaro de colores
Los padres volvieron hasta la puerta,
-Lucía, no toques nada, vamos para adentro.
La visita no duró mucho más. La señora volvió a saludarlos con un beso afectivo a cada uno y la mamá salió con una cara tan terrible que parecía que había mal olor. El papá apagó otro cigarrillo sobre la vereda y subieron al auto. La próxima parada fue una librería a la vuelta de la casa e la abuela.
-Lucía, bajá con mamá
Lucía bajó y vio un cartel enorme que colgaba del frente del negocio: LIBRERÍA ULTRA. Entraron, la mamá dejó de sostener la cartera con ambas manos y sacó de su agenda un papel doblado.
-¿Qué andan buscando?
La mamá desdobló el papel y desplegó sobre el mostrador una enorme lista. En la esquina del papel, un escudo con palabras que Lucía no entendió.
-¿El manual de Lengua para qué grado?
-Tercero
La empleada del negoció empezó a moverse detrás del mostrador, apilando los libros que iba encontrando al lado de la lista de la madre. Cada tanto, volvía a la lista y la leía con atención.
-Ah, el de matemática lo tenemos agotado
-¿Lo vuelven a traer?
-La semana que viene
-Está bien, ¿hasta acá cuánto es?
-Doscientos Setenta, falta sólo la Biblia
-Dejá, hasta acá nomás
La madre pagó los libros y salieron llevando una bolsa en brazos cada una. Subieron al auto.
-Esto me sale más caro que un hijo bobo
Esa noche Lucía no pudo dormir. En su cabeza daban vuelta los acontecimientos del día: las plumas rojas del pájaro, el pasto alfombra, la pila enorme de libros. Lucía nunca había tenido tantos libros. Y la tía y el asesino. Daba vueltas en la cama. Intentaba descansar, pero la sensación de que algo se acercaba lentamente hacia su espalda con un cuchillo en la mano la hacía sobresaltarse. Entonces se daba vuelta y el espíritu con el cuchillo aparecía del otro lado, estaba hecho de oscuridad, como Miss Mary,  y podía estar donde quisiera. No había manera de vencerlo y Lucía, agotada, se entregaba al miedo de que, al igual que la tía, ella también iba a morir.
Empezaron a embalar sus cosas al día siguiente, se irían a la casa del pájaro de colores. Lucía sintió tristeza por el viejo señor que comía la naranja en su cocina, ¿Adónde iría a vivir? ¿Qué haría con todos esos muebles y toda la comida que tenía en la cocina? Era demasiado pronto, pero la cara fea y el silencio de la madre le impedían a Lucía animarse a decir algo.
Llegaron a la casa nueva un viernes. Guido se había mudado con ellos.
-Esto es pasto alfombra, le dijo Lucía cuando llegaron a la puerta. Los dos se acostaron entonces sobre el pasto, mientras la mamá y el papá descargaban cajas del auto y las apilaban sobre la vereda. Anita lloraba sola a los gritos en el asiento trasero. El papá se acercó a la ventana y la agarró de los pelos largos. La sacó del auto arrastrándola y le pegó tres patadas en las piernas. La volvió a dejar en el auto de los pelos y cerró la puerta
-Ya vas a aprender, pendeja de mierda
 Desde el pasto, Lucía intentaba ignorar la escena. Le daba vergüenza que Guido, que era tan hermoso y bueno, viera las cosas que hacían sus papás. Entonces, con la mirada extraviada en el cielo, vieron pasar  miles de nubes grises que se movían rápido empujadas por el viento.  Lucía sentía ansiedad por que abrieran la puerta de la nueva casa, quería mostrarle todo a Guido.
La mamá fue hacía la puerta con un llavero enrome y la abrió. Lucía, inmiscuida entre las cosas y sus piernas, intentaba entrar. La mamá la agarró del hombro
-¡No! Mocosa, quedate ahí afuera hasta que te diga
Cuando la última caja estuvo adentro, Lucía agarró a Guido de la mano y empezó a correr
-¡Vení! ¡Vení!
Atravesaron el living y la cocina, Lucía abrió la puerta del patio con torpeza. Afuera reinaba el silencio y el vacio. Recién entonces Lucía se dio cuenta de que con los muebles, la comida y el viejo de la naranja se había ido también el pájaro de colores que le había devuelto el saludo.
-Te juro que me habló, Guido, te lo juro
Las lágrimas brotaban de los ojos de Lucía. Guido la abrazó
-Vamos adentro
En la cocina, la madre barría con vehemencia
-Esto es una mugre, que asco, es una mugre -repetía sin parar- Váyanse para arriba, acá tenemos que limpiar, ¡Vamos!
El padre seguía moviendo cajas en el living. De la boca le colgaba un cigarrillo encendido, había acumulado una larga ceniza que amenazaba con caer sobre la alfombra. Lucía agarró las bolsas de la librería.
-¡Arriba dijo su madre!
Subieron y se encerraron en su habitación, donde Anita lloraba arrodillada en una esquina. Guido se puso sus auriculares y se tiró sobre la alfombra. Lucía abrió uno de sus libros. Así que esto era el inglés: letras y más letras unidas de una manera indescifrable. Fue cayendo la tarde en la habitación. Con las sombras, aparecían de nuevo los fantasmas de Lucía. Los pájaros que veía por la ventana no tenían ni voz ni colores. El sonido del llanto de su hermana la atormentaba como el sonido de un fantasma. Y Miss Mary, con este libro en las rodillas, repetía y repetía su mantra oscuro lleno de presagios.
 

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