9 de septiembre de 2019
14 de agosto de 2019
Volvieron a la plaza fumando un cigarrillo cada una. Las demás estaban sentadas mirando a los chicos jugar. A Pony le parecían unos nenes. Vicky estaba un poco alejada, tirada sobre el pasto en los brazos de Chucho. La pelota voló y cayó a los pies de Julia. Fue Nicolás el que corrió a buscarla. Se agachó y le clavó los ojos en la mirada. El olor de su transpiración la mareó. Se agachó ella también y lo escuchó agitado, él se acercó sin pensar y le dio un beso en la boca. Corrió de vuelta a la cancha y siguió el partido. Ella lo miraba desde afuera, intentaba distraerse con sus amigas pero no había caso. Diez minutos después el metió un gol. Cuando se acercaba a la esquina donde estaba Julia, ella sentía la corriente eléctrica que los imantaba. Tenía miedo de que el resto del mundo se cayera por el precipicio que aquel amor iba construyendo a su alrededor.
10 de febrero de 2019
El reloj patriarcal
Orense era un viejo pueblo de
pescadores donde fuera de temporada vivía una docena de familias. Les habían
asegurado que en esas últimas semanas de noviembre ellos serían los únicos
turistas. Fue Ofelia la que reconoció la casa de la foto frente al mar. En el
balcón había un nene flaco colgando de la baranda, la remera levantada dejaba
su panza a la vista. Junto a la puerta de entrada había un hombre con bigotes y
gorra. Cuando Ofelia bajó del auto, vio que le faltaba una mano. Esperó a que
Manuel abriera el baúl para sacar los bolsos. Sebastián la tomó por los hombros
con cariño. Sopló un viento fuerte que hizo volar la arena. El nene que colgaba
empezó a reír, su risa hacía eco en las casas vacías.
— ¿Qué hora es?
El viento sacudía el pelo largo de Ofelia.
Giró la cabeza hacia el mar. Sebastián agitó la muñeca y se acercó el reloj a
la cara. Su ojo con estrabismo perdió el rumbo.
—Las seis. Clavamos siete horas
justo.
Dos mosquitos se le posaron en el
antebrazo y Sebastián se golpeó pero no pudo matarlos.
—Qué terrible la humedad. —Ella se
sacudió un zumbido de la oreja. —Qué suerte que trajiste el reloj de tu papá al
viaje.
—Es mío, ¿qué te pasa?
—Es un reloj patriarcal.
La risa del nene llegó hasta el mar.
Ofelia se colgó el bolso y trepó el pequeño médano hasta la casa. El hombre de
gorra la esperaba con su única mano extendida. Ella le devolvió el gesto.
—A que estaba muy cargada la ruta
hoy. Buenas tardes, soy el señor Majo. —Tenía una voz gruesa que la sorprendió.
—Llegamos diez puntos. —No pensaba en
lo que decía.
Adentro de la casa todavía estaban
las luces apagadas. Los chicos no subían, ¿por qué se demoraban tanto? Lo
primero era ver la casa y deshacerse del señor Majo.
Mi
casa es la verde de acá al lado fue una de las tantas indicaciones que Ofelia
escuchó a medias. Quería dejar todo adentro y darse una ducha. El cielo tronó y
estalló en blanco y azul. El nene golpeaba el techo con los pies y ahora
colgaba con un solo brazo. Es un mono,
pensó ella. El mono le debe haber comido
la mano al padre.
La casa por dentro era como la
esperaban, una cama arriba, dos abajo, olor a encierro y a mar. Una tele, un
aire acondicionado un poco más rústico del que habían mostrado las fotos. La
heladera ya estaba enchufada. Majo se despidió con un hasta luego y salió.
— ¡Cierro la puerta! Al mar le gusta
llevarse a la gente con días así.
Ofelia la volvió a abrir, el mar
estaba cerca, nadie hubiese querido la puerta cerrada. La niebla nunca entraría
en la casa. El nene tampoco entró. Ella imaginó que habría saltado desde el
techo hasta los hombros de su padre. Desaparecieron.
Dejaron los bolsos al lado de la entrada.
Sebastián se metió en el baño, Manuel desenvolvió el queso, el pan y el salame
que habían comprado en la ruta, y Ofelia descorchó un vino tinto. Sirvió tres
copas, le alcanzó una a Manuel y tomó de la suya. Habían traído tres vinos
tintos más, dos blancos que habían sobrado en navidad, y un gin para hacer gin
tónics.
Sebastián salió del baño.
— ¿A qué hora llegan los demás?
—Ya tendrían que haber llegado.
—No entiendo por qué no nos estamos
preocupando.
— ¿Y si los atacó el loco de Orense?
—No digas pavadas.
Ofelia no quería que la conversación
llegara a un lugar incómodo. Sirvió más vino.
—Esta picada se come en el balcón.
A todos les pareció buena idea,
Sebastián y Ofelia juntaron las sillas y Manuel subió la tabla grande con la
picada y las copas.
—Llevá la petaca que tengo en la
mochila —le dijo a Ofelia.
Ella se puso a buscarla mientras los
otros subían las escaleras. La puerta se cerró de golpe. Un viento helado atravesó
el living, la cortina de la ventana se infló como un fantasma. Ofelia se apuró
a encontrar la botella y subió corriendo.
Armaron la mesa con una puerta de
madera que habían encontrado en la habitación y dos baldes. Las sillas miraban
todas al mar. La figura de los dos amigos se recortaba contra el cielo gris. Se
habían sacado las remeras. Sebastián apoyaba la copa de vino sobre su panza.
Manuel hablaba con las manos detrás de la nuca. Sostenía un cigarrillo. Fumaba
cada día más.
Ofelia ocupó su lugar y destapó la
petaca.
—Delicioso.
Tomó un par de tragos.
—Qué rico está el salame. Les dije
que había que comprar las ofertas de la ruta. Brindaron
mientras el cielo estallaba. Era imposible saber si era de día o de noche. La
bombilla de luz lanzó un zumbido fuerte y se apagó.
—Bien, nos quedamos sin luz.
—Y sin música.
Sebastián terminó el vaso de vino.
Estiró el brazo pidiendo lo que hubiera en la petaca. Manuel se ponía de pie y
levantaba la mirada cada tanto, desde ahí se veía la ruta de tierra por la que
habían llegado.
—Igual no creo que el loco de Orense
ataque con una noche así.
—Basta, ¿podemos hablar de otra
cosa?
—Seguro que se atrasaron con la
niebla, ya vieron cómo maneja Alejandro.
Cayeron un par de gotas sobre el
balcón, juntaron las cosas y volvieron abajo. Comieron en silencio de pie en la
cocina, tenían mucha hambre tras el viaje. Manuel fue el primero en ir afuera,
bajo el techo que cubría la entrada. Ya quería fumar un cigarrillo.
El cielo se encendía irregularmente,
el ruido del mar sonaba de fondo.
— ¿Sabés qué? Encendé un porro.
— ¿Antes de que lleguen?
—No podemos esperarlos para siempre.
Ofelia buscó en su bolso la lata
donde traía armados los porros. Habían acordado fumarlos entre todos, pero este
primero podía ser una excepción. Fumaron y tomaron sentados en el banco de
plaza que había en la entrada. Los tres miraban al cielo, nunca se largó a
llover. Oscureció tanto que desapareció la línea del horizonte. El mar se comía
a la tormenta.
—Los dioses están enojados. —Ofelia volcó
un poco de licor de la petaca sobre la arena. — ¡Les hago mi ofrenda!
Bailaban en el médano bajo la luz de
la luna llena, todos tenían el vaso lleno. Ella se movía con los ojos cerrados.
Manuel se reía solo. Sebastián estaba inquieto.
—Estoy aburrido, vamos a explorar.
— ¡Vamos!
—Traje linterna.
—Llevamos un gin tónic rutero.
—Sí, y dejemos una nota para los
demás.
Manuel cortó la botella de agua
tónica a la mitad y Sebastián preparó el trago.
—No hay hielo todavía, no va a estar
tan bueno.
—Ah, no, entonces no.
Los tres se rieron, las risas de los
tres causaban más risas. Eran imparables, Ofelia apoyó la frente en el hombro
de Manuel, Sebastián se agarraba la panza. Se agachó y golpeó el piso con los
puños. Tenía los ojos apretados. Ofelia empezó a toser, se había atorado con su
propia risa. Se abrazaron, las camperas de cuero hicieron ruido al rozarse.
Salieron de la casa haciendo un trencito. Ella iba adelante, seguida de
Sebastián y Manuel.
La arena estaba húmeda y endurecida,
era fácil caminar. Ofelia al medio iluminaba la bruma que había siempre delante,
Manuel llevaba el rutero y lo iba repartiendo entre los tres.
—Acá vive el señor Manco —dijo Ofelia
y señaló a la casa verde.
Todos se rieron. Avanzaron algunas
cuadras y salieron del balneario. El camino subía hacia el médano atravesando
una arboleda.
—Y también su hijo mono. —El mar
sonaba tan fuerte que nadie escuchó el comentario y la conversación terminó
ahí.
Treparon el médano y siguieron el
camino entre los árboles. Sebastián acompañaba sus esfuerzos con gruñidos. A lo
lejos vieron un cartel cuyas letras brillaron cuando Ofelia las alumbró. Gruta, decía, y una flecha señalaba hacia
el costado del camino. Subieron varios escalones de piedra, atravesaron una entrada
gobernada por dos árboles y en el medio de una ronda de rosales en flor,
encontraron la gruta, un caracol de mar gigante, hecho de cemento y pintado de
blanco. La punta pinchaba el cielo. Caminaron a su alrededor pasándose el rutero
de mano en mano. Ofelia tenía ganas de vomitar.
—Entremos.
Manuel fue primero. Ella lo siguió,
le alumbraba los pies. Sebastián fue detrás, no se había dado cuenta de lo
borracho que estaba hasta que tuvo que subir por la escalera empinada que
giraba alrededor del centro del caracol. El ruido del mar era cada vez más
fuerte. Los tres se agarraban de las paredes, porosas y húmedas. Las plantas de
las zapatillas se les adherían al suelo.
Manuel se detuvo.
— ¿Qué hay?
Se acercó Ofelia.
—Un altar a la virgen.
—No quiero mirar.
— ¡Llora sangre!
Había
estampitas, estatuillas de distintos tamaños y algunas flores de tela. Dos
velas nuevas y una encendida a punto de consumirse. En el fondo había un poster
de la virgen de Guadalupe, dos lágrimas de sangre le caían por las mejillas. El
poster también había sido víctima de la humedad, tenía los bordes redondeados y
varios colores de la imagen borrados.
—Deberíamos dejar el reloj
patriarcal como ofrenda.
— ¡Sí! Dejalo.
—Es ofensivo. ¡Que lo deje, que lo
deje!
Manuel, Ofelia y Sebastián se zarandeaban
de un lado a otro en el pequeño espacio del descanso, se chocaban contra las
paredes y se reían. Ella lo agarró de la muñeca y le desató el reloj. Lo puso
al lado de un rosario, el brillo de la vela parpadeó y se apagó. Alguien gritó.
Una ola rompió tan fuerte que pareció que se los llevaría con la corriente. Los
tres bajaron corriendo y corrieron por el camino alejándose de la gruta hasta
que Ofelia frenó porque se sentía mal. Intentaban recuperar el aliento.
— ¿Qué pasó? preguntó Ofelia.
—Vos gritaste.
—No, yo corrí porque alguien saltó
antes.
Intentaba mirarlo a los ojos en la
oscuridad.
—Mi reloj, no lo puedo dejar ahí. —Sebastián
se agarraba la muñeca desnuda. —Me lo regaló mi abuela. —Estaba al borde del
llanto.
Ofelia encendía y apagaba la
linterna, le daba golpes con la palma de su mano. —Esta
mierda, no pude explorar nada al final. —La guardó en el bolsillo de su
campera.
—No se hagan los boludos,
acompáñenme. —Sebastián empezaba a enojarse.
—Vos dejaste el reloj ese ahí, sabés
que no le estaba haciendo bien a tu machismo tenerlo. —Ofelia dio media vuelta,
se reía. —Por supuesto que vamos todos.
A Manuel ella le pareció un fantasma
moviéndose en la sombra. Dudó si hacían bien en seguirla, tomó a Sebastián por
el hombro pero las palabras no salieron de su boca.
La luz de la luna alumbraba el
cartel de la gruta como si quisiera que la encontraran. Sebastián se sintió
afortunado y tonto por haberse preocupado tanto por el reloj. Recorrieron el
camino por el que minutos antes habían corrido. Ofelia se arrepintió de ser
siempre tan miedosa. El valor era solo cuestión de cambiar la perspectiva,
ahora el sendero se veía inofensivo. La niebla se empezaba a desarmar. Había
paz. La gruta era maravillosa bajo el brillo de la luna.
—Parece un portal a otro mundo.
—No digas boludeces.
—Subo.
—Dale, te esperamos acá.
Manuel agarró a Ofelia del brazo y
empezaron a caminar en círculos. Sebastián subió los escalones sin tocar las
paredes. Tanteó entre las estatuitas, la virgen y sus adornos, todo se le
pegaba a los dedos, las velas, las flores, pero el reloj no estaba. El grito de
Ofelia lo hizo saltar. Gritaba su nombre, una y otra vez.
El cielo estaba despejado y
brillaban muchas más estrellas que en la ciudad.
—Ofelia. Manuel. ¡Ofelia! Dale,
idiota. Manuel. No veo nada. ¿Dónde están? Carajo. Ofelia, Manuel.
Lloró lágrimas de verdad. Su propia
respiración agitada le impedía concentrarse en los sonidos del médano y del
bosque. Caminaba de un lado a otro sin orientación. Agarró una gran piedra del
suelo y buscó el camino de vuelta al bosque y a la ruta. —Manuel, Ofelia. —Ahora susurraba sus
palabras porque no estaba seguro de querer ser escuchado. —Si aparece algo en
la oscuridad, del miedo que tengo lo mato. Lo mato. Incluso si es el nene mono,
lo mato a piedrazos. —Se acariciaba su propio brazo, eso le traía un poco de
tranquilidad. —Ya llegamos, ya llegamos.
Orense seguía sin luz. La luna
reflejada en el agua era una buena guía y le permitió ver el auto gris de sus
amigos frente a la casa. Habían llegado los demás. Corrió médano arriba, lo
alivió que la puerta de la casa estuviera abierta. Entró, buscó en el baño, en
el piso de arriba, tanteó las camas. Se escuchaba el silencio del balneario, el
llamado del mar en el oído de Sebastián.
—Manuel, déjate de joder. Son
boludos, eh.
Dio vueltas sobre su eje, el suelo
crujía. Los sonidos eran más importantes en la oscuridad, cobraban otro
sentido. Decidió que no iba a hablar más. Bajó el médano y corrió hasta la casa
del señor Majo. La puerta estaba abierta, adentro tampoco vio a nadie, cuando entró
a la cocina, sintió algo a sus espaldas. Alguien corría. Sebastián corrió tras
la sombra, que iba hacia el mar. Bajo la luz de la luna reconoció al nene mono.
Iba empujado por el viento. Frenó de golpe y miró atrás, como queriendo
asegurarse de que Sebastián también hubiera escuchado el llamado del mar.
19 de diciembre de 2018
Bruna, sociales
La
mañana en que Mario salía de la cárcel, uno de los policías que peor lo había
tratado en esos seis años de encierro estaba de turno. Fue él quien buscó las
pertenencias del preso en el sótano de la comisaría, quién dio la orden de
liberación, y quien, finalmente, firmó el acta. El comisario López lo odiaba,
como odiaba a todos los presos que estaban condenados por casos de pedofilia.
Ocho años antes, tras la denuncia de un vecino, habían encontrado metros de
cintas de pornografía infantil casera, todas filmadas en el monoambiente que
Mario compartía con su novia en la ciudad. En muchos de los videos se veía a
menores de edad inhalando cocaína. Uno solo se inyectaba heroína en el
antebrazo. Una mano peluda y grande lo ayudaba desde detrás de cámara. El director
nunca mostraba su rostro, pero una cicatriz blanca y larga que atravesaba su
mano como un rayo lo volvía reconocible. Mario y su novia fueron juzgados,
también, como consumidores y traficantes de estupefacientes, aunque solo se habían
encontrado tres plantines de marihuana en el balcón de su departamento.
El comisario López se cortó la uñas,
leyó el diario del domingo de principio a fin, se tomó un café en la cafetería
de la esquina, y revisó algunos viejos expedientes que tenía que ordenar. A
última hora bajó al sótano a buscar las pertenencias de Mario. Unas llaves y
una billetera. La abrió, le sacó toda la plata, una tarjeta de débito hecha
pedazos, y la licencia de conducir. Firmó los papeles y le pidió a un cabo que
lo soltara. Él no quería tener que ver a ese hombre salir en libertad.
—Me voy a cortar la mano —le dijo
Mario al cabo cuando se despidió. Estaba tan flaco que los pómulos no se
elevaban cuando sonreía.
Una vez afuera, se encontró con que
para el mundo él había dejado de existir. Era un fantasma, todo era posible. Recolectó
el dinero que tenía repartido y se puso en marcha. Su destino era
un pueblo a cuatrocientos kilómetros de la ciudad. Nunca había estado ahí, pero
los relatos de sus compañeros de celda fueron suficiente como para convertirlo
en un destino tentador.
Desde el primer día, Mario había
sabido que la única manera de sobrevivir en la cárcel sería unirse a los hermanitos, como llamaban los demás
presos a los convictos evangelistas. Eran tantos que habían logrado muchos
privilegios dentro del penal, pertenecer implicaba también cierta protección
por parte de los demás hermanos, y sobre todo, protección contra ellos. Los
hermanitos eran los únicos capaces de aceptar a un pedófilo. Sin ellos, su
suerte en la cárcel habría sido terrible. Mario tocaba la guitarra, por lo que
su llegada fue muy bienvenida. Aprendió las canciones, participó en las misas y
en los bautismos, cumplió con todas las reglas que se le impusieron y, sobre
todo, prestó atención.
Aprendió que en el pueblo había un
gran colegio evangelista, que los hermanos siempre protegen a los miembros de
su iglesia sin hacer preguntas. Aprendió a predicar y a orar como un pastor, y
ese fue su papel de ahí en adelante. Llegó al nuevo pueblo en colectivo. Llevaba
solo un bolso con un montón de cintas grabadas a escondidas en la sala conyugal
de la cárcel.
El reloj despertador sonó a las seis
cuarenta y cinco como todas las mañanas de los días de escuela. Bruna lo dejó
sonar, sabía que su mamá vendría a despertarla por si las dudas. Cuando estaba
por volver a quedarse dormida, cruzó su mente una imagen de la noche anterior.
Se sentó en la cama, no quería tener que ver a su mamá. Se sacó el piyama, se
hizo una trenza y se puso el uniforme más rápido que nunca. Una pollera
tableada, camisa blanca manga larga, corbatín y mocasines negros.
Se miró en el espejo mientras se
cepillaba los dientes. Ojalá nunca
hubiera bajado las escaleras. Tenía sed, por eso bajó después de cenar,
después de haberle dado las buenas noches a sus papás, y de haber cerrado la
puerta y apagado el televisor. Cuando entró en la cocina se dio cuenta de que
había alguien, se escuchaba una respiración agitada. Eran dos. Dejó la luz sin
encender, había alguien adentro del lavadero. Caminó hacia la puerta
escondiéndose. Se sorprendió cuando vio al vecino, Tomás, sin remera, iluminado
por la luz del farol de la calle que entraba por la ventana. Lo conocía más por
el colegio que por el barrio, él iba dos años más arriba. Tenía la panza
abultada, su piel parecía hecha de terciopelo, los brazos anchos y esponjosos.
Se desabrochaba el botón del pantalón con la lengua afuera y los hombros
encorvados, un gesto tan animal que cuando levantó la cabeza y se tiró el pelo
hacia atrás, a Bruna le pareció el rey de la selva aunque todavía tuviera
granos y los dientes torcidos. Dio un paso adelante lleno de energía, y se
lanzó sobre su mamá, que lo esperaba con el camisón rojo y las piernas abiertas
de par en par, sentada sobre el lavarropas.
Bruna corrió escaleras arriba, por
suerte tenía las medias y sabía que podía volar por la casa sin hacer un ruido.
Su papá estaba dormido en la cama grande con el televisor encendido y el
control remoto en la mano. Se encerró en la habitación y arrastró la gran cajonera
contra la puerta para bloquearla. Se sentó en el suelo con ambas manos sobre
los muslos. Apretó las piernas, empezó a enredar su camisón alrededor de su
dedo índice hasta llegar a la bombacha. Se acarició, sintió que el estómago se le
daba vuelta, sintió ganas de hacer pis. Cerró los ojos y le volvió la imagen de
la panza de Tomás, las manos abiertas corriendo hacia la seda.
Se volvió a mirar en el espejo,
estaba tan dormida que la sorprendió verse con el uniforme puesto. Ya pasó. Corrió escaleras abajo, agarró
su mochila que colgaba del perchero, y salió de la casa sin decir nada. Subió
al colectivo, y mientras avanzaban calle arriba vio que la luz de la cocina
estaba encendida, y la figura de los cuerpos de sus papás se
recortaba sobre el fondo. Pronto su mamá subiría a su habitación para
asegurarse de que se hubiera levantado. Nunca la dejaban faltar al colegio.
Llegó temprano, así que se quedó
sentada en la esquina esperando a que llegara alguna de sus compañeras. El
director apareció cinco minutos después y arruinó su plan, insistiéndole para
que entrara, no había que pasar tanto tiempo en la calle siendo una niña.
¿Dónde estaba su mamá? Imagen del camisón rojo. Las chicas ni
siquiera deberían andar por la calle solas ¡Y encima en pollera!
—Pero es el uniforme del colegio.
Formaron fila como siempre, de menor
a mayor, y a ella le tocó en el medio. Desde su lugar se llegaba a ver la cabeza
del director cuando saludaba a la mañana y la bandera izándose desde la base
del mástil. Los calzoncillos que se asomaban por sobre el pantalón de Tomás
eran amarillos como el centro de la bandera. Lo buscó con la mirada entre las
filas de alumnos pero no lo encontró.
El
director saludó y todos respondieron al unísono como les habían enseñado.
—El
pastor es conocedor de la verdad y su deber es rescatar almas que están
perdidas en el pecado —hizo una pausa para mirar a su alrededor —y sujetas por
el diablo a través de la música secular, las telenovelas, llenas de
pornografía, fornicación y violencia; hacer entender que el homosexual es
transformado por el pecado y no por nacimiento y que el drogadicto necesita a
quien le ama: Jesucristo. Un Pastor es un mensajero de Dios. Hoy les
presento con alegría al nuevo miembro de nuestro colegio, El Pastor Felici.
Con un gesto de su mano le dio la
bienvenida. El nuevo Pastor caminó por el pasillo como una quinceañera, llegó
al mástil y saludó al director. Paseó la mirada entre los alumnos, saludando
con una mano abierta en alto. Sus ojos se cruzaron con los de Bruna, un hilo de
hielo los unió. Ella apretó las cintas de su mochila.
—Séptimo grado se va con el Pastor
Felici. Los demás como siempre.
Cada vez que llegaba un nuevo pastor
al colegio, pasaba lo mismo. Los alumnos y alumnas se sentaban en los bancos a
conversar, todavía comiendo sanguches de la cantina, tomando latas de Coca
cola, o limpiándose las lagañas de los ojos. Sin saberlo, medían la paciencia
de la nueva figura de autoridad.
Bruna se sentaba contra la pared en
la primera fila. Estaba terminando de leer un libro que debía devolver esa
tarde a la biblioteca del colegio. Volvía a empezar una y otra vez el mismo
renglón, las palabras le parecían escritas en otro idioma. La imagen de Tomás y
su mamá se dibujaba entre las letras.
El pastor Felici estaba apoyado
sobre su banco, los brazos cruzados en el pecho. Dio unos pasos y se detuvo en
la ventana. Parecía vencido, buscando afuera un lugar de tranquilidad. Pero
entonces enderezó los hombros y soltó los brazos, y empezó a caminar entre los
bancos. Tenía la cabeza llena de pelo negro, los ojos negros, y dos cejas
enormes que parecían hechas con corcho quemado. Los alumnos fueron recuperando
la postura a medida que él avanzaba a través del aula. Hubo silencio.
—Mi nombre es pastor Federico
Felici. Llegué a la tierra con un don: la certeza de que el señor camina junto
a mí.
El pastor siguió hablando durante
las dos horas que duró la clase. Nadie lo interrumpió. En la esquina, Bruna
intentaba controlar sus pensamientos, pero revisaba el recuerdo de la piel de
Tomás, ¿dónde tenía los granos? Dos en la frente, uno en la mejilla. Se lo imaginaba
haciendo cosas que no lo había visto hacer, como tocándole las piernas, desde
la rodilla hasta el ombligo.
Contar
los números primos, ¿cuáles eran los primos? Los primos, Rodrigo, Oscar,
Ernesto, Francisco, Alejandro. Su papá acostado durmiendo con la mano adentro
del calzoncillo. La luz azul de la tele iluminando su cuerpo. Y Tomás. Números
pares, esos sí. Dos cuatro seis ocho doce diez. El pastor sigue hablando, nos
va a hacer decirle nuestros nombres, qué rama cursamos. Bruna, sociales. Bruna,
enredada con Tomas sobre la alfombra. Es verdad que mamá llora todos los días, la
escucho en la habitación antes de que llegue papá. ¿Cómo había provocado a
Tomás? Doce catorce dieciséis Mamá bailando con su camisón rojo. Yo con mi
cara, Tomás sacándose la remera en el lavadero.
El pastor avanzó por su fila y al
pasar por su banco le acarició un mechón de pelo. Sucedió tan rápido que Bruna
se puso colorada y empezó a preguntarse si había pasado de verdad. Miró a su
alrededor pero sus compañeros estaban en sus cosas, nadie lo había visto.
Cuando sonó el timbre y todos
salieron al patio, él la llamó a un lado.
— ¿Bruna es tu nombre?
—Bruna María.
— ¿Sabés qué Bruna María?
—Me hacés cosquillas.
—Yo escucho los pensamientos.
Escucho todo lo que pensás.
— ¡Yo no hice nada! —le gritó y
salió corriendo por el patio
Cuando se reunió con sus compañeros,
todos hablaban de él. Una dijo que había escuchado que vivía con su mujer en el
barrio obrero, otro que su mamá lo había visto en el supermercado con dos
hijos, uno era deforme y estaba en silla de ruedas. Bruna pensó que era la única que lo conocía de
verdad, porque ella sola le había hablado de uno a uno, y él podía leer sus
pensamientos.
Esa tarde en su casa, se encontró
con sus papás tomando mates en la cocina. Puso dos rodajas de pan en la
tostadora y encendió la hornalla para calentar agua.
—No te escuché salir hoy —le dijo su
mamá con buen humor.
Bruna mordió un pedazo de pan para
no responder, y ellos se distrajeron conversando de algo que pasaban en el
noticiero.
A la noche no volvió a bajar. Había
llenado su botella de agua y la había dejado en la mesita de luz. Se acostó en su
cama pero no podía dormir. Intentó apoyarse de un lado y del otro. ¿De dónde
venía Felici? La pregunta no la dejaba en paz. Se
acarició el ombligo y escondió su mano entre las piernas. Entonces empezó a
acariciarse pensando en los dedos del pastor sacudiéndose en sus axilas, hasta
terminar diciendo su apellido en voz muy baja.
Mientras desayunaba, decidió que iba
a tener más cuidado con sus pensamientos. No había podido dormir en toda la
noche repasando el momento del dedo tocando su pelo. La idea de que él pudiera revisar sus pensamientos como fotografías de un álbum era terrible. ¿Cómo podía esconderse? Recitar
canciones, los nombres de sus amigas, los números primos esta vez. La imagen de
Tomás se empezaba a volver difusa y se preguntaba si lo había visto en realidad.
Pensaba en el pastor sin camisa, ¿cómo sería su pecho desnudo, los pelos
enrulados cubriéndolo todo? ¿Quién era el chico deforme de la silla de ruedas?
Durante la clase, la ola volvió con
toda la fuerza de un maremoto. Sentía los brazos grandes del pastor alrededor
de su cintura, pensaba en dónde podía conseguir un camisón con un color
parecido al de su mamá. Nunca nadie tiene
ropa interior roja si no está buscando sexo. El pastor paseaba de nuevo por
el aula mientras hablaba, era un discurso monótono en el que participaba solo
él. Se puso de pie frente al banco de Bruna y ella clavó la vista en el
botón del pantalón. Bajó la mirada y lo recorrió desde las caderas a los pies.
Le hubiese gustado poder agacharse y verlo por todos lados de cerca. Ojalá pudiera ver a través de su ropa.
Él dio un paso adelante, casi apoyándose en el banco. Ella lo miró a los ojos y
se encontró con su mirada. Tres cinco
siete nueve. Los pares eran más fáciles. Estiró su brazo hasta el borde del
banco, los dedos le quedaron colgando, los sacudió sin quitarle los ojos de
encima. Era casi como si lo tocara.
En el recreo decidió que se
confesaría. No aguantaba más el peso de sus pensamientos. Necesitaba recobrar
la paz. Se acercó a la puerta del aula, a través del vidrio podía ver al pastor
sentado en su silla, con los codos apoyados sobre el escritorio, leyendo una
revista de futbol. Estaba en otro mundo. Bruna pensó en golpear a la puerta
pero su cuerpo no respondía. Cuando el pastor pasó la página de la revista, la
gran cicatriz en su mano brilló como un filo con la luz del sol. Tosió y se
tapó la boca con la mano. Escupió una bola de moco verde sobre su palma y la
limpió contra uno de los bancos de los alumnos. Bruna salió corriendo.
Sonó el último timbre, y ella no fue
directo a su casa. No quería encontrarse a sus papás tomando mates y no quería
volver a encerrarse con sus pensamientos. Esperó en el kiosco tomando una Coca
hasta que salieran todos los alumnos. Vio pasar a Tomás con su hermana, la
abrazaba por los hombros y se reía, Bruna no llegó a verle los ojos. Después
salió el director, algunos profesores, y finalmente, el pastor Felici.
Dejó pasar un minuto antes de salir
del kiosco, lo seguiría bien de lejos, y si la veía, le podía decir que iba a
otro lado. Apretaba la botella de Coca en la mano mientras le mordía el pico.
Tomó un poco más. Doblaron en la esquina y caminaron hasta Pelliza. Siete
cuadras después, Felici entró a un dúplex de ladrillos a la vista. Bruna esperó
un rato donde estaba. Bebió los últimos tragos de su Coca hasta que el vacío
hizo ruido. Entonces tiró la botella en la calle y se acercó a golpear la
puerta, dispuesta a sacar todos esos pensamientos de su cabeza.
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