7 de junio de 2015


Spring walk

-According to Google Maps, the walk from Japan to the People´s Republic of China
would take us 31 days and 16 hours. The pink leaves of the spring cherry blossom would kiss our dirty feet as we left and the song of a spotted woodpecker would meet us in Shanghai. We should make a careful sum of the minutes so we don´t arrive at night. We should be prepared: in this route there might not be roads or walking trails. We should write our books with bamboo and stone. We´d better get going.
To begin:
face north.

5 de junio de 2015

las bombachas rosas

Oliver estira el brazo y me agarra mi mano entre las suyas. Está dormido. La española me habla todo el viaje de cosas que no me interesan, lugares de la India, nombres que no voy a recordar. Yo quiero cerrar los ojos y apoyarme sobre el hombro de Oliver, rodearlo con el brazo. Hay mucho ruido de la ruta, del colectivo destartalándose y la música de la radio como para mantener una conversación. Odio levantar la voz y a veces tener que hacerme la que escuché o tener que pedir que me repitan algo. Odio tener que pedir que me repitan algo. Le suena el teléfono y lo busca adentro de su mochila desesperada. Yo aprovecho y cabeceo, me hago la que se me cierran los ojos, lo hago tan bien que hasta me lo creo, me da sueño y empiezo a sentirme un poquito mareada. Apoyo la cabeza sobre el hombro de Oliver, él me rodea con el brazo, encuentro un hueco perfecto abajo de su clavícula, rota tantas veces. Soy libre de nuevo. En el colectivo hay olor a caca humana.
Cometí el grave error de confesarle a Oliver que me gusta robar cosas. Me pidió que le diera un ejemplo de cosas que me había robado. Había empezado con cosas chiquitas, nunca a negocios chicos, sino a supermercados, aeropuertos, negocios caros.
-Por ejemplo, mi billetera, le dije y me miró horrorizado.
-La robé en el aeropuerto de Auckland.
-¡Qué hermosa billetera!, me dice todo el mundo, y yo siempre recuerdo el robo avergonzada en secreto. No sé por qué lo hago, pero me encanta. Algo de saber que me pueden descubrir, pero que yo soy más inteligente y mejor mentirosa que ellos. Hasta tengo un sistema de mentiras ideadas en caso de que me agarren. Oliver desaprueba, cada tanto me sermonea al respecto, desde que estamos en la India todavía más. Entonces a mí me gusta contarle sobre más cosas que robé, porque me imagino lo que diría Catie, y lo que diría Oliver al respecto, los dos tan adentro de las reglas y las locuras del mundo enfermo que se construyeron. Yo quiero salirme de esa esfera disparada a mil millones de kilometros por hora, como un meteorito hacia el mal, hacia todo lo que Santa Catie no haría. Oliver, tu futura esposa es ladrona. La última vez le conté que Ciaran me había enseñado a robar en el Wallmart y que muchas veces robábamos paltas y cosas caras para cocinar. Me preguntó si me había robado las bombachas rosas y le dije que no, esas las compré. Sospechaba que no iba a conseguir bombachas en la India y en Australia eran muy caras. Compré un paquete del supermercado y cuando llegué a la casa lo abrí. Ashley me encontró en la habitación desplegando uno a uno las bombachas enormes sobre la cama. Nos agarró un ataque de risa, ella se puso una en la cabeza, la cubría como una gorra de natación. Yo me puse una por encima de las calzas, era grande como un short, mis cachetes del culo quedaban absolutamente cubiertos y sostenidos por algodón. Nunca había tenido bombachas tan grandes. Pero no estaba para andar gastando más dólares en coqueterías y considerando la falta de expectativas sexuales con Oliver, no me pareció importante. Igual siempre aprovechaba para reírme un rato de ellas.


4 de junio de 2015

Cuando llegamos a Margao todavía es de noche. Oliver sigue re copado hablando con sus amigos. Yo me siento en un banco de la terminal, dejo mi mochila grande en el piso, agarrada a mi pie. Oliver se acerca y me deja su mochila también.
-Vamos a averiguar si hay micros, ¿te quedás cuidando las cosas?
-Sí, no hay drama

Los veo alejarse, Oliver va hablando y los otros dos lo miran y le prestan atención como si fuera alguien muy importante. No sé qué tiene que hace que al principio la gente lo respete mucho. Sonríe y tiene la cara amable, creo que eso le juega a favor. Conmigo todavía tiene cierto poder. Estoy de muy mal humor con estos dos tipos que ni me miran y Oliver que, culposo como es, siempre se prende en todas. Yo quiero tomar un taxi y dejar de perder tiempo con ahorrar dos mangos. En la estación mucha gente está durmiendo en el suelo, de afuera entra un viento con olor al humo de los autos. El dominio público y el privado se desdibujan; un señor al lado mío se urga la nariz, atrás alguien escupe mocos. 
Lejos ya, veo a Oliver con los pibes, frenaron no sé a qué. Oliver agarra su botella, abre y toma, le ofrece a uno y después al otro. Busco el tabaco en mi mochila chica, tengo un poco de porro adentro del paquete. Armo un cigarrillo con un poco de los dos, apilo las mochilas sobre el asiento y salgo a fumar. Traigo conmigo mi mochila chiquita. En las otras tenemos sólo ropa sucia, no sería ninguna desgracia que nos robaran al menos la de Oliver. Afuera está todavía más oscuro y se ve a gente ir y venir en la ciudad que recién se pone en movimiento. Veo la parada de taxis. Busco a Oliver con la mirada pero ya no están a la vista, nuestras mochilas todavía sí. Me fumo mi cigarrillo un poco intranquila y vuelvo a entrar. Sentada en el banco, fumada, me quedé dormida.

Oliver me despierta con un cigarrillo colgando de la boca.
-Vamos a tomar un taxi, me dice mientras levanta su mochila del piso y se la cuelga en la espalda. Me extiende la mano para ayudarme a levantar, ya estoy de mejor humor sabiendo que vamos camino a una ducha y una cama. No entiendo bien por qué el auto nos deja en la entrada de una playa. Es una calle de arena con dos o tres bares y algunos negocios, todo cerrado. Parece ser el centro del balneario. Bajamos todos del auto y los chicos empiezan a caminar hacia la playa, Oliver y yo los seguimos. Me saco las sandalias y ando descalza por la arena. El cielo está rosa intenso y el sol empieza a salir, ya hace bastante calor. Formamos una ronda, uno de ellos habla por un celular. Corta y no explica que en su pensión no hay lugar para nosotros, está lleno. Uno de ellos es alto, tiene los hombros duros como Frankestein y bigotes oscuros. El otro es más petiso y gordito, con ojos saltones y pelo lacio de raya al medio. Tiene brazos musculosos.

El alto le ofrece el celular a Oliver para que llame a otra pensión. Le marca el número y Oliver se aleja, dejándome sola con su dos amigos nuevos.

30 de mayo de 2015

las amigas

-Te vas a ahogar en la pileta y nadie te va a escuchar. No te rías, cambiame esa cara, ¿no
sabes lo horrible que es morirse ahogado?
Ella tampoco lo sabía, nunca se había muerto ahogada, pero Francisca ya la había cansado. Griselda tomaba el té con sus amigas en el jardín de su casa. Estaba encargada del cuidado de su hermana menor mientras los padres paseaban de vacaciones por las sierras cordobesas. Las chicas y sus cosas se distribuían en tres sillas blancas de almohadones floreados y una mesa redonda. El jardinero había cortado el pasto el día anterior. Cerca de ellas, pero no tanto como para oír su conversación, el hermano mayor sentado sobre el piso rasgaba su guitarra y tarareaba una canción que estaba inventando. Cada tanto levantaba la mirada a ver si alguna de las chicas le prestaba atención. Qué le importaban a él esas pendejas.
Francisca se movía sigilosa por el jardín. Griselda la había mandado primero a hacer los deberes y más tarde a abrir las ventanas del living para ventilar. Francisca no entendía o no quería entender que tenía que hacerse humo y dejarla a Griselda sola con sus amigas.

Cuando no quedaba qué hacer, le dijo:
-Averiguame de qué marca son todos los televisores de adentro
Eran Samsung, Francisca ya lo sabía, como sabía todos los secretos de la casa. No le importó, hizo el papel de la tonta y entró por la cocina, arrastrando los pies. Pensaba que a las amigas de Griselda le causaría gracia, que así les demostraba que ni le importaba lo que dijera su hermana, ella no se iba a ofender. Caminó hasta el televisor esquivando la mesa ratona. Después pasó al living y se fue hasta la tele frente a los sillones y después a las habitaciones y etcétera.
Mientras tanto las chicas, libradas de la molesta presencia, reanudaron su conversación. Victoria intentaba contar cómo había perdido su virginidad con Nacho.
-Chicas, bueno, lo hice
Hubo un silencio inicial, ninguna quería hacerla sentir importante, a todas les molestaba que Victoria fuera siempre la primera en hacer las cosas. La ignoraraban por celos, miedo, o quizás ambos. Finalmente, Griselda habló:
-¿Te dolió?
Natalia se pintaba las uñas de los pies de rojo; en vez de conversar, usaba sus labios para soplar y soplar. Últimamente había estado intentando que la llamaran Popi. Popi era apodo de linda. Quería intervenir en el relato de Victoria pero no encontraba el momento o la palabra justa. Siempre, antes de que saliera su voz, la detenía el miedo feroz de ponerse en el centro de la atención, arriesgándose a que todos reconocieran su estrictamente oculta precocidad sexual. Seguía soplándose los dedos.
Griselda se concentraba en su vaso: adentro tenía cubitos de hielo y jugo de manzana. Lo hacía girar como un tomador de whisky y fantaseaba con ser un gran señor de traje. Nunca escuchaba las historias de sus amigas de la escuela. Le parecían tontas pero se juntaba con ellas porque también eran lindas y no la envidiaban. En su casa la madre les había enseñado que la envidia era la cosa más asquerosa que podía existir, teniendo en cuenta que existen el excremento, las cucarachas y los domingos. La envidia era peor que todo. Griselda se amoldaba muy bien al grupo de las chicas porque tenía una imaginación enorme y le gustaba actuar cualquier cosa, no le era difícil simular interés.
Y Victoria seguía con su historia. No le importaba saber que las otras la ignoraban, lo que quería era decirlo. La iban a tener que escuchar. Ella tenía siete hermanos y estaba acostumbrada a pelear por su lugar.
Las uñas del pie izquierdo de Natalia ya estaban listas, doble capa de esmalte más rojo que la sangre. Se acomodó y puso sobre la silla el pie derecho, para empezar pintando por el dedo chiquito. Aprovechaba para hacerlo en lo de Griselda porque su mamá no la dejaba en su casa. Se iba a tener que sacar la pintura antes del paseo del próximo fin de semana. Por supuesto que de esto las demás no sabían nada.
Griselda meneaba el vaso vacío ya, masticaba en la boca los últimos pedacitos de hielo. Se encogió de hombros, sintiendo el frío que le bajaba por la nuca. Se sacudió. Tenía el pelo mojado con agua de la pileta y una bikini empapada abajo de una remera hasta las rodillas. Extendía las piernas sobre una silla estirando el cuerpo. Tiró la cabeza para atrás, una nube negra se asomaba a lo lejos.
-Y entonces ya era demasiado tarde para decirle que no, y tampoco quería, me sacó el corpiño, estuvo como cinco horas
Natalia se incomodó tanto que se puso de pie. Las otras dos la miraron sorprendidas. Dijo que iba al baño, se calzó las sandalias que había dejado sobre el pasto y esquivó las sillas del camino. Solo le quedaba pasar frente al hermano mayor, si miraba hacia abajo, como concentrada en otra cosa, el momento sería rápido, casi imperceptible. Se dio cuenta a mitad de camino que estaba exagerando, caminando como un jorobado, la cara casi entre sus manos. Era un monstruo. Tomás se levantó, apoyó la guitarra contra la medianera y se metió, también, para adentro de la casa. Coincidieron en la ventana, él la dejó pasar.
Popi fue rápido para el baño chiquito de la cocina y cerró la puerta corrediza. Adentro se miró la cara, se lavó las manos, se volvió a mirar la cara. Salió del baño y vio a Tomás de espaldas. El la escuchó y, ensayado, se dio vuelta.
-¿Querés?, dijo cortando el aire, sosteniendo adentro el humo del porro que le ofrecía. Ella lo agarró entre sus dedos y fumó. Una, dos, tres veces. Empezó a toser. Se lo devolvió con una mano y con la otra se tapó la boca. La tos no aliviaba aunque Popi la intentara calmar carraspeando, la garganta irritada le devolvía espasmos y pronto perdió control sobre su propio cuerpo. Cuando se le pasó un poco, sonrió con cara de loca hasta que por entre los dientes le volvió a salir la tos. Tomás largó una carcajada sin gracia. Ella, que temía que a la tos la siguiera el vómito o el llanto, se volvió a encerrar en el baño. El hermano mayor que fumaba y también tosía; Popi miró por la cerradura y lo vio largando humo por la nariz y la boca.
Cuando volvió a la mesa, el relato de Victoria ya había terminado. Ahora Griselda peleaba con Francisca que había aparecido de nuevo. Quería ir a lo de una amiga a jugar y Griselda se negaba a llevarla. Le daba miedo andar por la calle a esa hora. Miedo a las luces fuertes y las sombras y al viento débil que agita las últimas ramas de los arboles, a todo ese escenario siniestro y silencioso. Sus amigas querrían irse a sus casas y ella tendría que volver sola. Resentía el momento de las reuniones cuando algo hacía tambalear todo, incomodando a los invitados y recordándoles que había un mundo afuera, que ya era hora de volver a casa. Estaba pasando y era culpa de Francisca. Esperó el anuncio de retirada de alguna de sus amigas pero no llegó; frente a este abuso a su hospitalidad, sintió un leve deseo de que se fueran.
Francisca finalmente se levantó y caminó hacia el fondo del jardín. Frenó un momento, se quitó el pelo del hombro. Natalia jugaba con los esmaltes sobre la mesa, hacía chocar los vidrios, cada tanto se limaba un poco las uñas. Griselda maldecía a su hermana con palabras que la hacían parecer más grande y cansada de lo que era. Francisca fastidiaba el ambiente y violaba constantemente el pacto bajo el cual sólo podía estar ahí si guardaba silencio y aceptaba hacer de ayudanta de las chicas.
Victoria agarró la tijerita de uñas, dobló la rodilla y subió el pie al asiento. Con suma concentración empezó a cortarse los pelos que le crecían en la pantorrilla. Griselda despotricaba mientras se servía más jugo de manzana. Luego, un minuto de silencio.
-Tengo frío, ¿Vamos a depilarnos?
Escondida entre los matorrales, ofendida, Francisca vio cómo las chicas se levantaron de la mesa dejando el jardín vacío, el mantel bailando con el viento, sostenido solo por el peso de los esmaltes de colores y el vaso de whisky.
Las amigas entraron a la habitación de la mamá de Griselda y cerraron con llave. Griselda abrió el placar de madera marrón y sacó un horno naranja con un hueco lleno de cera verde y maciza. La enchufaron debajo de la mesita de luz y se sentaron a cada lado de la cama a esperar que calentara. A medida que la cera se derretía, motas de pelos cortos emergían hasta la superficie y quedaban ahí, flotando.
-Qué asco, está sucia, dijo Victoria.
-No, se usa muchas veces la cera, nena, hasta que haya más pelos que partes verdes
-Yo así no la uso ni loca
Por haber sido la que se quejaba, Victoria fue elegida para ir a la cocina a buscar el colador. Mientras revisaba los cajones, espió de reojo a Tomás en el sillón del living. Tenía el cuerpo como arrojado sin vida, la tele estaba prendida y la miraba hipnotizado, con la boca abierta. Victoria encontró el colador en el cuarto cajón y volvió a la habitación de los padres.
-Cerrá con llave, le ordenó Griselda.
-Hay un olor horrible
-¡Cerrá!
En el baño, Popi sostenía la olla y volcaba la cera a través del colador que sostenía Victoria. Antes de que todo el líquido hubiera pasado, el calor de la olla empezó a quemar, despidiendo un humo de olor fuerte. Popi soltó las manijas de golpe, la olla pegó una vuelta en el aire. Por un segundo, la masa verde y blanda quedó suspendida en la altura, tomando distintas formas y largando humo. La masa aterrizó sobre el mármol del baño y sobre las manos y las piernas de las chicas que ahora saltaban gritando y ardiendo con furia.
-¡Pelotudas! ¡Pelotudas!, gritaba Griselda, única sobreviviente intacta al accidente. Agarró el lápiz con el que se mezclaba y empezó a recuperar cera del mármol; se untó los bigotes y los muslos, quemándose la piel.

Tomás dormía tapado con una frazada en el sillón. Una nube tóxica sobrevolaba el baño, la cera seguía quemando y despidiendo sus humos. Griselda se depilaba los bigotes y Popi levantaba los brazos mientras Victoria le untaba las axilas con el lápiz. Las tres se habían acostumbrado al sopor que les producía el encierro.
El viento que entraba por la ventana abierta hacía bailar las cortinas de la cocina. Afuera los esmaltes se habían caído de la mesa y el vaso estaba roto. El mantel aterrizó sobre un arbusto del jardín. Escondida detrás, Francisca esperaba la tormenta. Hacía rato que no escuchaba a su hermana y sus amigas. Se sacó la remera por sobre los hombros y se desabrochó los pantalones. Con el cuerpo desnudo se acercó al vértice de la pileta. Esperaba atenta a que alguien la detuviera: nadie. Griselda, Popi y Victoria yacían inconscientes y untadas con cera sobre el piso del baño. El hermano mayor descansaba en el living bajo su frazada. Francisca los llamó a todos desde el borde de la pileta.
-Chicos, ¿me meto en la pileta? Euu, ¡me meto en la pileta!
Y con el pie izquierdo bajó el primer escalón. Sopló un viento furioso y el mantel levantó vuelo, levitaba sobre la pileta. Francisca dio un paso más, hundiendo toda su pantorrilla en el agua.
-Me meto, ¡eh!

Así, bajó uno y otro escalón. Reinaba el silencio en la tarde, cuando el agua le llegó hasta la cintura, tuvo un escalofrío y empezaron a caer las gotas sobre la superficie de la pileta.

28 de mayo de 2015

10
Nos volvemos a despertar con el ruido de alguien que escupe una y otra vez hasta vaciarse de mocos.
Subimos a Munnar con nuestras mochilas al hombro. A mí la subida me cuesta, sobre todo porque tengo hambre. Llegamos a la parada de colectivos. Lo dejo a Oliver con las cosas y me voy en busca de algo para comer. Voy directo a lo envasado, me da miedo comer algo en la calle y enfermarme. No importa cuánto me cuide, me voy a enfermar igual. Me lo tengo que repetir hasta el cansancio. Igual quiero unas papitas o algo familiar. Los paquetes del negocio están cubiertos de polvo y descoloridos por el sol. Me llevo una magdalena envasada, es seca y fea, como una de verdad pero pinchada.

Decidimos que durante este viaje vamos a empezar las clases de español. Oliver ya tiene un cuaderno y todo. Por dentro el colectivo es celeste, vibrante. Los caños son azul oscuro. Es solo la estructura con ruedas y un techo, no hay puertas, ni vidrios ni ventanas. Todo el viento del mundo nos sopla en la cara y no podemos casi escucharnos. Entonces apoyo la cabeza en su hombro y le acaricio despacio el brazo, él me da un beso en la frente. Los dos tenemos el cuerpo caliente, las manos húmedas; el aire fresco es una bendición. Los pantalones naranjas están buenísimos, se los voy a pedir. Oliver me abraza y me aprieta contra él. En la India no huele tan mal, tengo que averiguar si empezó a usar desodorante.
Una vez, en Melbourne, Kiki me prestó un sweater de lana enorme que había sido de una amiga suya. Yo no tenía abrigo y hacía frío. Era era calentito y suave y me dejó quedármelo por unos días. Una noche yo salí con Oliver y le di el sweater porque él no tenía abrigo. A Oliver también le encantó usarlo, era tan grande que le entraba a cualquiera. Le pedí que se lo devolviera directamente a Kiki. No sé por qué yo supuse o esperé que él lo lavara, porque era obvio que no lo podía devolver con olor a chivo ¿o sí? ¿Y si no lo lavaba? Cai en la desesperación mental. Mi gusto se ponía constantemente a prueba. Yo estaba ahí cuando le devolvió el sweater a Ciaran. Lo tuve que ver todo.
-Gracias, le dijo y se fue, tenía que ir a la pileta o a capoeira, qué se yo. Kiki lo agarró, lo sostuvo, esperó a que Oliver estuviera lo suficientemente lejos y se lo llevó a la nariz. Se rió.
-Tiene olor a Oliver, dijo con cara de asco.
Todavía nadie sabía sobre nosotros y era yo la que más quería ocultarlo. No estaba lista para enfrentar la opinión de los demás. Ni lo que yo pensaba que pensarían. Barbara siempre lo supo, pero con ella yo hablaba de todas estas cosas. Nos fuimos haciendo muy amigas, ella me entendía bien todo lo que me pasaba. Yo a ella la entendía, pero hasta ahí también, porque después se empezó a poner un poco loca con lo de Ciaran.

-¿Hacia dónde van ustedes? Uy, discúlpame.
Se ve que abrí los ojos dormida y ella pensó que estaba despierta. Pero ¿por qué me habla en español?
-Vamos a Kumili ¿y vos?
-Pues, yo lo mismo
Miré a Oliver, dormía con la cabeza apoyada en una almohada hecha con su buzo azul.
-¿Viajas con él?
-Sí, ¿vos?
-Yo le acabo de conocer, no pienses ¡No tengo na que ver!
-¿Viajás sola?
-Sí, claro, yo hago mucho este viaje, otras veces lo hice acompañada
-¿De dónde sos?
-Soy española, de Sevilla ¿y ustedes?
-Yo soy argentina, pero él es inglés
-Ah, pero ¿es que él habla español?
-No, yo hablo inglés




26 de mayo de 2015












Caminamos por los puestos que hay montados. Hay unas pulseras de madera pintadas con flores, me compro una. Me pruebo un par de anillos. Me acuerdo de Rachel, que viajaba con ese anillo de casada para hacerse la que estaba de viaje con su marido y sentirse más segura en la India.
¿Por qué quiero que Oliver me de un anillo? Me hago la que quiero un anillo por lo mismo que Rachel. Mentira. Lo que quiero es tener un anillo que me de Oliver. Fantasear con que Oliver y yo nos vamos a casar. Me quiero morir ¿Quién soy? Esto viene a demostrar lo débil que es el poder de la realidad frente al de la fantasía. En el fondo sé que estoy en una cuenta regresiva, pero tengo miedo de nunca aceptarlo, de llevar las cosas demasiado lejos, de convencerme de alguna manera. Ya grande y tan lejos de mi entorno, hay pocas limites externos a las decisiones sobre mi vida. Si yo decido seguir, sigue. Si no logro vencer a mis fantasías, voy a decidir seguir. Pase lo que pase, sé que vienen problemas. Quizás es culpa de Catie. Una de las salidas que hicieron cuando vino de visita a Melbourne fue ir a la ópera al aire libre. Cuando Oliver me lo contaba, yo me hice la indiferente y la que sé un montón sobre ópera. Lo de Catie ya me empezaba a molestar bastante. Justo me llamó Evert y me invitó a comer a su casa, iba a cocinar. Le conté mis planes a Oliver y me di cuenta de que no le gustaron nada. Joda. Me cambié, me maquillé y me fui para lo de Evert caminando. Vivía cerca de Collingwood, en Clifton Hill, en frente a la cancha de criket. En su casa hay una alfombra gruesa y muy suave. Llegué y había mucho olor, estaba cocinando broccoli. Yo no sabía que olía tanto porque la verdad es que nunca lo cociné. Él ya tenía todas las verduras hirviendo en una olla y ahora estaba con el trapeador limpiando el piso. Tenía puestos unos shorts medio apretados y cortos y unas camisa abrochada hasta arriba. No entiendo esos looks de Evert, esas modas de Australia. Cuando lo conocí, muchos años antes, en Barcelona, no lo había notado. Está bien que en aquel momento estaba perdida en mi enamoramiento con él. Una noche salimos todos juntos y él me acompañó caminando a casa. Yo me hice la que me perdía por las calles del Raval y, en una de esas, nos dimos un beso. Esa noche se llevó mis guantes porque hacía frío y él estaba en shorts porque había llevado todo a lavar. Cuando lo volví a encontrar en Melbourne, me di cuenta de cuánto me hacía reír. Eso no había cambiado para nada. Los primeros meses tuvimos un acercamiento. Salíamos bastante juntos y un par de veces me quedé a dormir en su casa. Yo creo que me volví a enamorar mucho. Me invitó a comer a la casa de sus papás y me presentó a todos sus amigos. Dentro de ese mundo de australianos todo era tan diferente, tan pulcro. Todos eran rubios, las chicas usaban mucho maquillaje y mucha producción, los chicos barba bien formada, camisas y zapatos raros. Me invitó varias veces a comer comida oriental, yo siempre me atajaba diciéndole que era una comensal difícil, me daba miedo tener que probar cosas raras. Pero él me convencía y una vez ahí, comía hasta con los palitos. A él le salía tan bien, es que la cultura australiana tiene una fuerte influencia de la asiática. Una vez fuimos a comer dumplings y yo le pedí que no me mirara cuando intentaba ponerme uno entero en la boca. Es tan dulce que no miró. El problema entre nosotros fueron las mañanas. Cada vez que me quedaba a dormir en su casa, el despertar era una porquería. Siempre amanecía sola en la cama y lo encontraba a él en el living, mirando tele. Sus respuestas eran monosilábicas y casi no me miraba. Yo me fui incomodando, nunca lo pudimos hablar bien y tomamos distancia. En apariencia todo seguía igual: los dos intentábamos vernos, nos invitábamos siempre a planes que nunca sucedían. Yo empecé a salir con Oliver y estos problemas con Evert me dejaron de importar mucho. Era la primera vez que lo veía en mucho tiempo y no me animé a contarle que estaba de novia ni que me iba a la India. Hablamos de la facultad, del trabajo y se sus papás. Le regalé Catcher in the Rye. Adentro, en los márgenes de algunas hojas, le escribí mensajes. Te quiero, me haces reír, y cuando llegué al final, subrayé: "Don't ever tell anybody anything. If you do, you start missing everybody. “
Cuando ya se hacía tarde, Evert me llevó en auto a casa. Yo sabía que Oliver ya iba a estar ahí hacía rato. Lo encontré sentado en la barra, tomándose una cerveza. Sonrió cuando me vio y vino a abrazarme. Tenía mucho olor a transpiración. Me puse de mal humor por todo, estaba segura de que me había equivocado y tendría que haber intentado ser más paciente con Evert, ¿qué tiene de raro estar de mal humor a la mañana? Nos sentamos en el patio a compartir la cerveza.
-Catie me dijo que siente que vos y yo nos vamos a casar.
Nos compramos unas bolsitas de plátano frito, es rico pero parecen papas fritas, entonces siempre hay una cuota de desilusión al comprobar que no lo son. Vamos caminando por el borde del río y le pido a Oliver que se ponga para una foto. Alguien me toca el hombro, es una mina con su novio. Me dice si queremos que nos saque una foto, gesticula mucho con las manos. Lo miro a Oli, bueno, le doy mi cámara a la chica, me pongo al lado de Oliver y sonrio. Apoyo mi cabeza sobre su hombro.

-¡No, no, no!

Dice ella, le pide algo al novio pero no entiendo qué. Él se acerca y nos empieza a tocar, mostrándonos cómo teníamos que posar. Oliver tiene que mirar hacia adelante y señalar algo, yo tengo que mirar adonde me señala.
-¡Sí, si!
Nos grita ahora nuestra fotógrafa. Oliver se aguanta la risa y yo también.

23 de mayo de 2015


9

En el ciber logro abrir mi facebook por primera vez en la India. Tengo un mail de Nik preguntándome cómo estoy, cómo tengo el pie y por dónde estamos. Dice que fue al médico y le sacaron placas, se rompió la clavícula. No pasa nada, ya se la rompió antes. Se siente muy culpable por mi pie. Le contesto que no pasa nada, que no se preocupe. No le digo que igual mejor así, que me gusta que Oliver me preste atención, que mire a ver si tengo hinchado o raro, que me envuelva el pie con la venda, rápido y prolijo, tan concentrado en mí.

El dueño de la pensión nos dice que para ir a las plantaciones basta con tomarnos un tuc tuc. Encontramos uno justo en la puerta. Esta vez vamos sin música, el interior del carrito es naranja y blanco. Salimos a la ruta principal y nos alejamos del pueblo. El camino vuelve a ser sinuoso, lleno de subidas y bajadas. Las plantaciones de té son olas verdes de un maremoto congelado. Cuando miramos con detención, vemos que hay un patrón, se forman hileras de arbustos y a su vez, pequeños caminos. Entre el verde oscuro se distinguen los colores de los pañuelos de las recolectoras, la distancia que separa una hilera de otra es tan estrecha que sólo entra una persona. El conductor frena. Vemos toda la escena desde arriba.
-Soy Rolan- le da la mano a Oliver, yo le extiendo mi mano y lo noto sorprendido, como que no planeaba saludarme.

Rolan nos explica como estas mujeres sujetan un gran saco a sus espaldas con un pañuelo atado a la cabeza. Juntan las hojas de té desde la madrugada hasta muy entrada la tarde. Las nubes cubren las puntas de las montañas, todo parece estar al alcance de la mano, todo ese colchón verde donde dan ganas de tirarse a dormir. Saco muchas fotos, espero que retraten bien lo que estamos viendo. Rolan me pide que le de la cámara, me insiste. Se la doy y nos hace posar para la foto. Como dos nabos, Oliver y yo nos abrazamos y sonreimos. Yo tengo puestos sus pantalones violetas y mi camisa floreada.

Una de las condiciones para que el té crezca es que se plante sobre terrenos inclinados, nunca llanos. En cada ladera vemos grupitos de casas blancas. Rolan dice que esas son las casas de la gente que trabaja ahí. Hace un calor de morirse bajo la sombra y las mujeres, chiquitas a la distancia, juntan hojas de té en medio del silencio bajo el rayo del sol.

Rolan nos lleva hasta un centrito alrededor de la ruta y le decimos que nos deje acá y nos cobre el viaje. Hay una feria de chucherías y un lago verde donde se reflejan los pinos y los árboles de la montaña. Caminamos despacito porque me duele el pie, Oliver me dice que me siente en un banco. Se agacha y pone mi pie sobre su rodilla. Me pone la venda bien apretada, no me saca la vista del pie. Yo quiero saltarle encima o algo, sacarme toda la ropa. Pero termina y seguimos caminando, me hago la que me cuesta, me sostiene, me apoyo sobre él. Le doy un beso en el hombro, uno en el cuello, él me rodea las caderas suavecito con su otro brazo, mi boca está tan cerca de la suya por unos segundos. Respiro hondo y el mareo me hace volar. Me mira de frente, su nariz se toca con la mía y me da un beso. De nuevo: “mmua”. Me dan ganas de putearlo ¿Por qué cada vez que me da un beso lo mismo? Parece que le diera pudor darse un beso sin burlarse de esa manera estúpida.

En un puesto nos sentamos a tomar algo y a que yo descanse el pie. Hay una mesa con sillas y un señor con una sartén llena de aceite saltando sobre una garrafa, está fritando una pasta naranja. Atrás unos tipos juegan a dispararle canutos a globos rellenos con agua. Le saco una foto a uno bien de cerca; sin contexto, pareciera que está apuntando un arma.
Pasamos por la casa de las chicas a comprar más chocolate, esta vez elegimos más del oscuro. El camino hasta la habitación es un poco dificil por las piedras y la oscuridad. Voy agarrada de Oliver con fuerza, el tiene mi mano adentro de la suya, me aprieta contra su cuerpo, mientras con la otra mano sostiene la linterna. Soy feliz en ese silencio expectante, en esa cercanía.
Fumamos el porro afuera de la habitación. Adentro hay un aparato atornillado a la pared que no sabemos qué es y nos da miedo que sea un detector de humo. A Oliver le da más miedo que a mí, siendo mi principal argumento que esto es la India, no Australia, donde hay multas hasta por cómo cruzás la calle. Afuera está fresco pero todavía lindo, el cielo se ve lleno de estrellas, como un dulce de leche granizado, una pegadita a la otra. Cuando terminamos, Oliver trae el tabaco y nos armamos un cigarrillo cada uno. A mí este tabaco que trajimos me marea, eso me ayuda a fumar menos.
Nos volvemos a comer todo el chocolate.

-¿Estoy engordando?
-Sí
-¿Me queda mal?
-No te queda mal
-¿Me quedaba mejor antes?
-Antes tenías un cuerpo perfecto

Me dan dolores en el pie y me construye una torre para elevar la pierna. Me desvenda el pie y me pone de nuevo la crema que se calienta. Tengo que lavar las vendas, en la calle se ponen negras en un segundo. No puedo creer cómo me lastimé el pie así. Nunca antes tuve algo lastimado, salvo aquella vez en Entre Ríos. Era verano y con mis primos alquilamos unos carritos a pedal que se manejaban con una palanca. Agarramos una loma cuesta abajo, perdimos el control y volcamos. Cuando vino la ambulancia, se llevaron a mi hermanito que estaba ileso, pero era el que más lloraba. Yo tuve que volver caminando, aunque tenía todo el ojo raspado, el cachete, me había partido la paleta por primera vez y tenía el codo y el hombro al rojo vivo. Me pasé el resto del verano encerrada en la habitación del segundo piso, como un monstruo, no podía sacar mis heridas al sol. Por suerte esta vez tengo a Oliver que me cuida.
Pusimos Borne. Vi media hora y me quedé dormida.


20 de mayo de 2015




Fumamos y comemos todo el chocolate que compramos. Oliver me habla de la megafauna, tema que a él le fascina y por el que yo lo vengo burlando desde Melbourne, haciéndome la que no le creo nada de lo que dice. Yo ya estoy lista para la peli, pero me ofrece que vayamos a caminar un rato antes por un camino que hizo a la mañana.
-¿A la mañana? ¿Cuando?
-Vos dormías.
-Nunca se si me mentís o qué.
-No, fui a hacer yoga, dale.
Armamos un porro, cargamos la botella de Oliver y nos vamos. Él va adelante, entusiasmado. Parece verdad que ya conoce el camino, no duda ni una vez. En la esquina, en vez de doblar a la izquierda como siempre, vamos para la derecha. Empezamos a subir por un camino más o menos empinado que se va cubriendo a los costados de verde. Sin darme cuenta, entramos en un bosque. La tarde está terminando, la luz se vuelve medio naranja. Yo voy con Oliver así que no pasa nada. Tiene puesto su buzo azul; acá, en la altura, de noche refresca un poco. Ya le ofrecí como cinco veces lavárselo. Él tiene la teoría de que los buzos no se lavan, están hechos para juntar suciedad. Supongo que a Catie no le molestaba esa teoría pero a mí me rompe las pelotas. No sé qué le cuesta a Oliver portarse un poco más normal. Lo entiendo, pero ni siquiera poner en remojo un buzo por un año me parece un exceso.
Caminamos un rato largo a través de árboles altos y llenos de hojas. La basura ya es parte del suelo, tapada de tierra se confunde con raíces o piedras. Llegamos a un mirador y Oliver frena. De la mochila saca la botella de agua y toma. La compró en Kathmandú, él, por ser empleado, tenía descuento. La botella es de metal, verde, grande y con una boca ancha. El agua siempre sabe rica tomada de ahí. Cada vez que tomo me vuelco en la remera, es muy grande para mi cara.
-¿Nos sentamos?
-Mejor acá
Me señala una roca con una parte chata. Nos sentamos ahí, uno al lado del otro. Ganamos algo de altura, vemos la pensión abajo, la subida al pueblo y un montón de verde alrededor, la ruta de tierra que se pierde en la nada. Quiero contarte algo de mí a Oliver. Es difícil haberlo conocido y seguir conociéndolo en este entorno ¿Cómo saber si lo que percibe de mi es real? Me cuesta definirme cuando lo que me rodea es tan diferente a lo que siempre me rodeó. Me encuentro con otros bordes, otras posibilidades más plásticas, más llenas de lugar. En la India soy la novia de Oliver y soy yo. Esto que decida hacer de mí acá. Entonces le empiezo a contar la historia de una amiga que tengo en Buenos Aires, que está embarazada y no sabe quién es el padre. Hace un año que vive con su novio al que no soporta, mientras tanto se agarra a todo cuanto se le cruza. Cuando me lo contó, le dije que abortara. No podía verla como una buena madre. Oliver se pone mal y cambiamos de tema, no le gustan los abortos y mucho menos los embarazos. El fantasma de Catie desciende desde la punta de la montaña sobre mí.
La vuelta se nos hace oscura, pero por suerte Oliver trajo una linterna que nos alumbra un poco el camino.







Ella no podía venir porque no tenía plata y yo terminé pagándole la entrada. Fue un día de verano húmedo, llovía. El museo queda en el medio del Victoria Park. Nos tomamos el tranvía 96, el que va por Smith, dobla en Gertude, pasando por Trippy Taco, y de nuevo en Swanston. Atravesamos el parque por el norte: esos árboles enormes, viejos, los lagos, el río y las ramas atacadas por los possums. La naturaleza de Australia no se parece a nada. El museo estuvo bien, arte aborigen, muchos animales embalsamados y una muestra entera sobre la locura: manicomios, medicamentos, patologías. La mezcla de contenidos es rara. Nos divertimos los tres porque Bárbara y Oliver se llevan bien. Yo estaba nerviosa porque no sabía si Oliver me había querido invitar a una cita o qué. Desde el museo fuimos para el CBD y comimos en OM, ese lugar indio por 3 dolares.
Después de escribirle a Bárbara desde el ciber, lo acompañé a Oli a comprar el nuevo par de sandalias. La mayoría de los negocios vendía esas sandalias de tiras finas que se atan por cualquier lado. Oliver necesita unas sandalias en serio para ir por esos caminos que a él le gustan, para andar en bici, correr, ser todo terreno como él.
Nos metimos en un negocio lleno de cajas apiladas. En el medio había unos banquitos para sentarse y probarse cosas, nos sentamos juntos. Cuando se nos acercó un tipo, Oliver se paró y le explicó lo que necesitaba, mostrándole los puntos fuertes de la sandalia. El tipo desapareció hacia el fondo del negocio y nos quedamos los dos sentados, callados. Una señora esperaba parada, meciendo un cochecito de bebé. La nena, acostada en su coche, me miraba hipnotizada mientras se chupaba una mano. Tenía un tercer ojo en medio de la frente.
Llegó el chico con cuatro cajas. Las fue abriendo frente a Oliver, le mostraba cada modelo y sus características.
-This, this, this.
Dijo y señaló en la primera un broche al costado, un elástico adaptable en la parte de los dedos y una suela anatómica. La segunda tenía menos cintas, pero una suela más gruesa. Y así, Oliver se fue probando cada par. Caminaba por el local, se sentía los dedos, daba saltitos. El tipo se fue a atender a otras personas porque se dio cuenta de que teníamos para rato. La señora se fue, empujando el carrito. El bebé me siguió con la mirada hasta que cruzaron la puerta.

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Finalmente Oliver descarta dos modelos. Las dos que siguen en carrera son parecidas en precio, pero muy distintas en aspecto. Se las ve cómodas, pero yo lo molesto a Oliver con que es el tipo de calzado que usan los padres. Al menos el mío. Él está muy serio, toma su decisión con mucha responsabilidad. Me miré la cara en el espejo que había cerca del piso. Tengo un diente más oscuro que el resto, me pregunto si será por fumar siempre en el mismo lugar.
-¿Qué te parece?
-Comprate las más caras.
Las sigue mirando, se pone un modelo en cada pie. Camina un poco más.
-Voy a llevar estas.
Le dice al empleado, agitando el par más caro. Dejamos la caja y todo, Oliver se llevó las sandalias nuevas puestas. Guardamos las viejas en la mochila verde porque no podemos encontrar donde tirarlas. Para él la despedida es triste, las viejas sandalias lo acompañaron por todo su viaje en Australia, subieron con él al monte Wellington cuando pedaleó hasta la punta. Hay una foto en su computadora. Es el, parado en la punta, con medias hasta las rodillas y sus sandalias, sosteniendo su bici alta en brazos. Hasta yo las había usado. Unos días después de nuestro primer beso, Oliver me invitó a pasear en bici con él. A mí me prestaron una en casa, y fuimos a andar alrededor del Yarra. Yo le dije que no andaba muy bien y el me ayudó, fuimos lento y me prestaba atención. En un momento hicimos una subida enorme y doblamos por una lomada. Yo no pude frenar y seguí de largo, lomada abajo. Perdí el control de la bicicleta, gritando. Y cuando llegué a un puentecito que cruzaba un arroyo, finalmente me caí. No sé cómo explicar lo que pasó. El corazón me latía fuertísimo. Llegó Oliver riéndose y me abrazó. Yo no atinaba a moverme, pero él con fuerza me alejó de la bici. No me había hecho nada, una frutilla en el muslo.
-¿Me das un beso ahí?
Y me lo dio. Mmua.
Cuando volvíamos para casa, nos cruzamos con Babs que iba para la fiesta de Nik. Era una fiesta en su habitación, en la que apenas entraban una cama y un escritorio, para celebrar sus siete meses en la casa. Había comprado juegos de mesa y vasos de colores. Pasaba la música de siempre: metal o Britney Spears. Nosotros decidimos perdérnosla y nos fuimos a tener nuestra primera noche juntos. Cuando un rato más tarde me desperté para ir a hacer pis, me puse las sandalias de Oliver. Porque estaban cerca y, sobre todo, porque me gusta ponerme las cosas de Oliver.

Entramos a un lugar a preguntar por las tablas, pero el tipo está muy ocupado vendiéndole algo a los que estaban antes y nos aburrimos. Hace mucho calor para estar lejos de un ventilador a esta hora. Nos vamos, si total vamos a estar un par de días en Munnar. Entramos en un puesto de vestidos. Hay uno blanco y largo que vi cuando llegamos en tuc tuc. Le pido al tipo que me lo baje y me lo compro sin probar, hace demasiado calor. Decidimos volver a la habitación a fumar y ver la primera de Borne. Yo creo que en el taller nos las habían dado de ejemplo para narrar suspenso, entonces me entusiasma verlas.
Estamos recorriendo el último tramo cuando dos nenas nos interceptan en el camino. Andan descalzas.
-Please, chocolate, home made chocolate, please.
Oliver me mira y yo por supuesto que digo que sí. En la cocina de la casa hay pilas y pilas de cajas de chocolate. La hermana mayor esta sentada en la mesa cortando verduras. Elegimos una caja grande y le ponemos de los que tienen nueces, los de café y los de chocolate amargo. Los pago yo.
En nuestra habitación me meto a bañar. Me baño dos o tres veces por día con agua helada. Las uñas las tengo siempre sucias igual y creo que en algunas partes del cuerpo se me está formando una capa de tierra que ya no sale así nomás.
Cuando salgo de la ducha, Oliver está sentado en la cama, masajeándose el hombro.
-¿Querés que te haga un masaje?
Dice que sí, le pido que se acueste en la cama. Me seco un poco, me pongo una bombacha rosa de las de Wallmart y me saco la toalla con la que me envolví el pelo. Todavía lo tengo un poco húmedo, me cubre los hombros hasta la cintura, por donde empiezan a caerme algunas gotas que me hacen cosquillas. Me siento encima de la espalda de Oliver y despacito le hago los masajes. Le encantan y me pregunta cómo aprendí a hacerlos tan bien. Yo digo que no sé, siempre hice buenos masajes, incluso a mí misma. Creo que toco a los demás donde me gustaría que me toquen.

19 de mayo de 2015

8
Hoy nos despertamos con el ruido de alguien escupiendo mocos por un rato largo. Las paredes son de cartón. Oliver se levantó y puso música, estaba de buen humor.
Munnar está en el medio de la montaña y tiene mucha vegetación. Cuando salimos de nuestra pensión podemos girar hacia la izquierda, donde empieza el bosque, o hacia la derecha, camino al centro de la estación. Hoy al mediodía subimos por ahí, el sol ya pegaba fuerte sobre la calle de barro. Caminamos de la mano esquivando charcos. Las calles de la India están siempre llenas de energía, la gente va y viene, gritan, hay música por todos lados, la ropa es colorida y brillante. Las vacas y las gallinas pican su almuerzo de las bolsas de basura. Llegamos a la esquina de siempre y nos sentamos a comer. Munnar es historicamente un lugar de vacaciones de gente más o menos rica de Kerala. Este es un fin de semana largo acá y por eso está lleno de turistas. Se nota, son familias enteras, miles de hijos, tios, abuelas. Sobre las mesas hay un mantel de papel gris. Los platos son bandejas metalizadas con varios tipos de comidas, una montaña de arroz, una de verduras, una de garbanzos. En la mesa hay varias salsas de distintos colores. A todos se nos da lo mismo, no hay para elegir. En el medio tenemos una botella de agua rosa. Tomamos y tomamos, pero no nos decidimos en si tiene sabor o no. yo creo que no, pero me da impresión que sea rosa. Hay un pan chato, frito, que es riquísimo. Se usa para comer el arroz y todo lo que hay en la bandeja, acompañado con las salsas. No hay ningún tipo de cubiertos en el restaurant. A Oliver le gusta mucho más que a mí.
Salimos y paseamos por la ciudad, hay varios mercados de frutas y verduras. Los negocios de la calle parecen tener millones de años, el suelo está siempre cubierto de polvo y es imposible saber si la gente va o viene o atiende en el local. Las verduras se apilan siempre de manera geométrica, haciendo ilusiones hermosas. Saqué mil fotos. En un negocio había una vitrola enorme, su cuerno estaba lustrado, brillaba como la seda. En unas bolsas de alpillera encontre fideitos. Dentro de cada una, millones, de todos los colores y de distintas formas. En una había estrellitas, en la otra letras.
El piso de tierra estaba cubierto de verduras descartadas o perdidas, las íbamos pisando y arrastrando por ahí. Oliver se puso mi gorra verde de China. La paleta de colores le potencia la pinta de guiri. Los pasillos del mercado son oscuros, es dentro de una carpa. Cuando salimos, a los dos nos costó adaptar la mirada a la luz. Oliver frenó porque se le terminó de romper la sandalia.
-Necesitamos comprar un par nuevo.
Dijo.
Yo le digo que sí, en un rato vamos para la zapatería. Pero la verdad es que hoy me quiero sentar un rato en una computadora a mandarle un mail a Bárbara. Todo el tiempo me pregunto cómo estará, le escribo pero ella no es buena para responder. Es una persona a la que hay que aflojarla con preguntas, hay que demostrarle interés, y después se larga a hablar como un loro. Me pregunto si habrá conseguido el puesto de limpiadora. En la casa de Melbourne, el que tiene el puesto del limpiador no paga el alquiler. Bárbara va a ser muy buena limpiadora. En nuestra habitación pasaba la aspiradora todas las semanas y, si la dejabas, ordenaba un poco tus cosas. Nada muy complicado, las apilaba o las ponía en un rincón, pero a la vista siempre mejoraba. Bárbara es una italiana muy trabajadora. Cuando nos fuimos, no estaba tan bien. Pasó lo de Kiki, estuvieron juntos una noche y ella se enloqueció de ansiedad. Todos los días me decía que nunca le había pasado algo así con un hombre. No podía entender que él no tuviera interés en ella. Hablábamos día y noche del tema. Al principio ella fantaseaba y a mí me sorprendía su capacidad de poner sus fantasía en palabras si sentir vergüenza: Sería el marido perfecto, me decía con los ojos bien abiertos, ¿vos qué pensas? Y yo estallaba de risa cada vez, aunque ella me lo preguntaba en serio. Se come las uñas hasta que le queda solo una linea finita, inseparable de la piel. Tiene las puntas de los dedos todas mordisqueadas ¿Por qué se enganchó tanto con Ciaran? Ni idea, se conocían poco y nada. La primera vez que salimos todos juntos, ella y yo íbamos caminando y me dijo:
-Me gusta el irlandés.
-A mí el inglés, le contesté.

Nos fuimos haciendo más y más amigas. Ella trabajaba en el Trippy Taco de Gertude Street y yo cuidaba a Henry a la vuelta. A veces la pasabamos a saludar. Tenía los guantes puestos, y la gorra, tan prolija. Cuando la tana y yo queríamos hablar y que nadie nos entendiera, cambiábamos al italiano y al español. Hablando lento, las dos podíamos entender la lengua de la otra. Una tarde fuimos solas al jardín botánico de Melbourne. Nos contamos cosas de nuestras vidas antes de llegar a Australia, de nuestras familias. Después salió el viaje al Great Ocean Road, donde no se sabía bien qué le pasaba a Mannar, entre Oliver y yo había mucha onda y Bárbara y Ciaran acababan de estar juntos. La pasamos muy bien, aunque creo que por un momento Bárbara pensó que a mí me interesaba Ciaran. La verdad es que me acercaba mucho a él para hacerme la tonta sobre lo que pasaba con Oliver. Cuando volvimos a Melbourne, él, haciéndose el casual, me invitó al museo. Yo convencí a Bárbara de que viniera con nosotros, tenía pánico. 

18 de mayo de 2015


Comí muy poco de lo que había. Me da miedo enfermarme, nos dijeron que aunque te cuides te enfermás igual. Tampoco me gusta mucho el sabor picante y medio dulce. Oliver comió de todo pero rápido, entonces estuvimos listos a la vez. Guardamos todo, tiramos el diario y nos fuimos a lavar las manos. Él agarró el jabón y abrió la canilla, me lo pasó mientras se enjuagaba. Nos vi en el espejo del baño, nuestras caderas y nuestros hombros pegados. Me dio un beso en el cachete. Cada vez que me da un beso hace el ruido: “mua”. Como si fuera en chiste, no entiendo.
Nos sentamos en la cama, me encanta estar en la cama con él. Me encanta estar de vacaciones con él, hace mucho que no comparto un viaje con alguien. Arma el porro con una seguridad que no le vi en muchas otras cosas. Se lo lleva a la boca y chupa el pegamento rápido, sin mirar. Y yo me vuelvo loca con sus dientes cuadrados.
Lo que pasa es que Oliver fuma porro hace mucho tiempo. Cuando tenía catorce años, su papá lo dejó armar un indoor con sus hermanos. Su mamá también. Ocuparon una habitación entera, con luces, sistemas de ventilación, de riego. En su casa había frascos y frascos de flores y bongs, esas pipas de agua que se hacen con botellas o yo qué se, pero aparentemente había de todos los tamaños y formas. Y los decoraban, con marcadores y eso. Fumaba para ir al colegio, para ir a dormir, para despertarse. Yo creo que haber empezado a fumar tan joven lo tiene que haber dañado de alguna manera. Oliver fumaba con su papá. Y Cate, además, era muy tímida, muy dark, y se la pasaba fumando. Me la imagino, con su camisa cuadriculada y borcegos caqui, fumando todo el día con Oliver en el sillón. Y Oliver, que no usa shampoo. No quiero pensar demasiado en el pasado de Oliver porque me da miedo pensar en lo que me estoy metiendo. Siento que es mejor vivir en lo de ahora, en lo que yo veo en Oliver, su boca, sus manos, que sabe jugar al ajedrez y nadar. A él ahora ya no le interesa tanto el porro. No está desesperado como yo, que si no me emborracho o fumo pronto, voy a entrar en crisis. Creo que él toma, de manera constante. Pero no sé, yo no soy parámetro porque no tomo nada, todo me parce mucho. Bueno, mentira. Pero no tomo mucho constantemente.
En fin, Oliver encendió el porro. La piel se le está poniendo más oscura y cada vez que enciende algo, el rojo de la llama le prende los labios. Me lo pasó, tan ágil. Le están creciendo las uñas. Yo fumo y fumo mientras charlamos. Oliver fumó mucho menos que yo, pero no protestó. En algunas cosas nos entendemos.
-¿Sabés qué? Te amo.
Me dijo.
Afuera empezó a llover como loco, el viento soplaba las cosas, se escuchaban chapas, ramas de árboles. Qué lindo que era estar adentro, en la cama con Oliver, parecía que afuera no existía nada, solo ese caos, ese mundo impenetrable al que nunca podríamos volver a salir. Terminamos el porro y pusimos música en la compu. Tenemos unos parlantes que compramos antes de venir. Los compré yo en el Wallmart de Smith Street, pero creo que Oliver piensa que son de él. Estuvimos los dos muy fumados acostados en la cama un rato largo, charlando ¿De qué hablábamos? Me contaba de los documentales, de Planet Earth y de David Attenborough, un señor de 89 años que apareció toda su vida como conductor en los documentales de la BBC. Ahora era la voz de Planet Earth. Todos los ingleses están enamorados de él. Oliver me habló de este señor con mucha excitación. Yo creo que lo escuchaba desatendiendo, viajando con la cabeza a otro lado, siguiendo el sonido de la lluvia. Por un rato largo le hice un mimo hipnótico en el brazo, era un movimiento suave que no podía parar de repetir, colgada.

15 de mayo de 2015

buenos aires hora cero punto uno

hola porteños, hola mundo
en un piso dos de la calle roosevelt
mi silla no tiene respaldo
las pelusas se amontonan en las cerdas de la escoba
y el broccoli huele mal si lo dejo para otro día

la guitarra desafinada se cayó al piso
hay tres botellas de agua mineral rellenas de la canilla
en buenos aires ya no hace frío ni llueve nunca
mueren los libros virgenes de ser leídos
salvo uno que compré usado

hago la lista de lo que necesitaría: un soldador
termino la lista y la cuelgo del techo,
la ropa del bollo es la que más uso para mirarme al espejo
hay unos cables que tiran chispas
a esa parte de la casa yo no voy

la mesa de vidrio amontona porquerías
una cáscara de banana y una tarjeta de comunión
las fotos de la puerta ya se borronean
llegan mensajes: parece que afuera está todo bien
se vive, se respira, la gente está yendo a trabajar.


13 de mayo de 2015



Él se fue a bañar primero y yo me aburrí rápido. No quería ir a bañarme con Oliver, es obvio que si algún día lo hago se larga a llorar o algo, con lo mambeado que es. Me puse a buscar qué hacer y encontré su viejo teléfono de Australia. Lo encendí a ver si encontraba algún jueguito, pero pronto me encontré mirando sus mensajes de texto. Moría por leer alguno de Catie, sobre todo uno donde le hablara mucho de Dios o de algún santo. No son celos, creo, es una infinita curiosidad. Uno que le ofrecía 80 dolares por la bici, su jefe que se despedía, la empresa telefónica para ofrecer servicio de roaming. Claro que no había ningún mensaje de Catie. Fui a la carpeta de audios y había uno. Apreté play y pronto escuché los primeros acordes de guitarra de una canción que yo no conozco. Por Dios, cómo deseé que no fuera lo que sospechaba. Pero sí, entró la voz de Oliver. Débil y desafinada, fuera de compás, empezó a cantar algo de “heart of gold”. Se me calentó la cara. Quería apagarlo pero no podía, tenía que llegar al final. No valía la pena apagarlo, ya había empezado. Pero qué vergüenza lo mal que canta Oliver, qué vergüenza que se grabara. Ojalá nunca lo hubiera encontrado. Ojala lo hubiera podido apagar antes de que terminara, pero no, tenía que escucharlo todo, con cara de descompuesta, con las cejas juntas, pero hasta el final.
Guardé el teléfono donde estaba y desarmé mi mochila. Colgué la ropa mojada en el respaldo de una silla y me puse a leer. Escuché el ruido de las cañerías cuando Oliver cerró las canillas. Al rato salió del baño con la toalla azul envuelta en la cintura. Tenía el pelo mojado y algunas gotitas le caían sobre los hombros.me bañé yo, el agua caliente que nos había prometido la pobre señora sin dientes era inexistente. No importa igual, con el calor que hace, lo último que se me ocurre es que voy a necesitar de agua caliente. Me envolví con mi toalla verde. Odio el momento de secarme porque odio esta toalla. No es mullida ni grande, es lisa y chiquita, perfecta para viajar. Se seca casi inmediatamente, absorbe la humedad como un milagro. Pero no te rasca la piel al secarte.
Lo encontré a Oliver con los auriculares jugando con las bolas de plástico. Volaban de un lado a otro, por abajo de sus brazos, al costado del cuerpo. La verdad es que me pone nerviosa.
-¿Podemos poner una regla de no hacer eso adentro?
Se sacó los auriculares y le repetí. Hicimos la regla y la sellamos con un apretón de manos. Nos sentamos en el piso a comer lo que habíamos comprado. Oliver desarmó el paquete con cuidado, ordenó la comida, llenó su botella con agua. Fui hasta él en cuatro patas y le di un beso en la boca.

10 de mayo de 2015

Olga terminó cediendo: los dos por 80. Nos dijo que podíamos llegar a la pensión caminando. Anduvimos 15 minutos en silencio por las calles de tierra de Munnar y llegamos a un lugar con una gran habitación, como un living, lleno de colchonetas. No sé si a Oliver se le cruzó por la cabeza quedarnos ahí, pero yo directamente lo descarté.
-Por favor, por favor, tengo una idea.
Olga nos llevó por un pasillo y nos presentó a un hombre que comía mirando la tele. Se llamaba Balu y, según entendí, nos iba a llevar a otra pensión por 110 los dos, en la que había aire acondicionado. Oliver y yo subimos al tuc tuc callados, ya estabamos los dos de mal humor. No entiendo bien todavía cuales son las cosas que le molestan. Cada tanto algo le agarra y se pone serio, no me mira, pone toda su atención en alguna cosa como contar monedas en la palma de su mano.
El conductor salió del centro de la ciudad y bajamos un poco por la subida de antes. Dobló a la derecha y anduvimos por unos cinco kilómetros. Frenó frente a una gran casa de madera en un pequeño parque. Había un limonero enorme. Nos pidió que esperáramos en el carro. Cuando desapareció entrando a la casa, le di un beso en la boca a Oliver.
-Mai...
Puta madre, odio el tono regañador.
-¿Qué te pasa?, a veces no lo soporto.
-No quiero incomodar a nadie.
Esos modales no sé qué son, si ingleses o confusos, me empiezan a poner los pelos de punta. A veces me pregunto si a Oliver no le vienen bien todas estas represiones, si no escuda su propio pacatismo detrás de ellas. El tipo volvió a aparecer, pero no frenó a decirnos nada. Se subió a la moto y arrancó.
-¡Sin lugar!¡No lugar!, nos gritó desde adelante.
A mí me empezó a atacar la desesperación como una serpiente. Intento frenarlos, pero estos impulsos son poderosos. Mantuve la mirada hacía afuera como para no involucrarme. No hay calles ni veredas en Munnar, los límites son imaginarios. Hay kioscos y verdulerías, los carteles de Coca Cola están desteñidos por el sol y un poco oxidados.
Bajamos en un edificio que parecía a mitad construir. Balu bajo nuestras mochilas y yo, sin energía ya para nada, lo dejé hacer. Sabía que ya no había vuelta atrás, el centro estaba muy lejos para volver caminando con las mochilas.
La señora que nos mostraba la habitación no tenía ni un diente. Nuestras mochilas ya estaban paradas del costado de adentro de la puerta. Yo vi el aire acondicionado y no pensé más, me senté en una silla en una esquina. Oliver seguía a la señora que ahora le mostraba el baño, las toallas, la llave para la puerta. Él le sonreía y la miraba con sus ojos hermosos y esos dientes que qué sé yo qué tienen.  

-Oli, quiero comprar porro, le dije.
-Vamos.
Me sorprendió que accediera tan fácil.me puse nerviosa, no sé. Nos habían dicho que es muy fácil conseguir porro en la India, pero siempre tengo un poco de nervios igual. Yo me cambié la remera y volvimos a salir. Estaba pesado, es muy húmeda esta zona. A esta altura, las nubes densas y grises parecen estar al alcance de nuestras manos. Caminamos cuesta arriba hasta el centro. Un par de tipos nos hablaron pero Oliver los alejó pronto. Yo iba un poco atrás, agarrada de su mano y en silencio. Estaba cansada, estuve cansada todo el día, sentía los ojos un poco hinchados como cuando me da fiebre. Llegamos a las cuatro esquinas donde nos había dejado el primer tuc tuc. Me dio mucha vergüenza ir a preguntar con Oliver, siempre siento que sola soy más caradura, casi impune.
-Separémonos.
-¿Estás segura?
-Nos encontramos en quince en el poste.
Lo vi alejarse, empezaba a caminar chueco porque la sandalia se le empezó a descoser de nuevo. Con sus bermudas marrón clarito a veces parece un turista alemán.
Hablé con un par de tipos hasta que di con el indicado. Me dijo que lo siguiera y me llevó hasta una cabina de teléfono, descolgó el tubo y lo apretó contra mi oreja.
-Esperá.
Me metí bien adentro de la cabina y me hice la que hablaba. No sabía si sentirme absolutamente avergonzada o asustada, esto me viene pasando en el viaje. Me imaginé que el tipo estaba trás mio muriéndose de risa. Me di vuelta ya más tranquila y justo lo vi a Oliver pasar, iba perdido, me pareció que ni estaba intentando conseguir nada. Me vio y vino.
-¿Con quién hablás?
-Ah, nada, está todo arreglado. El tipo me lo trae acá y aproveché para llamar a mi hermana pero no atiende.
Colgué la falsa llamada.
-¿Juntamos sesenta rupias?

Mientras esperábamos, el gris del cielo se oscureció, las nubes eran como volutas de humo. Nunca vi algo así. Me saqué la ojota y puse mi pie encima del de Oliver, metí los dedos abajo de las cintitas de su sandalia.  Vino el tipo con una bolsa verde, le dimos la plata y adiós.
Volvimos a la pensión casi corriendo porque se largaba a llover. En el camino cruzamos un carrito que vendía comidas y a Oliver se le ocurrió que compráramos algunas cosas para cenar en la habitación. Yo no reconocía nada, le dije que sí. Compramos unas bolas fritas rellenas de papa y pollo y algo que tenía zapallo o alguna cosa dulce. El señor nos envolvió todo con papel de diario y nos lo dio hecho un paquetito.
En el camino hicimos el siguiente plan: ducha, porro, cena y película. Llegamos cuando caían las primeras gotas, cuesta abajo el camino se hizo más corto. No nos acordábamos bien si nuestra habitación era la 7 o la 8, yo me agaché para mirar por el agujerito de la puerta 7, Oliver largó una carcajada. Lo miré de golpe, riéndome, y perdí el equilibrio. Me caí de culo al piso ya mojado por la lluvia. Los dos estallamos de risa hasta que a mí me dolió la panza y a la vez me empezó a doler la caída. Oliver se acercó a levantarme y recién cuando me abrazó me di cuenta de que estaba tensa, me había asustado.

9 de mayo de 2015

8 de mayo de 2015

Nos fuimos al jardín botánico y a la vuelta ahí estaba Oliver, en el patio de la casa cosiendo su sandalia. Era de esas deportivas, bien agarradas para correr o escalar. Las había comprado usadas en Nueva Zelanda, le sobraba un poco encima de los dedos. Era la tercera vez que las cosía.
-¿Cómo te fue?
Le di un beso en la frente.
-Bien.
Seguía hablando pero yo me hice la boluda y fui de largo hasta el baño. Me di cuenta de que me había puesto colorada, mientras hacía pis sentía la cara hirviendo y me tuve que poner las manos frías en las mejillas mientras equilibraba mi peso para no tocar el inodoro. Qué poco me gustan estas situaciones.
Oliver trajo esas sandalias hasta la India, cualquiera de estas noches se las tiro a la basura.

El micro frenó de golpe en el medio de la ruta de tierra. Por las ventanas solo polvo, polvo, polvo. Oliver se dobló sobre sus rodillas, me dijo que hiciera lo mismo. Lo miré desde ahí abajo y encontré sus ojos, los dos nos reímos. El conductor apareció por el pasillo apuntando con las manos hacia afuera del colectivo, nos teníamos que bajar parece. Lentamente fuimos avanzando en cola por el pasillo para salir. Dos pasos y parábamos, me puso de mal humor. La gente agarraba sus bolsos, se acomodaba el pantalón, despertaba a los chicos. Yo quería llegar ya a alguna pensión y bañarme, ¡dormir! 

Entre la multitud se nos fue acercando una mochila. Era la rubia del colectivo, nos venía a hablar; yo le dejé la interacción a Oliver. Arreglaron entre los dos que nos íbamos a tomar un tuc tuc hasta Munnar, el colectivo se había quedado sin nafta. Caminamos cuesta arriba, hasta una intersección donde supuestamente íbamos a encontrar conductores. Yo andaba última y lo miraba a Oli, su cuello, las gotas de transpiración que le caían desde la punta de la cabeza. Caminaba con las manos agarrando las sogas de su mochila, no parecía pesarle en lo más mínimo. Oliver jamás se quejaría de nada. A mi me dolía la panza, tenía sueño y me moría por estar metida en la cama con él, sin ropa, confundida mi transpiración con la suya.
Recién en el tuc tuc la vi bien a la cara. La rubia se llamaba Hannah y era de Suecia. Todas su facciones eran redondas y exageradas, como una caricatura, era alta y grande. En el camino iban hablando con Oliver sobre una ruta de trekking que hay en Alemania, El bosque negro o algo así. Yo no fui ni lo escuché nombrar, así que me quedé callada, mirando por la ventana, mareada porque el camino era sinuoso y el carro se movía mucho. Me apuné. Se lo quise decir a Oliver pero estaba en otra, se compenetra en las conversaciones, sobre todo si se tratan de algo que le interesa. Finalmente hicimos una subida de muchos kilómetros. Parecía que nos íbamos a quedar, la motito no aguantaba nuestro peso y nuestras cosas. Por un momento todo indicó que íbamos a volcar, se sintió en el aire la tensión del peso que nos llevó hacia atrás bruscamente. Pero el conductor triunfó, como todo en la India, con su insistencia. Para él fue avanzar o morir. Poco a poco aparecieron casas, negocios, vacas, gente cocinando, caminando, un partido en una gran cancha de fútbol con mucho público. Fuimos juntando las ochenta rupias que habían arreglado pagar. Estacionamos en la intersección de tres calles, era un lugar con mucha gente. Olives pagó y el señor nos bajó las mochilas, la mía me la colgó directamente en la espalda.
Rápido nos hicimos parte de la muchedumbre. Una señora me frenó, tenía unas fotos laminadas, anilladas juntas por uno de esos aros grandes de carpetas.
-Oli, Oliver.
Él prestó atención. Hannah mientras se iba abrochando la mochila por todos lados, se ato los cordones y se peinó. No escuchó ni una palabra de lo que dijo la mujer. La gente que pasaba nos empujaba y la charla se daba en medio del movimiento constante.
-My name: Olga, Olga my name.
No tenía cara de Olga.
-Bathroom, shower, shower.
Señalaba las fotos. Vi que una de las habitaciones tenía aire acondicionado. Lo pellizqué a Oliver en secreto y le señalé con los ojos.
-Ok, 100 por dos noches.
-No, ustedes, los tres 190 dos noches.

Hannah pareció incomodarse. Dijo que ya tenía hecha y paga su reserva. Olga seguía insistiéndole a Oliver, lo agarraba por el antebrazo, yo lo veía cómo se iba poniendo de mal humor. En medio de todo y a los empujones, Hannah nos dio la mano y desapareció.